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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

La excursión a Tindari (4 page)

BOOK: La excursión a Tindari
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Tercera planta, puerta 15. Doctor Assunto Ernesto, médico odontólogo.

—Comisario, esto es sólo mi consulta. Yo vivo en Montelusa y aquí sólo vengo de día. Lo único que puedo decirle es que una vez me tropecé con el señor Griffo con la cara deformada a causa de un flemón. Le pregunté si tenía dentista y me dijo que no. Entonces le aconsejé que se pasara un momento por aquí, por mi consulta. A cambio, recibí una tajante respuesta negativa. En cuanto a ese Sanfilippo, ¿quiere que le diga una cosa? Jamás lo vi, ni siquiera sé qué pinta tenía.

Empezó a subir el tramo de escalera que conducía al piso de arriba, y le dio por mirar el reloj. Ya era la una y media, y, dada la hora, por un reflejo condicionado, le entró un voraz apetito. Oyó el ruido del ascensor, que subía. Decidió resistir heroicamente el apetito y seguir con las preguntas, pues a aquella hora era más fácil encontrar a los inquilinos en casa. Delante de la puerta 16 vio a un hombre grueso y calvo que sostenía una deformada bolsa negra en una mano mientras con la otra trataba de introducir la llave en la cerradura. El hombre vio al comisario detenerse a su espalda.

—¿Me busca a mí?

—Sí, señor...

—Mistretta. Y usted, ¿quién es?

—Soy el comisario Montalbano.

—¿Y qué quiere?

—Hacerle unas cuantas preguntas acerca del joven asesinado esta noche.

—Sí, lo sé, la portera me lo ha contado todo cuando he salido para ir al despacho. Trabajo en la cementera.

—... y acerca de los señores Griffo.

—¿Por qué, qué han hecho los Griffo?

—Han desaparecido.

El señor Mistretta abrió la puerta y se apartó a un lado.

—Pase.

Montalbano se adelantó un paso y se encontró en un apartamento en el que reinaba un desorden absoluto. Dos calcetines sucios y desparejados sobre la mesita del recibidor. El hombre lo hizo pasar a un saloncito que debía de haber sido una sala de estar. Periódicos, platos sucios, vasos empañados, ropa lavada y sin lavar, ceniceros llenos de ceniza y colillas.

—Está todo un poco desordenado —reconoció el señor Mistretta—, pero es que mi mujer está en Caltanissetta desde hace dos meses, atendiendo a su madre, que está enferma.

Sacó de la bolsa negra una lata de atún, un limón y una barra de pan. Abrió la lata y echó su contenido en el primer plato que le vino a mano. Apartando a un lado unos calzoncillos, cogió un tenedor y un cuchillo. Cortó el limón y lo exprimió sobre el atún.

—¿Usted gusta? Mire, comisario, no le quiero hacer perder el tiempo. Tenía intención de entretenerlo aquí un ratito sólo para que me hiciera un poco de compañía. Pero después he pensado que sería injusto. A los Griffo los veía alguna que otra vez. Pero ni siquiera nos saludábamos. Al joven asesinado jamás lo vi.

—Gracias. Buenos días —dijo el comisario, levantándose.

A pesar de toda aquella suciedad, el hecho de ver comer a alguien le había redoblado el apetito.

Cuarta planta. Junto a la puerta del apartamento 18 vio una placa bajo el timbre: «Guido y Gina de Dominicis.» Llamó al timbre.

—¿Quién es? —preguntó una voz infantil.

¿Qué responder a un niño?

—Soy un amigo de tu papá.

Se abrió la puerta y apareció ante los ojos del comisario un chiquillo de unos ocho años y con pinta de espabilado.

—¿Está papá? ¿O mamá?

—No, pero vuelven enseguida.

—¿Cómo te llamas?

—Pasqualino. ¿Y tú?

—Salvo.

En aquel momento Montalbano tuvo la certeza de que el olor que salía del apartamento era de quemado.

—¿Qué es este olor?

—Nada. Le he pegado fuego a la casa.

El comisario se disparó de golpe, asustando a Pasqualino. A través de una puerta salía un humo muy negro. Era el dormitorio, en el que una cuarta parte de la cama de matrimonio estaba ardiendo. Se quitó la chaqueta, vio una manta de lana doblada sobre una silla, la desdobló y la arrojó sobre las llamas, dando fuertes manotazos. Una perversa y pequeña lengua de fuego se le comió medio puño de la camisa.

—Si tú me apagas el fuego, yo lo enciendo en otro sitio —dijo Pasqualino, blandiendo con gesto amenazador una caja de cerillas de cocina.

¡Qué listo era aquel diablillo! ¿Qué tenía que hacer? ¿Desarmarlo o seguir apagando el incendio? Optó por hacer de bombero, y siguió quemándose. Sin embargo, un estridente grito femenino lo dejó paralizado.

—¡Guidooooooooooo!

Una joven rubia con los ojos enormemente abiertos estaba a punto de desmayarse. Montalbano no había tenido tiempo ni de abrir la boca cuando al lado de la mujer apareció un joven con gafas, de anchas espaldas, una especie de Clark Kent, el que después se transforma en Superman. Sin decir ni una sola palabra, Superman, con un gesto de suprema elegancia, se abrió la chaqueta. Y el comisario se vio apuntado por una pistola que le pareció un cañón.

—Manos arriba.

Montalbano obedeció.

—¡Es un pirómano! ¡Es un pirómano! —balbucía entre lágrimas la joven, abrazando con fuerza a su hijito, a su angelito.

—¿Sabes, mami? ¡Me ha dicho que quería pegar fuego a toda la casa!

Tardaron algo así como media hora en aclarar el asunto. Montalbano se enteró de que el hombre era cajero de un banco y que por eso iba por ahí armado. Y que la señora Gina se había retrasado porque había ido al médico.

—Pasqualino tendrá un hermano —confesó la señora, bajando púdicamente los ojos.

Con el ruido de fondo de los gritos y el llanto del chiquillo, que había recibido una buena zurra en el trasero y había sido encerrado en una habitación a oscuras, Montalbano averiguó que los señores Griffo, incluso cuando estaban en casa, era como si no estuvieran.

—Ni siquiera un ataque de tos, qué sé yo, algo que cayera al suelo, una palabra pronunciada un poquito más alto. ¡Nada!

En cuanto a Nenè Sanfilippo, el matrimonio De Dominios ignoraba incluso que el asesinado viviera en su mismo edificio.

Tres

La última estación del vía crucis era el apartamento 19 del cuarto piso. Abogado Leone Guarnotta.

Por debajo de la puerta se filtraba un aroma de ragú que a Montalbano le quitó el sentido.

—Usted es el comisario Montaperto —dijo la enorme cincuentona que le abrió la puerta.

—Montalbano.

—¡Yo me confundo con los nombres, pero si veo una cara en la televisión, aunque sólo sea una vez, ya nunca la olvido!

—¿Quién es? —preguntó una voz masculina desde dentro.

—Es el comisario, Leò. Pase, pase.

Mientras Montalbano entraba, apareció un enjuto sexagenario con una servilleta remetida en el cuello de la camisa.

—Guarnotta, encantado. Pase. Estábamos a punto de sentarnos a comer. Acompáñeme al salón.

—¡Déjate de salones! —terció la mujerona—. Si pierdes el tiempo con chácharas, la pasta se pega. ¿Usted ha comido, señor comisario?

—La verdad es que todavía no —contestó Montalbano, sintiendo que su corazón se abría a la esperanza.

—Pues entonces, todo arreglado, se sienta con nosotros y se come un plato de pasta. Así hablaremos todos mejor —concluyó la señora Guarnotta.

La pasta se había escurrido en el momento adecuado («saber cuándo llega el momento de escurrir la pasta es un arte», le había dicho un día su asistenta, Adelina), y la carne en salsa era tierna y sabrosa.

Pero, aparte de llenarse la barriga, el comisario no consiguió llegar a ninguna parte en su investigación. Había dado otro palo de ciego.

Cuando a las cuatro de la tarde se encontró en su despacho con Mimì Augello y Fazio, Montalbano no pudo por menos de constatar que los palos de ciego eran definitivamente tres.

—Aparte de que sus matemáticas son realmente una opinión, porque los apartamentos de aquella casa son veintitrés... —dijo Fazio.

—¿Cómo veintitrés? —preguntó, sorprendido, Montalbano, a quien los números no se le daban muy bien.


Dottore
, hay tres en la planta baja, todos despachos. No conocen ni a los Griffo ni a Sanfilippo.

En resumen, los Griffo llevaban años viviendo en aquel edificio, pero era como si hubieran sido invisibles. Y en cuanto a Sanfilippo, como si no hubiera existido, había inquilinos que jamás lo habían oído nombrar.

—Vosotros dos, antes de que la noticia de la desaparición sea oficial, procurad averiguar algo más en el pueblo: rumores, habladurías, chismes, conjeturas, cosas de este tipo —dijo el comisario.

—¿Porque, en cuanto se conozca la noticia de la desaparición, las respuestas de las personas podrían cambiar? —preguntó Augello.

—Sí, cambian. Una cosa que te parecía normal adquiere un cariz distinto después de un acontecimiento anormal. Y, ya que estáis en ello, preguntad también sobre Sanfilippo.

Fazio y Augello abandonaron el despacho sin estar muy convencidos.

Montalbano cogió las llaves de Sanfilippo que Fazio le había dejado en el escritorio, se las guardó en el bolsillo y fue a llamar a Catarella, que llevaba una semana empeñado en resolver un crucigrama para principiantes.

—Catarè, ven aquí conmigo. Te encomiendo una misión importante.

Abrumado por la emoción, Catarella no consiguió abrir la boca ni siquiera cuando se encontró en el interior del apartamento del muchacho asesinado.

—¿Ves aquel ordenador, Catarè?

—Sí, señor. Muy bonito.

—Pues bien, trabaja en él. Quiero saber todo lo que contiene. Y después le pones todos los disquetes y los... ¿cómo se llaman?

—Gederromes,
dottori
.

—Examínalos todos. Y después me redactas un informe.

—Puede que también haya videocasetes.

—Los videocasetes los dejas estar.

Subió al coche y se dirigió a Montelusa. Su amigo el periodista Nicolò Zito, de Retelibera, estaba a punto de salir en antena. Montalbano le alargó la fotografía.

—Se apellidan Griffo, Alfonso y Margherita. Sólo tienes que decir que su hijo Davide está preocupado porque no tiene noticias suyas. Habla de ello en el telediario de esta noche.

Zito, que era una persona inteligente y un hábil periodista, examinó la fotografía y le dirigió la pregunta que él ya se esperaba.

—¿Por qué te preocupas por la desaparición de esos dos?

—Me dan pena.

—Que te den pena, lo creo. Pero que sólo te den pena, no lo creo. ¿Hay por casualidad alguna relación?

—¿Con qué?

—Con el chico que han matado en Vigàta, Sanfilippo.

—Vivían en el mismo edificio.

Nicolò pegó literalmente un brinco en la silla.

—Pero ésta es una noticia que...

—... que tú no darás a conocer. Puede que haya una relación y puede que no. Tú haz lo que te digo y las primeras novedades sustanciosas serán para ti.

Sentado en la galería, había disfrutado de la
pappanozza
que desde hacía tiempo le apetecía saborear. Un plato pobre: patatas y cebollas hervidas un buen rato, reducidas a puré con el tenedor y aliñadas con mucho aceite, vinagre fuerte, pimienta negra recién molida y sal. Se come utilizando un tenedor preferentemente de hojalata (tenía dos que guardaba celosamente), quemándose uno la lengua y el paladar y, por consiguiente, soltando tacos a cada bocado.

En el telediario de las nueve de la noche, Nicolò Zito cumplió con su deber: mostró la fotografía de los Griffo y dijo que el hijo estaba preocupado.

Apagó el televisor y decidió empezar a leer el último libro de Vázquez Montalbán, cuya acción transcurría en Buenos Aires y que estaba protagonizado por Pepe Carvalho. Leyó las tres primeras líneas y sonó el teléfono. Era Mimì.

—¿Te molesto, Salvo?

—En absoluto.

—¿Estás ocupado?

—No. Pero ¿por qué me lo preguntas?

—Quisiera hablar contigo. Voy para allá.

O sea, que la actitud de Mimì cuando él lo había regañado por la mañana había sido sincera, no se trataba de una tomadura de pelo. ¿Qué podía haberle ocurrido al pobre muchacho? En cuestión de mujeres, Mimì era de fácil paladar y pertenecía a aquella corriente de pensamiento masculino, según la cual la que se deja se pierde. A lo mejor se había peleado con algún marido celoso. Como aquella vez que había sido sorprendido por el contable Pérez besando las tetas desnudas de su santa esposa. La cosa había acabado de mala manera, con presentación de denuncia en toda regla ante el jefe superior de policía. Había salido bien librado porque el jefe superior, el antiguo, había conseguido arreglarlo. Si en lugar del antiguo hubiera sido el nuevo, Bonetti-Alderighi, adiós carrera del subcomisario Augello.

Llamaron al timbre de la puerta. Mimì no podía ser, pues acababa de telefonear. Pero era él.

—¿Has venido volando desde Vigàta a Marinella?

—No estaba en Vigàta.

—¿Dónde estabas, entonces?

—Aquí cerca. Te he llamado desde el móvil. Llevaba una hora dando vueltas.

¡Ay! Mimì había estado paseando por los alrededores antes de tomar la decisión de llamarlo. Señal de que el asunto era mucho más grave de lo que él imaginaba.

De repente, se le ocurrió un pensamiento terrible: ¿y si Mimì se hubiera puesto enfermo de tanto ir de putas?

—¿Estás bien de salud?

Mimì lo miró, perplejo.

—¿De salud? Sí.

Dios mío. Si lo que llevaba encima no guardaba relación con el cuerpo quería decir que la guardaba con lo contrario. ¿El alma? ¿El espíritu? ¿Estamos de guasa? ¿Qué tenía él que ver con aquellos asuntos?

Mientras se dirigían a la galería, Mimì dijo:

—¿Me quieres hacer un favor? ¿Me traes dos dedos de whisky sin hielo?

¡Quería darse ánimos, eso es lo que quería! Montalbano empezó a ponerse extremadamente nervioso. Le colocó la botella y el vaso delante, esperó a que se echara una generosa cantidad y entonces habló.

—Mimì, me estoy devanando los sesos por tu culpa. Dime enseguida qué coño te pasa.

Augello apuró el contenido del vaso de un solo trago y, mirando hacia el mar, contestó en un levísimo susurro:

—He decidido desposarme.

Montalbano reaccionó instintivamente, presa de una furia incontenible. Con la mano izquierda barrió de la mesita el vaso y la botella mientras con la derecha descargaba un fuerte tortazo en la mejilla de Mimì, que entre tanto se había vuelto hacia él.

—¡Cabrón! ¿Qué gilipolleces me estás diciendo? ¡Una cosa así, mientras yo viva, no permitiré que la hagas! ¡No te lo permitiré! ¿Cómo se te ha podido ocurrir semejante idea? ¿Qué motivo tienes?

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