La excursión a Tindari (19 page)

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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

BOOK: La excursión a Tindari
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—Nada de nada, que yo sepa. Vivían de sus pensiones. Mi padre tenía una libreta postal, donde le ingresaban su pensión y la de mi madre... Pero, a final de mes, les quedaba muy poco para ahorrar.

—No creo haber visto esa libreta.

—¿No estaba? ¿Ha mirado bien en el sitio donde mi padre guardaba sus papeles?

—No estaba. Yo mismo lo examiné todo cuidadosamente. A lo mejor, se la llevaron junto con el billetero y el bolso.

—Pero ¿por qué? ¿Qué van a hacer con una libreta postal que no podrán utilizar? ¡Es un trozo de papel inútil!

El comisario se levantó. Davide Griffo imitó su ejemplo.

—No tengo ningún inconveniente en que vaya usted al apartamento de sus padres. Al contrario. Si usted encontrara entre los papeles algo que... —Interrumpió la frase de golpe. Davide Griffo lo miró con expresión inquisitiva—. Disculpe un momento —dijo el comisario.

Abandonó el despacho soltando mentalmente unas maldiciones, pues se había percatado de que los papeles de los Griffo se encontraban todavía en la comisaría, adonde él los había llevado desde su casa. En efecto, la bolsa de plástico aún estaba en el trastero. No le parecía correcto entregar al hijo los recuerdos familiares en aquel paquete. Buscó en el trastero, no encontró nada que pudiera utilizar, ni una caja de cartón ni una bolsa más aceptable. Se resignó.

Davide Griffo lo miró estupefacto mientras él depositaba a sus pies la bolsa de la basura.

—La cogí en casa de sus padres para guardar en ella los papeles. Si quiere, se los envío a través de uno de mis...

—No, gracias. Llevo el coche —dijo el otro en tono circunspecto.

No se lo había querido decir al huérfano, tal como lo llamaba Catarella (por cierto, ¿cuándo se había ido?), pero había un motivo para la desaparición de la libreta postal. Un motivo muy importante: que no se supiera a cuánto ascendía el saldo de la libreta. La suma contenida en la libreta podía ser el síntoma de aquella enfermedad secreta que posteriormente había obligado al médico concienzudo a intervenir. Sólo era una hipótesis, desde luego, pero se tenía que comprobar. Llamó al suplente Tommaseo y se pasó aproximadamente media hora venciendo las resistencias formales que éste oponía. Al final, Tommaseo prometió actuar de inmediato.

El edificio de Correos se encontraba a pocos pasos de la comisaría. Era una construcción horrenda porque, iniciada en los años cuarenta, en pleno auge de la arquitectura fascista, se había terminado en la posguerra, cuando los gustos ya habían cambiado. El despacho del señor director se encontraba en el segundo piso, al final de un pasillo absolutamente vacío de hombres y cosas, que daba miedo por la sensación de soledad y abandono que producía. Llamó a una puerta, en la cual un rectángulo de plástico decía «Director». Bajo el rectángulo de plástico había una hoja de papel en la que se veía un cigarrillo cruzado por dos tiras de color rojo. Debajo decía: «Prohibido terminantemente fumar.»

—¡Adelante!

Nada más entrar, lo primero que vio Montalbano fue una auténtica pancarta en la pared que repetía: «Prohibido terminantemente fumar.»

«De lo contrario, os las tendréis que ver conmigo», parecía decir con torva mirada el presidente de la República desde su retrato colgado bajo la pancarta.

Más abajo todavía, se encontraba un enorme sillón de alto respaldo, en el que permanecía sentado el director, el
cavaliere
Attilio Morasco. Delante del
cavaliere
Morasco había un gigantesco escritorio atestado de papeles. El señor director era un enano muy parecido al difunto rey Víctor Manuel III, con un pelo uniformemente corto que confería a su cabeza el mismo aspecto que Humberto I, y unos bigotes de guías retorcidas como los del llamado Rey Caballero. El comisario tuvo la absoluta certeza de encontrarse en presencia de un descendiente de los Saboya, un bastardo como los muchos que había sembrado el Rey Caballero.

—¿Es usted piamontés? —no tuvo más remedio que preguntarle sin apartar los ojos de él.

El otro lo miró, perplejo.

—No, ¿por qué? Soy de Comitini.

Aunque fuera de Comitini, de Paternò o de Raffadali, Montalbano se ratificó en la idea que se había formado.

—Usted es el comisario Montalbano, ¿verdad?

—Sí. ¿Lo ha llamado el juez suplente Tommaseo?

—Sí —reconoció a regañadientes el director—. Pero una llamada es una llamada. ¿Usted me entiende?

—Por supuesto que lo entiendo. Para mí, por ejemplo, «una rosa es una rosa es una rosa es una rosa».

El
cavaliere
Morasco no se impresionó ante la docta cita de Gertrude Stein.

—Veo que estamos de acuerdo —dijo.

—¿En qué sentido, si no le importa?

—En el sentido de que
verba volant et scripta manent
, las palabras vuelan y lo escrito permanece.

—¿Se puede explicar mejor?

—Por supuesto que sí. El suplente Tommaseo me ha telefoneado para comunicarme que usted está autorizado a llevar a cabo una investigación sobre la libreta de ahorro postal del difunto señor Alfonso Griffo. De acuerdo, lo considero una notificación previa. Pero, hasta que reciba una petición o autorización por escrito, no puedo permitirle acceder al secreto postal.

Como consecuencia del mareo que aquellas palabras le provocaron, el comisario corrió momentáneamente peligro de despegar.

—Ya volveré a pasar.

E hizo ademán de levantarse. El director se lo impidió con un gesto.

—Espere. Podría haber una solución. ¿Sería tan amable de mostrarme su documentación?

El peligro de despegue se intensificó. Montalbano se agarró con una mano a la silla en la que estaba sentado mientras con la otra le ofrecía el carnet.

El bastardo de los Saboya lo examinó detenidamente.

—Tras recibir la llamada del juez suplente, pensé que usted se presentaría aquí de inmediato. Y preparé una declaración, que usted firmará, en la cual se hace constar que usted me exonera, es decir, me exime de cualquier responsabilidad.

—Lo eximo con mucho gusto —dijo el comisario.

Firmó la declaración sin leerla y se volvió a guardar el carnet de identidad en el bolsillo. El
cavaliere
Morasco se levantó.

—Espéreme aquí. Serán necesarios unos diez minutos.

Antes de salir, el director se volvió y señaló la fotografía del presidente de la República.

—¿Ha visto?

—Sí —contestó, perplejo, Montalbano—. Es Ciampi.

—No me refería al presidente, sino a lo que hay escrito más arriba. «Pro-hi-bi-do-fu-mar.» Se lo ruego, no se aproveche de mi ausencia.

En cuanto el otro cerró la puerta, le entraron unas ganas locas de fumar. Pero estaba prohibido, y con razón, pues, como es bien sabido, el humo que inhalan los fumadores pasivos causa millones de muertes, mientras que la contaminación, la dioxina y el plomo de la gasolina no. Se levantó, salió, fue a la planta baja, tuvo ocasión de ver a tres funcionarios que fumaban, se plantó en la acera, se fumó dos cigarrillos seguidos, entró otra vez —ahora los funcionarios que fumaban eran cuatro—, subió la escalera a pie, volvió a atravesar el desierto pasillo, abrió la puerta del despacho del director sin llamar y entró. El
cavaliere
Morasco estaba sentado en su sitio y lo miró con expresión de reproche al tiempo que meneaba la cabeza. Montalbano se acercó a su silla con la misma expresión culpable que cuando llegaba con retraso a la escuela.

—Tenemos la lista —anunció solemnemente el director.

—¿Podría verla?

Antes de entregársela, el
cavaliere
se cercioró de que sobre el escritorio aún se encontraba la autorización firmada por el comisario.

Y el comisario no entendió ni jota, quizá también porque la cifra que leyó al final le pareció desproporcionada.

—¿Me lo explica usted? —preguntó, usando el mismo tono de voz de cuando iba a la escuela.

El director se inclinó, tumbándose prácticamente sobre el escritorio, y le arrancó indignado la hoja de las manos.

—¡Está todo clarísimo! —dijo—. De la lista se desprende que la pensión de los cónyuges Griffo ascendía a un total de tres millones de liras mensuales, un millón ochocientas mil la del marido y un millón doscientas mil la de la mujer. El señor Griffo, en el momento del cobro, retiraba en efectivo el importe de su pensión para los gastos del mes y dejaba en depósito la pensión de su mujer. Éste era el ritmo habitual. Con alguna que otra excepción, naturalmente.

—Pero, incluso admitiendo que fueran tan tacaños y ahorradores —reflexionó el comisario en voz alta—, las cuentas siguen sin salir. ¡Me parece haber visto que en esa libreta hay casi cien millones!

—Ha visto bien. Exactamente noventa y ocho millones trescientas mil liras. Pero eso no tiene nada de extraordinario.

—Ah, ¿no?

—No, porque, desde hace dos años, el señor Alfonso Griffo, el día uno de cada mes, ingresaba puntualmente siempre la misma cantidad: dos millones. Que suman un total de cuarenta y ocho millones que hay que añadir a los ahorros.

—¿Y de dónde sacaba esos dos millones al mes?

—A mí no me lo pregunte —replicó ofendido el director.

—Gracias —dijo Montalbano, levantándose. Y le tendió la mano.

El director se levantó, rodeó el escritorio, miró al comisario de abajo arriba y le estrechó la mano.

—¿Me puede dar el listado? —preguntó Montalbano.

—No —contestó secamente el bastardo Saboya.

El comisario abandonó el edificio y, en cuanto salió a la acera, encendió un cigarrillo. Había acertado: habían hecho desaparecer la libreta porque aquellos cuarenta y ocho millones eran el síntoma de la mortal enfermedad de los Griffo.

Cuando ya llevaba unos diez minutos en su despacho, entró Catarella con la cara tan desolada como la de un habitante de Casamicciola después del célebre y devastador terremoto. Dejó en el escritorio la foto que llevaba en la mano.

—Ni siquiera con el «esconiador» de mi amigo de confianza lo he conseguido. Si quiere, se la llevo a Cicco de Cicco porque la cosa con el crimininilólogo la harán mañana.

—Gracias, Catarè, se la llevo yo mismo.

«Salvo, ¿por qué no aprendes a usar el ordenador?», le había preguntado un día Livia. Y había añadido: «¡Si supieras cuántos problemas podrías resolver!»

Pues bien, de entrada, el ordenador no había podido resolver aquel pequeño problema y simplemente le había hecho perder el tiempo. Se hizo el propósito de decírselo a Livia, así, por el simple gusto de mantener viva la polémica.

Se guardó la fotografía en el bolsillo, salió de la comisaría y subió a su automóvil. Pero decidió pasar por Via Cavour antes de ir a Montelusa.

—El señor Griffo está arriba —le advirtió la portera.

Davide Griffo le abrió la puerta en mangas de camisa; sostenía en la mano un cepillo, estaba limpiando el piso.

—Había demasiado polvo.

Lo hizo sentar en el comedor. Sobre la mesa estaban amontonados los papeles que poco antes le había entregado el comisario. Griffo interceptó su mirada.

—Tiene usted razón, señor comisario. La libreta no está. ¿Quería decirme algo?

—Sí. Que he ido a Correos y he pedido que me dijeran a cuánto ascendía la suma que sus padres tenían en la libreta.

Griffo hizo un gesto, como diciendo que ni siquiera merecía la pena hablar de ello.

—Muy pocas liras, ¿verdad?

—Exactamente noventa y ocho millones trescientas mil.

Davide Griffo palideció.

—¡Eso es un error! —farfulló.

—No es un error, se lo aseguro.

Davide Griffo, con las rodillas como de requesón, se dejó caer en una silla.

—Pero ¿cómo es posible?

—Desde hace dos años, su padre ingresaba dos millones cada mes. ¿Tiene usted idea de quién podía estar detrás de ese dinero?

—¡Ni la más remota! Jamás me hablaron de ganancias extra. Y yo no acierto a entenderlo. Dos millones netos al mes son un sueldo respetable. ¿Y qué podía hacer mi padre, con lo viejo que era, para ganárselo?

—Nadie ha dicho que fuera un sueldo.

Davide Griffo palideció todavía más, y estaba tan perplejo que ahora parecía que estuviera francamente asustado.

—¿Usted cree que puede haber alguna relación?

—¿Entre los dos millones mensuales y el asesinato de sus padres? Es una posibilidad que hay que tomar seriamente en consideración. Han hecho desaparecer la libreta precisamente por eso, para evitar que nosotros pensáramos en una relación de causa-efecto.

—Pero, si no era un sueldo, ¿qué podía ser?

—Quién sabe —dijo el comisario—. Voy a formular una hipótesis. Pero primero tengo que preguntarle una cosa, y le ruego que sea sincero. ¿Su padre, a cambio de dinero, hubiera cometido una falta de honradez?

Davide Griffo tardó un poco en contestar.

—Es difícil juzgarlo así... Creo que no, que no la hubiera cometido. Pero era, ¿cómo diría?, vulnerable.

—¿En qué sentido?

—Él y mi madre estaban muy aferrados al dinero. Y ahora, ¿cuál es la hipótesis?

—Por ejemplo, que su padre fuera el testaferro de alguien que desarrollaba alguna actividad ilícita.

—Él no se hubiera prestado a hacer tal cosa.

—¿Ni siquiera si le hubieran presentado la cosa como algo legal?

Esta vez Griffo no contestó. El comisario se levantó.

—Si se le ocurre alguna posible explicación...

—Claro, claro —dijo Griffo con aire distraído. Acompañó a Montalbano a la puerta y añadió—: Me estoy acordando de algo que me dijo mi madre el año pasado. Vine a verlos y, en un momento en que mi padre no estaba, ella me dijo en voz baja: «Cuando nosotros ya no estemos, te llevarás una buena sorpresa.» Pero a mi madre, pobrecita, muchas veces se le iba la cabeza. Ya no volvió a comentarme el tema. Y yo me olvidé por completo de él.

Al llegar a la Jefatura Superior de Montelusa, pidió al de la centralita que llamara a Cicco de Cicco. No le apetecía ver a Vanni Arquà, el jefe de la Científica que había sustituido a Jacomuzzi. Se caían muy mal el uno al otro. De Cicco apareció corriendo y pidió la fotografía.

—Me temía algo mucho peor —dijo, examinándola—. Catarella me ha dicho que han probado con el ordenador, pero...

—¿Tú me podrás facilitar el número de esta matrícula?

—Creo que sí, señor comisario. En cualquier caso, esta noche lo llamo.

—Si no me encuentras, déjale el mensaje a Catarella. Pero cuida de que anote debidamente las letras y los números; de lo contrario, nos podría salir una matrícula de Minnesota.

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