—Pero usted... ¿usted cómo ha llegado a estas conclusiones?
—Japichinu era un animal perseguido. Desconfiaba de todo y de todos. ¿Usted cree que le habría dado la espalda a alguien a quien no conociera muy bien?
—No.
—El kalashnikov de Japichinu está sobre su cama. ¿Usted cree que hubiera empezado a pasearse por aquí abajo desarmado en presencia de alguien de quien no sabía hasta qué extremo se podía fiar?
—No.
—Dígame otra cosa: ¿le dijeron cómo se tendría que comportar Lollò en caso de que detuvieran a Japichinu?
—Sí. Él también debería dejarse capturar sin oponer resistencia.
—¿Quién le había dado la orden?
—Don Balduccio en persona.
—Eso es lo que don Balduccio le ha dicho a usted. En cambio, a Lollò le dijo otra cosa muy distinta.
El padre Crucillà tenía la garganta ardiendo, por lo que cogió otra vez la jarra de barro.
—¿Por qué ha querido don Balduccio la muerte de su nieto?
—Sinceramente, no lo sé. A lo mejor, el chico cometió un error, puede que no reconociera la autoridad de su abuelo. Verá, las guerras de sucesión no ocurren sólo entre los reyes o en la gran industria...
Se levantó.
—Me voy. ¿Lo acompaño a su coche?
—No, gracias —contestó el cura—. Quiero quedarme todavía un ratito para rezar. Le tenía aprecio.
—Haga lo que quiera. —Al llegar a la puerta, el comisario se volvió—. Quería darle las gracias.
—¿Por qué? —preguntó el cura, alarmado.
—Entre todas las suposiciones que ha hecho acerca de los posibles asesinos de Japichinu, usted no ha mencionado el nombre del guardaespaldas. Hubiera podido decirme que Lollò Spadaro se había vendido a la nueva mafia. Pero usted sabía que Lollò jamás de los jamases hubiera traicionado a Balduccio Sinagra. Su silencio ha sido una absoluta confirmación de la idea que yo me había hecho. Ah, otra cosa: cuando salga, recuerde apagar la luz y cerrar bien la puerta. No quisiera que algún perro vagabundo... ¿me comprende?
Salió. La oscuridad de la noche era total. Antes de llegar al coche, tropezó varias veces con piedras y baches. Le vino a la mente el vía crucis de los Griffo, con un verdugo que les propinaba puntapiés y soltaba maldiciones para que apuraran el paso hacia el lugar y la hora de su muerte.
—Amén —no pudo por menos que decir, con el corazón encogido por la angustia.
Mientras regresaba a Vigàta, tuvo la certeza de que Balduccio seguiría el consejo que él le había enviado a través del cura. El cadáver de Japichinu iría a parar al fondo de cualquier despeñadero... No, el abuelo sabía lo devoto que era su nietecito. Lo mandaría enterrar con carácter anónimo en tierra consagrada. Dentro del ataúd de otro muerto.
En cuanto cruzó la entrada de la comisaría, percibió a su alrededor un insólito silencio. ¿Sería posible que se hubieran marchado a pesar de haberles dicho que esperaran su regreso? Pero sí estaban. Mimì, Fazio, Gallo, cada uno sentado en su sitio con el rostro ensombrecido, como si acabaran de sufrir una derrota. Los llamó a su despacho.
—Quiero deciros una cosa. Fazio ya os habrá contado cómo fueron las cosas entre mi persona y Balduccio Sinagra. Pues bien, ¿me creéis? Debéis creerme porque yo jamás os he dicho mentiras gordas. Comprendí desde el principio que la petición de Balduccio de que detuviera a Japichinu porque en la cárcel estaría más seguro no resultaba convincente.
—Entonces ¿por qué la tomaste en consideración? —preguntó Augello, polémico.
—Para ver adónde quería ir a parar. Y para neutralizar su plan, en caso de que lograra comprenderlo. Lo he comprendido y he efectuado la contrajugada apropiada.
—¿Cuál?
—No anunciar oficialmente el hallazgo por parte nuestra del cadáver de Japichinu. Eso es lo que quería Balduccio: que lo descubriéramos nosotros, proporcionándole al mismo tiempo una coartada a él. Porque yo hubiera tenido que declarar ante el juez que la intención de don Balduccio era que nosotros lo capturáramos sano y salvo.
—Cuando Fazio nos lo explicó —añadió Mimì—, nosotros también llegamos a la misma conclusión que tú, es decir, que el que había mandado asesinar a su nieto había sido Balduccio. Pero ¿por qué?
—Ahora mismo no se entiende. Pero, más tarde o más temprano, algo saldrá. Para todos nosotros el asunto termina aquí.
La puerta golpeó contra la pared con tal violencia que vibraron los cristales de la ventana. Todos experimentaron un sobresalto. Como era de esperar, había sido Catarella.
—¡Ah,
dottori, dottori
! ¡Ahora mismo me acaba de telefonear Cicco de Cicco! ¡Ha hecho el revelado! ¡Y lo ha conseguido! He escrito el número en este trozo de papel. ¡Cicco de Cicco me lo ha hecho repetir cuatro veces! —Catarella depositó media hoja de cuaderno cuadriculado sobre el escritorio del comisario diciendo—: Pido perdón por el golpe de la puerta.
Se retiró cerrando la puerta con otro golpe tan fuerte que la grieta del enlucido que había junto al tirador se abrió un poco más.
Montalbano leyó el número de la matrícula y miró a Fazio.
—¿Tienes a mano la matrícula del coche de Nenè Sanfilippo?
—¿Cuál, la del Punto o la del Duetto?
Augello levantó las orejas.
—La del Punto.
—Esa me la sé de memoria: BA 927 GG.
Sin decir ni una sola palabra, el comisario le pasó el trozo de papel a Mimì.
—Coincide —dijo Mimì—. Pero eso ¿qué significa? ¿Te quieres explicar?
Montalbano se explicó, le contó de qué manera se había enterado de la existencia de la libreta postal de ahorro y del dinero que en ella estaba depositado, cómo, siguiendo la sugerencia del propio Mimì, había examinado las fotografías de la excursión a Tindari y había descubierto que el autocar circulaba con un Punto pegado detrás, y cómo había llevado la fotografía a la Policía Científica de Montelusa para hacerla ampliar. A lo largo de toda la explicación, el rostro de Augello mantuvo una expresión de recelo.
—Tú ya lo sabías —dijo éste.
—¿Qué sabía?
—Que el coche que circulaba detrás del autocar era el de Sanfilippo. Lo sabías antes de que Catarella te entregara esta hoja de papel.
—Sí —reconoció el comisario.
—¿Quién te lo dijo?
«Un árbol, un acebuche», hubiera sido la respuesta apropiada, pero a Montalbano le faltó el valor.
—Fue una intuición —contestó en su lugar.
Augello prefirió dejarlo correr.
—Eso significa que entre los asesinatos de los Griffo y el de Sanfilippo hay una estrecha relación —dijo.
—Todavía no se puede afirmar con certeza —contestó el comisario—. Sólo conocemos un dato cierto: que el automóvil de Sanfilippo seguía al autocar en el que viajaban los Griffo.
—Beba ha dicho también que él volvía a menudo la cabeza para mirar hacia atrás. Está claro que quería asegurarse de que el automóvil de Sanfilippo todavía los seguía.
—De acuerdo. Lo cual nos lleva a deducir que había una relación entre Sanfilippo y los Griffo. Pero tenemos que detenernos aquí. Es posible que Sanfilippo hiciera subir a los Griffo a su coche a la vuelta, en la última parada antes de llegar a Vigàta.
—Y recuerda que Beba ha dicho que fue precisamente Alfonso Griffo quien le pidió al conductor que hiciera aquella parada adicional. Lo cual significa que lo habían acordado con anterioridad.
—También estoy de acuerdo. Pero eso no nos permite llegar a la conclusión de que el propio Sanfilippo mató a los Griffo y de que a él lo mataron a su vez de un disparo tras el asesinato. La hipótesis de los cuernos todavía se tiene en pie.
—¿Cuándo verás a Ingrid?
—Mañana por la noche. Pero tú, mañana por la mañana, trata de recoger información sobre el doctor Eugenio Ignazio Ingrò, el de los trasplantes. No me interesan los datos que publican los periódicos sino los demás, los que se cuentan en voz baja.
—En Montelusa tengo un amigo que lo conoce muy bien. Lo iré a ver con algún pretexto.
—Mimì, por lo que más quieras: utiliza vaselina. A nadie le tiene que pasar por la cabeza la idea de que estamos interesados en el doctor y en su adorada consorte Vanja Titulescu.
Ofendido, Mimì frunció los labios como un culo de gallina.
—¿Me tomas por un gilipollas?
En cuanto abrió el frigorífico, la vio.
Caponatina
! Una abundante ración para por lo menos cuatro personas de aquella exquisita y vistosa mezcla de berenjenas fritas, con apio, alcaparras, aceitunas, cebollas y anchoas, tomate triturado y nueces, llenando un plato hondo hasta el tope. Hacía meses que su asistenta, Adelina, no se la preparaba. El pan, comprado por la mañana, se conservaba todavía muy tierno en la bolsa de plástico. De una forma natural y espontánea, la boca se le llenó con las notas de la marcha triunfal de «Aida». Mientras las canturreaba, abrió la cristalera tras haber encendido la luz de la galería. Sí, la noche era un poco fresca, pero le permitiría comer fuera. Puso la mesa, sacó el plato, el vino y el pan, y se sentó. Sonó el teléfono. Cubrió el plato con una servilleta de papel y fue a contestar.
—¿Oiga? ¿Comisario Montalbano? Soy el abogado Guttadauro.
Ya esperaba la llamada, se hubiera apostado los huevos.
—Dígame, abogado.
—Ante todo, le ruego que acepte mis disculpas por haberme visto obligado a llamar a esta hora.
—¿Obligado? ¿Quién lo ha obligado?
—Las circunstancias, señor comisario.
Era listo el abogado.
—¿Y cuáles son esas circunstancias?
—Mi cliente y amigo está preocupado.
¿No quería mencionar por teléfono el nombre de Balduccio Sinagra, ahora que había un muerto fresquito de por medio?
—Ah, ¿sí? Y eso, ¿por qué?
—Bueno... resulta que desde ayer no tiene noticias de su nieto.
—¿Qué nieto? ¿El exiliado?
—¿Exiliado? —repitió el abogado Guttadauro, sinceramente perplejo.
—Dejémonos de formalismos, señor abogado. Hoy en día, exiliado o prófugo de la justicia significan lo mismo. O, por lo menos, eso nos quieren hacer creer.
—Sí, ése —dijo el abogado, todavía confuso.
—Pero ¿cómo se las arreglaba para tener noticias, si su nieto había pasado a la clandestinidad?
Cabronada y media por cabronada.
—Bien... Ya sabe usted lo que ocurre, amistades comunes, gente de paso...
—Comprendo. Y yo, ¿qué tengo que ver con eso?
—Nada —se apresuró a puntualizar Guttadauro. Y repitió, silabeando las palabras—: Usted no tiene absolutamente nada que ver.
Recibido el mensaje. Balduccio Sinagra le estaba haciendo saber que había seguido el consejo transmitido a través del padre Crucillà: del homicidio de Japichinu no se diría ni una sola palabra; dejando aparte a los que él había matado, sería como si no hubiera nacido.
—Señor abogado, ¿por qué siente la necesidad de comentarme la preocupación de su amigo y cliente?
—Bueno, era para decirle que, a pesar de esta angustiosa preocupación, mi cliente y amigo ha pensado en usted.
—¿En mí? —preguntó, estupefacto, Montalbano.
—Sí. Me ha encargado que le entregue un sobre. Dentro hay algo que le puede interesar.
—Mire, abogado, estoy a punto de irme a la cama, he tenido un día agotador.
—Lo comprendo muy bien.
Estaba hablando en tono irónico el muy hijo de puta del abogado.
—Lléveme el sobre mañana por la mañana a la comisaría. Buenas noches.
Y colgó. Regresó a la galería, pero lo pensó mejor. Entró de nuevo en la sala, descolgó el auricular del teléfono y marcó un número.
—Livia, cariño, ¿cómo estás?
Al otro lado del teléfono sólo se oía silencio.
—¿Livia?
—Dios mío, Salvo, ¿qué te ocurre? ¿Por qué me llamas?
—¿Y por qué no tendría que llamarte?
—Porque tú sólo me llamas cuando tienes algún problema.
—¡Vamos, mujer!
—No, no, es así. Si no tienes problemas, siempre soy yo la que te llama primero.
—De acuerdo, tienes razón, perdóname.
—¿Qué me querías decir?
—Que he estado reflexionando mucho acerca de nuestra relación.
Livia, Montalbano lo percibió con toda claridad, contuvo la respiración. Pero no dijo nada. Montalbano añadió:
—Me he dado cuenta de que nos peleamos muy a menudo y de buen grado. Como una pareja casada desde hace años que sufre el desgaste de la convivencia. Pero lo más gracioso es que nosotros no convivimos.
—Sigue —dijo Livia con un hilillo de voz.
—Entonces me he dicho: ¿por qué no lo empezamos todo desde el principio?
—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?
—Livia, ¿qué te parecería si nos hiciéramos novios?
—¿No lo somos?
—No. Estamos casados.
—Vale. ¿Y cómo se empieza?
—Así: te quiero, Livia. ¿Y tú?
—Yo a ti también. Buenas noches, cariño.
—Buenas noches.
Ahora se podría comer la
caponatina
sin temor a recibir otras llamadas.
Se despertó a las siete, tras un sueño tan profundo que, al abrir los ojos, tuvo la sensación de encontrarse todavía en la misma posición en la que se había acostado. La mañana no era precisamente muy prometedora, pues unas nubes dispersas daban la impresión de estar a punto de juntarse cual si fueran ovejas de un rebaño, aunque se veía con toda claridad que no tenían el menor propósito de provocarle grandes arrebatos de mal humor. Se puso unos pantalones viejos, bajó de la galería y, descalzo como estaba, fue a dar un paseo por la orilla del mar. El aire fresco le limpió la piel, los pulmones y los pensamientos. Entró de nuevo en la casa, se afeitó y se metió bajo la ducha.
Siempre, en todas las investigaciones que habían caído en sus manos, había llegado un día, mejor dicho, un preciso instante de un día determinado, en que un inexplicable bienestar físico, una venturosa ligereza en la forma en que se sucedían los pensamientos en su cabeza y una armoniosa concatenación de los músculos le hacían experimentar la certeza de poder caminar por la calle con los ojos cerrados, sin tropezar ni chocar contra algo o contra alguien. Tal como ocurre a veces en el país de los sueños. Aquel momento duraba muy poco, pero era suficiente. Ahora ya lo sabía por experiencia: era como la boya de la virada, la indicación de la cercana curva: a partir de aquel punto, todas las piezas del rompecabezas de la investigación irían a encajarse por sí solas y sin el menor esfuerzo en su lugar correspondiente; bastaría con quererlo. Era lo que ahora le estaba ocurriendo bajo la ducha, a pesar de que muchas cosas, en realidad, la mayoría de ellas, aún siguieran estando muy oscuras.