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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

La excursión a Tindari (24 page)

BOOK: La excursión a Tindari
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—Voy enseguida —le dijo Ingrid desde el comedor.

Entró a los pocos minutos, sosteniendo en la mano un frasquito, una venda elástica y unos rollos de gasa. Lo depositó todo encima de la mesita de noche.

—Ahora saldo la deuda —dijo.

—¿Cuál? —preguntó Montalbano.

—¿No te acuerdas? La primera vez que nos vimos. Yo me había torcido un tobillo, tú me trajiste aquí, me hiciste un masaje...

Ahora se acordaba, claro. Mientras la sueca permanecía tumbada medio desnuda en la cama, llegó Anna, una inspectora de policía que estaba enamorada de él. El malentendido había dado lugar a un follón descomunal. ¿Livia e Ingrid se habían visto alguna vez? Puede que sí, en el hospital, cuando él había resultado herido...

Bajo el lento y continuo masaje de la sueca, empezó a notar que se le cerraban los ojos y se abandonó a una somnolencia sumamente agradable.

—Incorpórate. Tengo que vendarte.

»Mantén el brazo levantado. Vuélvete un poco hacia mí.

Montalbano obedecía con una sonrisa de satisfacción en los labios.

—Ya he terminado —dijo Ingrid—. Dentro de media horita, te sentirás mejor.

—¿Y el dedo gordo? —preguntó él con voz pastosa.

—¿Qué dices?

Sin hablar, el comisario sacó el pie de debajo de la sábana. Ingrid puso manos a la obra.

* * *

Abrió los ojos. Desde el comedor le llegaba la voz de un hombre que hablaba en susurros. Consultó el reloj, eran más de las once. Se encontraba mucho mejor. ¿Acaso Ingrid había llamado al médico? Se levantó y, tal como estaba, en calzoncillos, con la espalda, el pecho y el dedo gordo del pie vendados, fue a ver. No era el médico, mejor dicho, sí era un médico pero estaba comentando desde la pantalla del televisor una milagrosa cura de adelgazamiento. La sueca estaba sentada en el sillón. Se levantó de un salto al verlo entrar.

—¿Estás mejor?

—Sí. Gracias.

—Lo tengo todo preparado, si tienes apetito.

La mesa ya estaba puesta. Los salmonetes, sacados del frigorífico, sólo esperaban que se los comieran. Se sentaron. Mientras se servían, Montalbano preguntó:

—¿Por qué no me has esperado en el bar de Marinella?

—Salvo, ¿después de una hora?

—Claro, perdona. ¿Por qué no has venido en coche?

—Estoy sin él. Lo he llevado al mecánico. Un amigo me ha acompañado al bar. Después, al ver que no aparecías, decidí venir aquí, dando un paseo. Más tarde o más temprano regresarías a casa.

Mientras comían, el comisario la miró. Ingrid estaba cada vez más guapa. Junto a las comisuras de los labios tenía ahora unas pequeñas arrugas que le conferían un aspecto más maduro y consciente. ¡Qué mujer tan extraordinaria! Ni siquiera se le había pasado por la cabeza preguntarle cómo se había lastimado la espalda. Comía por el placer de comer, se habían repartido escrupulosamente los salmonetes, a tres por barba. Y bebía con fruición: ya iba por el tercer vaso cuando Montalbano aún no había apurado el primero.

—¿Qué querías de mí?

La pregunta sorprendió al comisario.

—No te entiendo.

—Salvo, me llamaste para decirme que...

¡El videocasete! Lo había olvidado.

—Quería enseñarte una cosa. Pero antes, terminemos. ¿Quieres fruta?

Después, una vez sentada Ingrid en el sillón, cogió la cinta.

—¡Esta película ya la he visto! —protestó la mujer.

—No se trata de ver la película, sino una grabación que hay en la cinta.

Colocó el casete, puso en marcha el vídeo y se sentó en el otro sillón. Después, con el mando a distancia, la pasó en avance rápido hasta que apareció el encuadre de la cama vacía que el cámara estaba tratando de enfocar.

—Me parece un comienzo muy prometedor —dijo la sueca, sonriendo.

Salió un espacio en negro. Y después volvió a aparecer la imagen de la cama en la que esta vez se veía a la amante de Nenè Sanfilippo tumbada en la misma posición que «La maja desnuda». Un instante después, Ingrid se levantó, sorprendida y turbada.

—¡Pero si ésta es Vanja! —dijo, casi a gritos.

Montalbano jamás había visto a Ingrid tan alterada, jamás, ni siquiera la vez en que ambos se las habían ingeniado para que ella pareciera sospechosa de un delito o casi.

—¿La conoces?

—Claro.

—¿Sois amigas?

—Bastante.

Montalbano apagó el televisor.

—¿Cómo has obtenido esta cinta?

—¿Lo hablamos allí? Vuelvo a sentir un poco de dolor.

Se acostó. Ingrid se sentó en el borde de la cama.

—Así estoy incómodo —se quejó el comisario.

Ingrid se levantó, lo sostuvo y le colocó la almohada detrás de la espalda para que pudiera permanecer medio incorporado. Montalbano le estaba cogiendo gusto a tener una enfermera.

—¿Cómo has obtenido la cinta? —volvió a preguntar Ingrid.

—La encontró mi subcomisario en casa de Nenè Sanfilippo.

—¿Quién es ése? —preguntó Ingrid, arrugando la frente.

—¿No lo sabes? Aquel veinteañero que murió de un disparo hace unos días.

—Sí, he oído hablar de él. Pero ¿por qué tenía la cinta?

La sueca era absolutamente sincera y parecía auténticamente sorprendida de todo aquel asunto.

—Porque era su amante.

—Pero ¿cómo? ¿Un jovencito?

—Sí. ¿Jamás te habló de él?

—Jamás. Por lo menos, jamás me dijo el nombre. Vanja es muy reservada.

—¿Cómo os conocisteis?

—Verás, en Montelusa las extranjeras bien casadas somos dos inglesas, una americana, dos alemanas, Vanja, que es rumana, y yo. Hemos creado una especie de club, así, medio en broma. ¿Tú sabes quién es el marido de Vanja?

—Sí, el doctor Ingrò, el cirujano de los trasplantes.

—Bueno, por lo que yo tengo entendido, no es un hombre muy agradable. Vanja, a pesar de que él le lleva por lo menos veinte años, durante algún tiempo vivió bien con él. Después el amor se terminó, también por parte de su marido. Empezaron a verse cada vez menos, pues él estaba siempre de viaje por ahí.

—¿Tenía amantes?

—Que yo sepa, no. Ella le ha sido muy fiel a pesar de todo.

—¿Qué significa «a pesar de todo»?

—Por ejemplo, ya no mantenían relaciones. Y Vanja es una mujer que...

—Comprendo.

—Después, hace unos tres meses, cambió. Parecía más alegre y más triste al mismo tiempo. Comprendí que estaba enamorada. Se lo pregunté. Me dijo que sí. Me pareció comprender que era por encima de todo una pasión física.

—Me gustaría conocerla.

—¿A quién?

—¿Cómo a quién? A tu amiga.

—¡Pero si hace quince días que se fue!

—¿Sabes adónde?

—Claro. A un pueblecito cerca de Bucarest. Tengo la dirección y el número de teléfono. Me ha escrito dos líneas. Dice que ha tenido que regresar a Rumania porque su padre no está muy bien tras su caída en desgracia y su salida del Ministerio.

—¿Sabes cuándo vuelve?

—No.

—¿Conoces bien al doctor Ingrò?

—Lo habré visto tres veces como máximo. Una vez estuvo en mi casa. Es un sujeto muy elegante, pero antipático. Por lo visto, tiene una colección extraordinaria de cuadros. Vanja dice que eso de los cuadros es una especie de enfermedad. Se ha gastado en ellos una cantidad increíble de dinero.

—Piénsalo antes de contestar: ¿sería capaz de matar o de hacer matar al amante de Vanja si descubriera que ella lo traiciona?

Ingrid soltó una carcajada.

—¡Qué va! ¡Últimamente Vanja le importaba un bledo!

—Pero ¿no sería posible que hubiera obligado a Vanja a marcharse para alejarla del amante?

—Eso sí, podría ser. En caso de que lo haya hecho, habrá sido para evitar posibles rumores y habladurías desagradables. Pero no es un hombre capaz de ir más lejos.

Ambos se miraron en silencio. Ya no había nada más que decir. De repente, a Montalbano se le ocurrió una cosa.

—Si no tienes coche, ¿cómo te irás?

—¿Llamo un taxi?

—¿A esta hora?

—Pues entonces, me quedo a dormir aquí.

Montalbano empezó a notar una leve sensación de sudor en la frente.

—¿Y tu marido?

—No te preocupes.

—Mira, vamos a hacer una cosa. Coges mi coche y te vas.

—¿Y tú?

—Mañana por la mañana pediré que vengan a recogerme.

Ingrid lo miró en silencio.

—¿Me consideras una puta en celo? —preguntó muy seria, con cierta melancolía en la mirada.

El comisario se avergonzó.

—Quédate, será un placer —dijo con toda sinceridad.

Como si siempre hubiera vivido en aquella casa, Ingrid abrió un cajón de la cómoda de siete cajones y sacó una camisa limpia.

—¿Me la puedo poner?

En mitad de la noche, Montalbano, medio adormilado, se dio cuenta de que tenía un cuerpo de mujer acostado a su lado. Sólo podía ser Livia. Alargó una mano y la apoyó en una nalga lisa y compacta. De repente, una descarga eléctrica lo fulminó. Santo cielo, no era Livia. Retiró de golpe la mano.

—Vuelve a dejarla donde estaba —le dijo la voz pastosa de Ingrid.

—Son las seis y media. El café está listo —dijo Ingrid, tocándole cuidadosamente el hombro lastimado.

El comisario abrió los ojos. Ingrid llevaba puesta únicamente su camisa.

—Perdona que te haya despertado tan temprano. Pero tú mismo me dijiste antes de quedarte dormido que a las ocho tenías que estar en la comisaría.

Se levantó. Le dolía menos, pero el apretado vendaje le dificultaba los movimientos. La sueca se lo quitó.

—Cuando te hayas lavado, te lo volveré a poner.

Se tomaron el café. Montalbano tuvo que utilizar la mano izquierda, pues la derecha aún la tenía entumecida. ¿Cómo se las arreglaría para lavarse? Ingrid pareció leerle el pensamiento.

—Yo me encargo de eso —dijo.

En el cuarto de baño ayudó al comisario a quitarse los calzoncillos y ella se quitó la camisa. Montalbano evitó cuidadosamente mirarla. En cambio, Ingrid parecía que llevara diez años casada con él.

Bajo la ducha ella lo enjabonó. Montalbano no reaccionaba, tenía la sensación, y le agradaba que así fuera, de haber vuelto a la infancia, cuando unas manos amorosas efectuaban sobre su cuerpo aquel mismo trabajo.

—Percibo evidentes señales de despertar —le dijo Ingrid entre risas.

Montalbano miró hacia abajo y se ruborizó. Las señales eran más que evidentes.

—Perdona, lo lamento.

—¿Qué lamentas, ser hombre? —preguntó Ingrid.

—Abre el grifo del agua fría, será mejor —dijo el comisario.

Después vino el calvario del secado. Se puso los calzoncillos con un suspiro de alivio, como si fueran la señal de la desaparición del peligro. Antes de vendarlo, Ingrid se vistió. De esta manera, todo se pudo desarrollar con más tranquilidad por parte del comisario. Antes de salir de casa, se tomaron otra taza de café. Ingrid se sentó al volante.

—Ahora tú me dejas en la comisaría y te vas a Montelusa con mi coche —dijo Montalbano.

—No —dijo Ingrid—, te dejo en la comisaría y cojo un taxi. Me resulta más fácil que devolverte el coche.

A lo largo de medio trayecto, permanecieron en silencio. Pero un pensamiento atormentaba el cerebro del comisario, el cual, en determinado momento, se armó de valor y preguntó:

—¿Qué ha ocurrido esta noche entre nosotros dos?

Ingrid se rió.

—¿No lo recuerdas?

—No.

—¿Para ti es importante recordarlo?

—Más bien sí.

—Está bien. ¿Sabes qué ha ocurrido? Nada, si tus escrúpulos prefieren un no.

—¿Y si no tuviera esos escrúpulos?

—Pues entonces, ha ocurrido de todo. Lo que más te convenga.

Hubo una pausa.

—¿Crees que, después de esta noche, nuestras relaciones han cambiado? —preguntó Ingrid.

—Absolutamente no —contestó con toda sinceridad el comisario.

—Entonces ¿por qué haces preguntas?

El razonamiento tenía su lógica. Y Montalbano se abstuvo de hacer más preguntas. Mientras se detenía delante de la comisaría, ella preguntó:

—¿Quieres el número de teléfono de Vanja?

—Por supuesto.

Mientras Ingrid, tras haber abierto la portezuela, ayudaba a Montalbano a bajar, Mimì Augello apareció en la puerta de la comisaría y se detuvo en seco, contemplando la escena con interés. Ingrid se alejó rápidamente, tras haber besado suavemente en la boca al comisario. Mimì la siguió mirando por detrás hasta que la perdió de vista. Haciendo un gran esfuerzo, el comisario subió a la acera.

—Me duele todo —dijo, pasando junto a Augello.

—¿Ves lo que ocurre cuando uno no está en forma? —replicó éste con una sonrisita.

El comisario le hubiera roto los dientes de un puñetazo, pero temió lastimarse el brazo.

Dieciséis

—Bueno, Mimì, escúchame con atención pero sin distraerte del volante. Ya tengo un hombro hecho polvo, no quisiera sufrir más daños. Y, sobre todo, no me interrumpas con preguntas, porque de otro modo pierdo el hilo. Me las harás todas al final. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Y no me preguntes cómo he descubierto ciertas cosas.

—De acuerdo.

—Y tampoco detalles inútiles, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. Pero, antes de que empieces, ¿te puedo hacer una?

—Sólo una.

—Aparte del brazo, ¿también te has herido la cabeza?

—¿Adónde quieres ir a parar?

—Me estás atacando los nervios con tanto preguntarme si estoy de acuerdo. ¿Es que tienes una obsesión? Declaro que estoy de acuerdo con todo, incluso con las cosas que ignoro. ¿Te parece bien así? Suelta el rollo.

—La señora Margherita Griffo tenía un hermano y una hermana, Giuliana, maestra de escuela, que vivía en Trapani.

—¿Murió?

—¿Lo ves? ¿Lo ves? —saltó el comisario—. ¡Y pensar que me lo habías prometido! ¡Y me sales con una pregunta absurda! ¡Si te digo que vivía, es evidente que murió!

Augello no rechistó.

—Margherita no se hablaba con su hermana desde que eran jóvenes, por una cuestión de herencia. Pero un día ambas hermanas hicieron las paces. Cuando Margherita se entera de que Giuliana está a punto de morir, va a verla en compañía de su marido. Se alojan en casa de Giuliana. Desde hace mucho tiempo, ésta vive con una amiga suya, la señorita Baeri. Los Griffo averiguan que Giuliana ha dejado a su hermana en el testamento un antiguo establo rodeado por un pequeño terreno en un lugar de Vigàta llamado El Moro, el lugar hacia el que ahora nos estamos dirigiendo. Es una herencia de carácter puramente sentimental, pues carece de valor. Al día siguiente del entierro, cuando los Griffo se encuentran todavía en Trapani, llama alguien que manifiesta interés por el antiguo establo. El comunicante ignora que Giuliana ha muerto. Entonces, la señorita Baeri le pasa a Alfonso Griffo. Y hace bien, pues la mujer de éste es la nueva propietaria. Ambos hablan por teléfono. Alfonso se muestra evasivo acerca del contenido de la conversación telefónica. Se limita a decirle a su mujer que ha llamado un hombre que vive en su mismo edificio.

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