—¡Dios bendito! ¡Nenè Sanfilippo! —exclamó Mimì, dando un bandazo.
—O conduces bien o no te cuento nada más. Que los propietarios del antiguo establo sean los ocupantes del piso de arriba es para Nenè una feliz casualidad.
—Un momento. ¿Estás seguro de que se trata de una casualidad?
—Sí, es una casualidad. Entre paréntesis, si tengo que aguantar tus preguntas, exijo que éstas sean inteligentes. Es una casualidad. Sanfilippo no sabía que Giuliana había muerto y no tenía el menor interés en fingir. No sabía que el antiguo establo había pasado a manos de la señora Griffo porque el testamento aún no se había hecho público.
—De acuerdo.
—Pocas horas después, ambos se reúnen.
—¿En Vigàta?
—No, en Trapani. Cuanto menos lo vean en Vigàta con los Griffo tanto mejor para Sanfilippo. Me apuesto los huevos a que Sanfilippo le cuenta al viejo la historia de un amor apasionado y peligroso... si se descubre la relación, podría producirse una catástrofe... En resumidas cuentas, necesita el antiguo establo para convertirlo en vivienda ocasional. Pero habrá que respetar ciertas normas. No se pagará el impuesto de sucesión; si la cosa se descubre, lo abonará Sanfilippo; los Griffo no podrán poner los pies en su propiedad; a partir de aquel momento, cuando se crucen en Vigàta no deberán siquiera saludarse; los Griffo tampoco podrán hablar a su hijo del asunto. En su afán por ganar dinero, los viejos aceptan las condiciones y se embolsan los primeros dos millones.
—¿Por qué necesitaba Sanfilippo un lugar tan aislado?
—No para convertirlo en un picadero. Entre otras cosas, no dispone de agua y no hay retrete. Si se te escapa, lo haces al aire libre.
—¿Pues entonces?
—Tú mismo te darás cuenta. ¿Ves aquella capillita? Más adelante hay un sendero a mano izquierda. Tómalo y conduce despacio, es una pendiente muy inclinada.
La puerta estaba apoyada en la jamba exactamente tal y como él la había dejado la víspera. Nadie había entrado. Mimì la apartó, entraron e inmediatamente el cuarto les pareció más pequeño de lo que era.
Augello miró a su alrededor en silencio.
—Lo han limpiado todo —dijo.
—¿Ves todas estas tomas? —preguntó Montalbano—. Se hace instalar la luz y el teléfono, pero no pone un retrete. Éste era su despacho, el lugar adonde podía venir cada día a realizar su trabajo de empleado.
—¿Empleado?
—Claro. Trabajaba por cuenta de terceros.
—¿Y quiénes eran esos terceros?
—Los mismos que le habían encargado la búsqueda de un lugar aislado, lejos de todo y de todos. ¿Quieres que plantee algunas hipótesis? En primer lugar, traficantes de droga. En segundo, pederastas. Y después hay toda la larga serie de gente siniestra que utiliza Internet. Desde aquí, Sanfilippo podía establecer contacto con todo el mundo. Navegaba, encontraba, establecía comunicación y después informaba a sus jefes. La cosa se prolongó sin ningún contratiempo durante dos años. Después ocurrió algo grave; tuvieron que largarse, cortar todos los vínculos y borrar las huellas. Sanfilippo convenció a los Griffo de que hicieran una bonita excursión a Tindari.
—Pero ¿con qué objeto?
—Les debió de soltar cualquier chorrada a aquellos pobres viejos. Por ejemplo, que el peligroso marido había descubierto la aventura amorosa y que quizá los querría matar a ellos dos por ser cómplices... A él se le había ocurrido una idea estupenda: ¿por qué no hacían aquella excursión a Tindari? Al enfurecido cornudo no se le pasaría por la cabeza irlos a buscar a bordo de un autocar... Mejor que se ausentaran un día de su casa; habían intervenido unos amigos en el asunto e intentarían aplacar las iras del cornudo... Él también hará la misma excursión, pero en coche. Los viejos, muertos de miedo, aceptan. Sanfilippo dice que seguirá el desarrollo de los acontecimientos a través de su teléfono móvil. Antes de llegar a Vigàta, el viejo deberá pedir una parada extra. Así Sanfilippo los podrá mantener al corriente de la situación. Todo se desarrolla según lo previsto. Salvo que, en la última parada antes de llegar a Vigàta, Sanfilippo les dice a los viejos que aún no se ha conseguido resolver nada y que será mejor que pasen la noche fuera de casa. Los invita a subir a su automóvil y después los entrega al verdugo. En aquel momento, todavía no sabe que él también está destinado a morir.
—Aún no me has explicado por qué era necesario alejar a los Griffo. ¡Si ellos ni siquiera sabían dónde estaba su propiedad!
—Alguien tenía que entrar en su casa y hacer desaparecer los documentos de dicha propiedad. Por ejemplo, la copia del testamento. Alguna carta de Giuliana a su hermana en la que le comunicaba a ésta que la recordaría con aquel legado. Cosas de este tipo. El encargado de llevarse los documentos encuentra también una libreta postal de ahorro con una suma que resultaría excesiva para dos pobres jubilados. La hace desaparecer. Pero comete un error. Despertará mis sospechas.
—Salvo, a mí esta historia de la excursión a Tindari no me convence, por lo menos, tal como la reconstruyes tú. ¿Qué necesidad había de eso? ¡Aquella gente podía entrar con cualquier pretexto en casa de los Griffo y hacer lo que les diera la gana!
—Sí, pero después hubiera tenido que matarlos allí mismo en su apartamento. Y habría provocado la alarma de Sanfilippo, a quien los asesinos seguramente le dijeron que no tenían la menor intención de matarlos, sino tan sólo de pegarles un buen susto... Y, además, ten en cuenta que su mayor interés era hacernos creer que entre la desaparición de los Griffo y el asesinato de Sanfilippo no había ningún nexo. En efecto: ¿cuándo empezamos nosotros a comprender que ambas historias estaban relacionadas entre sí?
—Puede que tengas razón.
—Sin puede, Mimì. Después, tras haber vaciado todo esto de aquí con la ayuda de Sanfilippo, se llevan al chaval. Quizá con la excusa de hablar de la reorganización del despacho. Y, entre tanto, hacen en su apartamento lo mismo que habían hecho en casa de los Griffo. Se llevan los recibos de la luz y del teléfono de la casita, por poner un ejemplo. Recordarás que no los encontramos. Hacen que Sanfilippo regrese a casa bien entrada la noche y...
—¿Qué necesidad tenían de que volviera a casa? Lo podían matar en el lugar adonde lo habían llevado.
—Y entonces, en el mismo edificio, habría habido tres misteriosas desapariciones.
—Es verdad.
—Sanfilippo vuelve a casa, ya es casi de día, baja del coche, introduce la llave en la cerradura del portal y, entonces, el que lo estaba esperando lo llama.
—Y, a partir de aquí, ¿cómo seguimos? —preguntó Augello tras una breve pausa.
—No lo sé —contestó Montalbano—. De aquí ya nos podemos ir. Es inútil que llamemos a la Científica para las huellas dactilares. Hasta el techo habrán limpiado con lejía.
Subieron al coche y se alejaron de aquel lugar.
—Fantasía no te falta, desde luego —comentó Mimì tras haber repasado la reconstrucción del comisario—. Cuando te jubiles, podrías dedicarte a escribir novelas.
—Escribiría novelas de misterio, con toda seguridad. Y no merece la pena.
—¿Por qué lo dices?
—Ciertos críticos y catedráticos, o aspirantes a serlo, consideran las novelas de misterio un género menor hasta el punto de que en las historias de la literatura ni siquiera se las menciona.
—Y a ti, ¿qué carajo te importa? ¿Quieres entrar en la historia de la literatura con Dante y Manzoni?
—Me daría vergüenza.
—Pues entonces, escríbelas y basta.
Al cabo de un rato, Augello añadió:
—Eso quiere decir que ayer fue un día perdido.
—¿Por qué?
—¿Cómo que por qué? ¿Acaso lo has olvidado? No hice más que reunir información acerca del profesor Ingrò tal como acordamos cuando todavía pensábamos que a Sanfilippo lo habían matado por un asunto de cuernos.
—Ah, ya. De acuerdo, pero dímelo de todos modos.
—Es un personaje de auténtica fama mundial. Entre Vigàta y Caltanissetta hay una clínica muy discreta a la que acuden muy pocos y selectos
vips
. Fui a verla por fuera. Es una mansión rodeada por un muro muy alto, con un espacio enorme en su interior. Piensa que hasta puede aterrizar un helicóptero. Hay dos guardias armados. Me he informado y me han dicho que la mansión está momentáneamente cerrada. Pero el doctor Ingrò opera prácticamente donde quiere.
—¿Dónde está actualmente?
—¿Sabes una cosa? Aquel amigo mío que lo conoce dice que se ha retirado a su mansión de la playa entre Vigàta y Santolì. Dice que está pasando por un mal momento.
—Quizá porque se ha enterado de la traición de su mujer.
—Es posible. Este amigo me ha dicho que hace más de dos años el doctor también tuvo un momento de crisis, pero que después se recuperó.
—Y se ve que aquella vez su amante esposa también...
—No, Salvo, aquella vez fue una causa mucho más grave, según me han dicho. No se sabe nada seguro, son sólo rumores. Al parecer, se expuso a ir a la cárcel por culpa de una elevada cantidad de dinero para comprar un cuadro. No la tenía. Firmó unos cheques sin fondos y hubo amenazas de denuncia. Después consiguió reunir el dinero y todo se arregló.
—¿Dónde guarda los cuadros?
—En una cámara acorazada. En su casa sólo cuelga reproducciones. —Tras otra pausa, Augello preguntó en tono cauteloso—: Y tú, ¿qué hiciste con Ingrid?
Montalbano se erizó.
—Mimì, no me gusta este tipo de conversación.
—Pero si yo te estaba preguntando si habías averiguado algo acerca de Vanja, la mujer de Ingrò.
—Ingrid sabía que Vanja tenía un amante, pero ignoraba su nombre. Hasta el extremo de que no estableció ninguna relación entre su amiga y el asesinato de Nenè Sanfilippo. De todos modos, Vanja se ha ido, ha regresado a Rumania para ver a su padre, que está enfermo. Se fue antes de que mataran a su amante.
Ya estaban llegando a la comisaría.
—Sólo por curiosidad, ¿has leído la novela de Sanfilippo?
—Te aseguro que no he tenido tiempo. La he hojeado. Es curioso: algunas páginas están muy bien escritas y otras muy mal.
—¿Me la quieres llevar a la comisaría después de comer?
Al entrar vio a Gallo en la centralita.
—¿Dónde está Catarella, que no lo he visto desde esta mañana?
—Lo han llamado a Montelusa para un cursillo de actualización informática. Volverá esta tarde a las cinco y media.
—Entonces ¿qué hacemos? —volvió a preguntar Augello, que había seguido a su jefe.
—Mira, Mimì. El jefe superior me ha ordenado que me ocupe sólo de asuntos de escasa importancia. A tu juicio, los asesinatos de los Griffo y de Sanfilippo, ¿son unos asuntos de escasa o de gran importancia?
—De gran importancia. Muy grande.
—Pues entonces, no son asunto nuestro. Tú prepárame un informe para el jefe superior, limitándote a exponer exclusivamente los hechos, no lo que pienso yo, sobre todo. De esta manera, él se los encargará al jefe de la Móvil si entre tanto se le ha pasado la diarrea o lo que sea.
—¿Y nosotros le vamos a servir calentita una historia como ésta? —replicó Augello—. ¡Y ésos ni siquiera nos darán las gracias!
—¿Tanto empeño tienes en que te den las gracias? Tú procura redactarlo bien. Mañana por la mañana me lo traes y yo lo firmo.
—¿Qué significa que lo redacte bien?
—Que tienes que aderezarlo con cosas como «tras personarnos en el lugar, y por ende, de lo cual se deduce, ello no obstante». Así se encontrarán en su terreno y con su lenguaje, y tomarán el asunto en consideración.
Se pasó una hora sin hacer nada. Después llamó a Fazio.
—¿Hay alguna noticia de Japichinu?
—Nada, oficialmente sigue estando en la clandestinidad.
Por su parte, Gallo le habló de un grupo de albaneses que se habían escapado del campo de concentración, es decir, el campo de acogida.
—¿Los habéis encontrado?
—Ni uno solo, señor comisario. Y no los encontraremos.
—¿Por qué?
—Porque son fugas concertadas con otros albaneses que ya han echado raíces aquí. Un compañero mío de Montelusa dice que hay algunos que se escapan para regresar a Albania. Echan las cuentas y descubren que en su casa estaban mejor. Un millón de liras por barba para venir y dos para volver a casa. Los intermediarios siempre salen ganando.
—¿Qué es eso, un chiste?
—A mí no me lo parece —contestó Gallo.
Después sonó el teléfono. Era Ingrid.
—Te llamo para darte el número de Vanja.
Montalbano lo anotó. En lugar de despedirse, Ingrid le dijo:
—He hablado con ella.
—¿Cuándo?
—Antes de llamarte a ti. Ha sido una conversación muy larga.
—¿Quieres que nos veamos?
—Sí, es mejor. Tengo el coche, ya me lo han devuelto.
—Muy bien, así me cambiarás el vendaje. Reunámonos a la una en la
trattoria
San Calogero.
Había algo que no le gustaba en la voz de Ingrid, parecía intranquila.
Entre los dones que
u Signiruzzu
le había otorgado, la sueca poseía también el de la puntualidad. Entraron, y lo primero que vio el comisario fue una pareja sentada a una mesa para cuatro: Mimì y Beba. Augello se levantó de un salto. A pesar de ser dueño de un rostro más duro que el cemento, se había ruborizado ligeramente. Hizo un gesto para invitar a su mesa a Ingrid y al comisario. Se estaba repitiendo a la inversa la escena de unos cuantos días atrás.
—No quisiéramos molestar... —dijo el muy hipócrita de Montalbano.
—¡No es ninguna molestia! —replicó el todavía más hipócrita Mimì.
Las mujeres se presentaron entre sí y se sonrieron. Una sonrisa sincera y cordial, que el comisario agradeció al cielo. Comer con dos mujeres que no se tenían simpatía tenía que ser una prueba muy difícil. Pero la aguda mirada de policía de Montalbano observó un detalle que lo preocupó: entre Mimì y Beatrice se advertía una especie de tensión. ¿O acaso su presencia los cohibía? Los cuatro pidieron lo mismo: unos entremeses de marisco y un plato gigante de pescado a la plancha. A medio comerse el lenguado, Montalbano comprendió que entre su subcomisario y Beba se debía de haber producido una pelea que quizá su llegada había interrumpido. ¡Jesús! Habría que procurar que los dos hicieran las paces antes de levantarse. Se estaba devanando los sesos en busca de una solución cuando vio cómo la mano de Beba se posaba suavemente sobre la de Mimì. Augello miró a la chica, la chica miró a Mimì. Por un instante, ambos se ahogaron el uno en los ojos del otro. ¡Paz! ¡Habían hecho las paces! Al comisario la comida le sentó mejor.