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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

La excursión a Tindari (18 page)

BOOK: La excursión a Tindari
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—Me parece que no hablan.

—¿Qué significa que te parece?

—Es que la cinta no la he visto seguida. He ido saltando.

De pronto, apareció una imagen. Una cama de matrimonio con una sábana blanca y dos almohadas colocadas a modo de cabezal, una de ellas apoyada directamente contra la pared de color verde claro. Se veían también dos mesitas de noche muy elegantes, de madera clara. No era el dormitorio de Sanfilippo. A lo largo de otro minuto no ocurrió nada, pero era evidente que el que manejaba la cámara estaba buscando el enfoque apropiado, todo aquel blanco deslumbraba. La pantalla se quedó a oscuras. Después apareció de nuevo el mismo encuadre, pero más de cerca, las mesitas de noche no se veían. Esta vez en la cama había una treintañera completamente desnuda, espléndidamente bronceada y filmada de cuerpo entero. La depilación destacaba porque allí la piel parecía de marfil, evidentemente protegida de los rayos del sol por un tanga. En cuanto la vio, el comisario experimentó una sacudida. ¡La conocía, seguro! ¿Dónde se habían visto? Un segundo después rectificó: no, no la conocía, pero, en cierto modo, ya la había visto. En las páginas de un libro, en una reproducción. Porque la mujer, con sus larguísimas piernas y la pelvis sobre la cama, el resto del cuerpo levantado sobre las almohadas, ligeramente inclinada hacia la izquierda y con las manos cruzadas detrás de la cabeza, era la viva imagen de «La maja desnuda» de Goya. Pero no era sólo la postura la causa de la impresión errónea de Montalbano: la desconocida iba peinada como la maja, pero aquí la mujer esbozaba una leve sonrisa.

«Como la
Gioconda
», pensó el comisario, que ahora ya se había puesto en plan de hacer comparaciones pictóricas.

La cámara estaba parada, como hechizada por la imagen que estaba filmando. La desconocida permanecía tumbada sobre la sábana y las almohadas, completamente a sus anchas, relajada, en su elemento. Una auténtica furcia.

—¿Es la que tú pensabas mientras leías las cartas?

—Sí —contestó Augello.

¿Puede un solo monosílabo contener todo el orgullo del mundo? Mimì consiguió que cupiera en él por entero.

—Pero ¿cómo lo has hecho? Creo que la has visto de pasada algunas veces. Y siempre vestida.

—Verás, en las cartas él la pinta. Mejor dicho, no: no hace un retrato sino un grabado.

¿Por qué razón aquella mujer, cuando se hablaba de ella, hacía evocar cuestiones relacionadas con el arte?

—Por ejemplo —añadió Mimì—, habla de la desproporción entre la longitud de las piernas y la del busto que, fíjate bien, en comparación, tendría que ser un poquito menos corto de lo que es. Y después describe el peinado, la forma de los ojos...

—Comprendo —dijo Montalbano, dominado por un acceso de envidia.

No cabía duda, Mimì tenía un ojo especial para las mujeres.

Entre tanto, la cámara había enfocado los pies, subiendo muy despacio por el cuerpo de la mujer para detenerse brevemente en el pubis, el ombligo y los pezones, y terminar finalmente en los ojos.

¿Cómo era posible que las pupilas de la mujer estuvieran iluminadas por una luz interior tan fuerte que su mirada daba la sensación de estar rodeada por un halo de fosforescencia hipnótica? ¿Qué era aquella mujer, un peligroso animal nocturno? Miró con más detenimiento y se tranquilizó. No eran ojos de bruja, las pupilas reflejaban la luz de los focos utilizados por Nenè Sanfilippo para iluminar mejor la escena. La cámara se desplazó hacia la boca. Los labios, dos llamas que ocupaban todo el vídeo, se movieron, se entreabrieron, la punta gatuna de la lengua se asomó y recorrió primero el labio superior y después, el inferior. No era ninguna vulgaridad, y los dos hombres que contemplaban la escena se quedaron embobados ante la violenta sensualidad de aquel gesto.

—Retrocede y pon el sonido al máximo —dijo repentinamente Montalbano.

—¿Por qué?

—Ha dicho algo, estoy seguro.

Mimì así lo hizo. En cuanto apareció de nuevo el encuadre de la boca, un hombre murmuró algo ininteligible.

—Sí —contestó con toda claridad la mujer. Y empezó a pasarse la lengua por los labios.

O sea que había sonido. Poco, pero lo había. Augello lo dejó a todo volumen.

Después la cámara bajó hacia el cuello, lo rozó como una mano amorosa, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, y otra vez, y otra, una caricia de las que quitan el hipo. Y, en efecto, se oyó un leve gemido de la mujer.

—Es el mar —dijo Montalbano.

Mimì lo miró perplejo, apartando de mala gana los ojos de la pantalla.

—¿Qué?

—Este rítmico y continuo murmullo que se oye. No es un zumbido, una turbulencia de fondo. Es el rumor del mar cuando está un poco agitado. La casa donde están filmando está justo a la orilla del mar, como la mía.

Esta vez, la mirada de Mimì fue de admiración.

—¡Qué oído tan fino tienes, Salvo! Si eso es el rumor del mar, ya sé dónde hicieron la filmación.

El comisario se inclinó, cogió el mando a distancia y rebobinó la cinta.

—Pero ¿qué haces? —protestó Augello—. ¿No seguimos adelante? ¡Si te he dicho que lo he visto, saltándome trozos!

—Lo verás todo entero cuando te portes como un niño bueno. Entre tanto, ¿puedes hacerme un resumen de lo que conseguiste ver?

—Continúa así: los pechos, el ombligo, la barriga, el monte de Venus, los muslos, las piernas, los pies. Después ella se da la vuelta y la cámara la recorre de arriba abajo por detrás. Al final, ella vuelve a tumbarse boca arriba, cambia de posición para estar más cómoda, se coloca una almohada debajo del trasero y separa las piernas justo lo suficiente para que la cámara...

—Ya vale, ya vale —lo interrumpió Montalbano—. ¿Y no ocurre nada más? ¿Al hombre no se lo ve en ningún momento?

—Nunca. Y no ocurre nada más. Por eso te he dicho que no era una grabación pornográfica.

—Ah, ¿no?

—No. Esta filmación es un poema de amor.

Mimì tenía razón, y Montalbano no contestó.

—¿Me quieres presentar a la señora? —preguntó éste.

—Con mucho gusto. Se llama Vanja Titulescu, tiene treinta y un años, es rumana.

—¿Una refugiada?

—De ninguna manera. Su padre era ministro de Sanidad en Rumania. Y ella, Vanja, es licenciada en Medicina, pero aquí no ejerce. Su futuro marido, que ya era un personaje famoso en su especialidad, fue invitado a pronunciar un ciclo de conferencias en Bucarest. Se enamoraron o, por lo menos, él se enamoró de ella, se la trajo a Italia y se casó con ella, a pesar de llevarle unos veinte años; pero la chica aprovechó al vuelo la ocasión.

—¿Desde cuándo están casados?

—Desde hace cinco años.

—¿Me quieres decir quién es el marido? ¿O acaso pretendes contarme la historia por entregas?

—El profesor Eugenio Ignazio Ingrò, el mago de los trasplantes.

Un nombre célebre, salía en los periódicos y se lo veía en la televisión. Montalbano trató de evocarlo, y le vino a la memoria la imagen de un hombre alto y elegante, de verbo no muy fácil. Estaba considerado un cirujano de manos auténticamente prodigiosas y lo llamaban para operar desde toda Europa. Tenía también su propia clínica en Montelusa, donde había nacido y todavía residía.

—¿Tienen hijos?

—No.

—Perdona, Mimì, pero ¿todos estos datos los recogiste esta mañana tras haber visto la cinta?

Mimì esbozó una sonrisa.

—No, empecé a buscar información cuando comprendí que la mujer de las cartas era ella. La cinta sólo ha sido una confirmación.

—¿Qué más sabes?

—Que aquí en nuestra tierra, justo entre Vigàta y Santolì, tienen una mansión a la orilla del mar, con una pequeña playa privada. Seguramente grabaron la cinta allí, aprovechando un viaje del marido fuera de Montelusa.

—¿Él es celoso?

—Sí, pero no demasiado. Quizá porque acerca de ella no he recogido ningún rumor sobre cuernos. Ella y Sanfilippo fueron muy hábiles y lograron que nada trascendiera sobre su relación.

—Te voy a hacer una pregunta más concreta, Mimì. ¿El profesor Ingrò es un hombre capaz de matar o de hacer matar al amante de su mujer si descubriera la traición?

—¿Por qué me lo preguntas a mí? Esta pregunta se la tendrías que hacer a Ingrid, que es su amiga. Por cierto, ¿cuándo la verás?

—Nos habíamos citado para esta noche, pero lo he tenido que aplazar.

—Ah, sí, me has hablado de un asunto importante, una cosa que tenemos que hacer esta noche. ¿De qué se trata?

—Ahora te lo digo. El casete lo dejas aquí, conmigo.

—¿Se lo quieres enseñar a la sueca?

—Eso es. Así pues, para cerrar provisionalmente el asunto, ¿tú qué piensas acerca del asesinato de Nenè Sanfilippo?

—¿Y qué quieres que piense, Salvo? Más claro que eso... El profesor Ingrò descubre de alguna manera la aventura y manda asesinar al chaval.

—¿Y por qué no también a ella?

—Porque se habría armado un tremendo escándalo de carácter internacional. Y él no puede tener en su vida privada ninguna sombra capaz de provocar una reducción de sus ingresos.

—Pero ¿acaso no es rico?

—Riquísimo. O, por lo menos, lo podría ser si no tuviera una manía que le cuesta un montón de dinero.

—¿Juega?

—No, no juega. Quizá por Navidad o al siete y medio. No, tiene la manía de los cuadros. Dicen que en las cámaras acorazadas de muchos bancos hay depositados cuadros suyos de inmenso valor. Delante de un cuadro que le gusta, no resiste la tentación. Sería capaz de mandar robarlo. Una mala lengua me ha dicho que, si el propietario de un Degas le propusiera intercambiarlo por Vanja, su mujer, aceptaría sin dudar. ¿Qué te ocurre, Salvo? ¿No me escuchas?

Augello se había percatado de que su jefe tenía la cabeza en otro sitio. En efecto, el comisario se estaba preguntando por qué razón, en cuanto se mencionaba o se veía a Vanja Titulescu, siempre salía algo relacionado con la pintura.

—Entonces me parece haber comprendido —dijo Montalbano— que, a tu juicio, el instigador del homicidio de Sanfilippo es el médico.

—¿Quién si no?

El pensamiento del comisario voló hacia la fotografía que aún se encontraba encima de la mesita de noche. Pero enseguida abandonó aquel pensamiento, pues primero tenía que escuchar la respuesta de Catarella, el nuevo oráculo.

—¿Me dices de una vez qué es eso que tenemos que hacer esta noche? —preguntó Augello.

—¿Esta noche? Nada, vamos a buscar al nietecito adorado de Balduccio Sinagra, Japichinu.

—¿El prófugo de la justicia? —preguntó Mimì, levantándose de un salto.

—Sí, señor, el mismo.

—¿Y tú sabes dónde está escondido?

—Todavía no, pero nos lo dirá un cura.

—¿Un cura? Pero ¿qué coño es esta historia? Ahora me la vas a contar desde el principio sin omitir ningún detalle.

Montalbano se la contó desde el principio sin omitir ningún detalle.

—¡Virgen santísima! —exclamó Augello al final, sosteniéndose la cabeza entre los puños.

Parecía la ilustración de un manual ochocentista de interpretación teatral correspondiente a la voz «Desasosiego».

Doce

Catarella contempló primero la fotografía tal como hacen los miopes, acercándosela a los ojos, y después, tal como hacen los présbitas, manteniéndola a la distancia de un brazo extendido. Al final, hizo una mueca.


Dottori
, con el «esconiador» que yo tengo de seguro seguramente que no se podrá. Se la he de llevar a mi amigo de confianza.

—¿Cuánto tardarás?

—Menos de dos horas,
dottori
.

—Vuelve lo antes que puedas. ¿Quién se quedará en la centralita?

—Galluzzo. Ah,
dottori
, le quería decir que el señor huérfano le espera desde esta mañana a primera hora porque quiere hablar con usted.

—¿De qué huérfano hablas?

—Se llama Griffo, ese que le han matado el padre y la madre. Ese que dice que no entiende cómo hablo.

Davide Griffo iba vestido de negro, de luto riguroso. Despeinado, con el traje arrugado y aspecto de persona agotada. Montalbano le tendió la mano y lo invitó a sentarse.

—¿Lo han mandado llamar para el reconocimiento oficial?

—Sí, por desgracia. Llegué a Montelusa ayer a última hora de la tarde. Me han acompañado a verlos. Después... después regresé al hotel y me tumbé en la cama tal como estaba, no me encontraba bien.

—Lo comprendo.

—¿Hay alguna novedad, comisario?

—Todavía ninguna.

Se miraron a los ojos, ambos desolados.

—¿Sabe una cosa? —dijo Davide Griffo—. No es por deseo de venganza por lo que espero con ansia que atrapen a los asesinos. Sólo quisiera comprender por qué lo han hecho.

Era sincero, él también ignoraba cuál era la que Montalbano llamaba «la enfermedad secreta» de sus padres.

—¿Por qué lo han hecho? —volvió a preguntar Davide Griffo—. ¿Para robar el billetero de papá o el bolso de mamá?

—¿Eh? —dijo el comisario.

—¿No lo sabía?

—¿Que se llevaron el billetero y el bolso? No. Estaba seguro de que encontrarían el bolso bajo el cuerpo de la señora. Y no miré en los bolsillos de su padre. Por otra parte, ni el billetero ni el bolso hubieran tenido importancia.

—¿Eso es lo que usted cree?

—Por supuesto que sí. Los que han matado a sus padres nos hubieran permitido encontrar posteriormente el billetero y el bolso debidamente aligerados de cualquier cosa que pudiera colocarnos tras sus huellas.

Davide Griffo se perdió en un recuerdo.

—Mi madre no se separaba jamás del bolso, a veces yo le tomaba el pelo por eso. Le preguntaba qué tesoros guardaba en su interior.

De repente, se sintió embargado por la emoción y desde lo más hondo de su pecho surgió una especie de sollozo.

—Discúlpeme. Como me han devuelto sus objetos personales, la ropa, la calderilla que mi padre tenía en el bolsillo, las alianzas matrimoniales, las llaves de la casa.... Mire, he venido a verlo para pedirle permiso... en fin, quería preguntarle si puedo entrar en el piso y empezar a hacer el inventario...

—¿Qué piensa usted hacer con el piso? Era de propiedad, ¿verdad?

—Sí, lo compraron haciendo grandes sacrificios. Lo venderé cuando llegue el momento. Ahora ya no tengo muchos motivos para regresar a Vigàta.

Otro sollozo reprimido.

—¿Sus padres tenían otras propiedades?

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