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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

La excursión a Tindari (15 page)

BOOK: La excursión a Tindari
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Tras haberse echado el debido rapapolvo, el comisario superó ágilmente aquel breve momento de autocrítica.

—Bueno, bueno. Pero ¿qué decía la carta?

Mimì esperó un momento antes de contestar.

—Bien, en un primer momento, él se enfada mucho porque ella se ha depilado.

—¿Y por qué se tenía que enfadar? Todas las mujeres se depilan las axilas.

—No se refería a las axilas.

—Ah —dijo Montalbano.

—Depilación total, ¿comprendes?

—Sí.

—Después, en las cartas siguientes, él le va cogiendo gusto a la novedad.

—Pero bueno, ¿qué importancia tiene todo eso?

—¡Es importante! Porque yo, perdiendo el sueño y también la vista, creo haber descubierto quién era la amante de Nenè Sanfilippo. Ciertas descripciones que él hace de su cuerpo, unos mínimos detalles, son mejores que una fotografía. Como tú ya sabes, a mí me gusta mirar a las mujeres.

—No sólo mirarlas.

—De acuerdo. Y he llegado al convencimiento de que puedo identificar a esa señora. Porque estoy seguro de haberla visto. Basta muy poco para identificarla con toda seguridad.

—¡Muy poco! Pero, Mimì, ¿cómo se te ocurre? Tú quieres que yo vaya a esa señora y le diga: «Soy el comisario Montalbano. Señora, por favor, bájese un momento las bragas.» ¡Ésa como mínimo me manda al manicomio!

—Por eso he pensado en Ingrid. Si la mujer es la que yo creo, la he visto algunas veces en Montelusa en compañía de la sueca. Deben de ser amigas.

Montalbano hizo una mueca.

—¿No te convence? —preguntó Mimì.

—Me convence. Pero toda esta cuestión plantea un gran problema.

—¿Por qué?

—Porque yo no veo a Ingrid capaz de traicionar a una amiga.

—¿Traicionar? ¿Quién ha hablado de traición? Se puede buscar alguna manera, colocarla en una situación en que se le escape alguna palabra...

—¿Como qué, por ejemplo?

—Pues, qué sé yo, tú invitas a Ingrid a cenar, después te la llevas a casa, le haces beber un poco de aquel vino tinto nuestro que las vuelve locas y...

—¿... me pongo a hablarle de vello? ¡A ésa le da un ataque si empiezo a hablar de ciertas cosas con ella! ¡De mí no se lo espera!

A Mimì se le aflojó la boca de puro asombro.

—¿Que no se lo espera? Pero dime una cosa, ¿tú e Ingrid...? ¿Nunca?

—¿Qué estás insinuando? —replicó, irritado, Montalbano—. ¡Yo no soy como tú, Mimì!

Augello lo miró un instante y después juntó las manos en actitud de oración y elevó los ojos al cielo.

—¿Qué haces?

—Mañana envío una carta a Su Santidad —contestó, compungido, Mimì.

—¿Qué le quieres decir?

—Que te canonice en vida.

—No me gustan tus tonterías —dijo bruscamente el comisario.

Mimì volvió a ponerse repentinamente muy serio. A veces, con su jefe, en ciertas cuestiones tenía que ir con pies de plomo.

—De todos modos, con respecto a Ingrid, dame un poco de tiempo para pensarlo.

—De acuerdo, pero no te tomes demasiado, Salvo. Tú sabes que una cosa es un asesinato por motivos de cuernos y otra es...

—Comprendo muy bien la diferencia, Mimì. Y no eres tú quien me la tiene que enseñar. En comparación conmigo, tú todavía estás en mantillas.

Augello encajó el comentario sin contestar. Antes se había equivocado de tecla, hablando de Ingrid. Convenía hacerle pasar el mal humor.

—Hay otra cosa de la que te quería hablar, Salvo. Ayer, después de comer, Beba me invitó a su casa.

A Montalbano se le pasó el mal humor de golpe. Contuvo la respiración. ¿Acaso entre Mimì y Beatrice ya había ocurrido lo que podía ocurrir, en un abrir y cerrar de ojos? En caso de que Beatrice se hubiera ido inmediatamente a la cama con Mimì, lo más probable era que todo terminara en agua de borrajas. Y entonces Mimì regresaría inevitablemente a su Rebeca.

—No, Salvo, no hemos hecho lo que estás pensando —dijo Augello, como si tuviera el poder de leerle el pensamiento—. Beba es una buena chica. Muy seria.

¿Qué decía Shakespeare? Ah, sí: «Tus palabras son mi alimento.» Por consiguiente, si Mimì hablaba de aquella manera, aún había esperanza.

—En determinado momento, ella fue a cambiarse de ropa. Yo me quedé solo y cogí una revista que había en la mesita. La abrí y cayó una fotografía que había entre las páginas. Mostraba el interior de un autocar con los pasajeros acomodados en sus asientos. En posición de guardia, y de espaldas, estaba Beba con una sartén en la mano.

—Cuando regresó, ¿le preguntaste en qué ocasión...?

—No. Me pareció, ¿cómo diría?, indiscreto. Volví a dejar la fotografía en su sitio, y ya está.

—¿Por qué me lo cuentas?

—Se me ha ocurrido una idea. Si, en el transcurso de estos viajes, se hacen fotografías de recuerdo, es posible que haya alguna por ahí correspondiente a la excursión a Tindari, esa en la que participaron los Griffo. Si existen esas fotografías, puede que se consiguiera averiguar algo, aunque, en realidad, no sé qué podría ser.

No se podía negar que Augello había tenido una salida ingeniosa. Y no cabía duda de que esperaba una palabra de alabanza. Que no recibió. Fría y desvergonzadamente, el comisario no le quiso dar esa satisfacción. Muy al contrario.

—Mimì, ¿has leído la novela?

—¿Qué novela?

—Si no me equivoco, junto con las cartas, te entregué una especie de novela que Sanfilippo...

—No, aún no la he leído.

—¿Por qué?

—¿Cómo que por qué? ¡Si me estoy quemando las pestañas con aquellas cartas! Antes de leer la novela, quiero saber si he acertado en la identificación de la amante de Sanfilippo.

Mimì se levantó.

—¿Adónde vas?

—Tengo un compromiso.

—Mimì, esto no es un hotel en el que...

—Le prometí a Beba que la llevaría a...

—Bueno, bueno. Por esta vez, puedes ir —dijo Montalbano, concediéndole magnánimamente permiso.

—¿Oiga? ¿La empresa Malaspina? Soy el comisario Montalbano. ¿Está el conductor Tortorici?

—Acaba de regresar ahora mismo. Está aquí, a mi lado. Se lo paso.

—Buenas tardes, señor comisario —dijo Tortorici.

—Perdone que lo moleste, pero necesito una información.

—A sus órdenes.

—¿Podría decirme si, durante las excursiones, se toman fotografías?

—Bueno, sí... pero...

Parecía perplejo y hablaba con un leve tartamudeo.

—¿Se hacen fotografías sí o no?

—Per... perdone, señor comisario. ¿Lo puedo llamar yo dentro de cinco minutos como máximo?

Llamó cuando aún no habían transcurrido ni cinco minutos.

—Comisario, le pido nuevamente perdón, pero no podía hablar delante del jefe.

—¿Por qué?

—Verá usted, señor comisario, la paga es muy baja.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Pues sí que tiene que ver... yo la redondeo, señor comisario.

—Explíquese mejor, Tortorici.

—Casi todos los pasajeros llevan su cámara fotográfica. En el momento de salir, yo les digo que en el autocar está prohibido hacer fotografías. Que podrán hacer las que quieran cuando lleguen a destino. El permiso de hacer fotografías durante el viaje está reservado exclusivamente a mí. Todos tragan y nadie protesta.

—Perdone, pero, si usted está ocupado conduciendo, ¿quién se encarga de hacer las fotografías?

—Le pido al vendedor o a alguno de los pasajeros que las tomen. Después las hago revelar y las vendo a los que quieren conservar un recuerdo.

—¿Y por qué no quería que el contable lo oyera?

—Porque no le he pedido permiso para hacer fotografías.

—Bastaría con pedírselo y todo arreglado.

—Ya, y entonces ése con una mano me daría el permiso y con la otra me exigiría un tanto por ciento. Gano una miseria, señor comisario.

—¿Usted guarda los negativos?

—Claro.

—¿Me puede facilitar los de la última excursión a Tindari?

—¡Ésas ya las tengo todas reveladas! Tras la desaparición de los Griffo, no tuve valor para venderlas. Pero ahora que ya se sabe que los han matado, estoy seguro de que las venderé todas, incluso al doble de su precio habitual.

—Mire, vamos a hacer una cosa. Yo le compro las fotografías reveladas y le dejo los negativos. Y usted los podrá vender como quiera.

—¿Cuándo las quiere?

—Cuanto antes.

—Ahora tengo que ir forzosamente a hacer un recado a Montelusa. ¿Le parece bien que se las lleve a la comisaría esta noche sobre las nueve?

¿Había cometido una incorrección? Una más no importaría. Tras la muerte de su suegro, Ingrid y su marido habían cambiado de casa. Buscó el número y lo marcó. Era la hora de cenar, y la sueca, cuando podía, prefería comer en familia.

—Tú habla «ki» yo escucha —contestó una voz femenina al teléfono.

Ingrid había cambiado de casa, pero no había cambiado de costumbre con respecto a las sirvientas: se las buscaba de la Tierra del Fuego, del Kilimanjaro o del Círculo Polar Ártico.

—Soy Montalbano.

—¿«Kómo» tú decir?

Debía de ser una aborigen australiana. Un coloquio entre ella y Catarella hubiera sido memorable.

—Montalbano. ¿Está la señora Ingrid?

—Ella «ki» está «komiendo».

—¿Le quieres avisar?

Transcurrieron varios minutos. De no haber oído unas voces de fondo, el comisario habría pensado que se había cortado la comunicación.

—¿Con quién hablo? —preguntó finalmente Ingrid, en tono circunspecto.

—Soy Montalbano.

—¡Eres tú, Salvo! La chica me ha dicho que había un hortelano al teléfono. ¡Cuánto me alegra oírte!

—Ingrid, lo siento muchísimo, pero necesito tu ayuda.

—¡Tú te acuerdas de mí sólo cuando te puedo ser útil!

—¡Vamos, Ingrid! Se trata de una cosa muy seria.

—De acuerdo, ¿qué quieres?

—¿Mañana por la noche podríamos cenar juntos?

—Claro que sí. Lo dejo todo. ¿Dónde nos vemos?

—En el bar de Marinella, como siempre. A las ocho, si para ti no es demasiado temprano.

Colgó el teléfono, contento y turbado a la vez. Mimì lo había colocado en una situación muy desagradable: ¿qué expresión debería adoptar y qué palabras podría utilizar para hacer preguntas a Ingrid acerca de una amiga suya que se depilaba? Ya se estaba viendo colorado como un tomate y bañado en sudor, balbuciendo preguntas incomprensibles a una sueca cada vez más muerta de risa... De repente, se quedo petrificado. Puede que hubiera una salida. Si Nenè Sanfilippo había introducido en el ordenador su epistolario erótico, ¿no cabía la posibilidad de que...?

Cogió las llaves del apartamento de Via Cavour y salió corriendo.

Diez

Con la misma rapidez con que él estaba saliendo de la comisaría, Fazio estaba entrando en ella. Y se produjo un inevitable choque frontal digno de las mejores películas cómicas: puesto que ambos tenían la misma estatura y mantenían la cabeza inclinada, corrieron el peligro de cornearse como ciervos en berrea.

—¿Adónde va? Tengo que hablar con usted —dijo Fazio.

—Pues hablemos —contestó Montalbano.

Regresaron al despacho de Montalbano; Fazio cerró con llave la puerta y se sentó con una sonrisa de satisfacción en los labios.

—Listo, señor comisario.

—¿Cómo que listo? —preguntó, asombrado, Montalbano—. ¿A la primera?

—Sí, señor, a la primera. El padre Crucillà es un cura muy astuto. Es capaz, mientras dice la Santa Misa, de controlar con un espejo retrovisor lo que hacen los feligreses en la iglesia. En resumen, nada más llegar a Montereale, entré en la iglesia y me senté en un banco de la última fila. No había ni un alma. Poco después, el padre Crucillà salió de la sacristía con los ornamentos, seguido de un monaguillo. Creo que debía de llevar los Santos Óleos a algún moribundo. Me miró al pasar, para él yo era un rostro desconocido, y yo también lo miré a él. Permanecí clavado en el banco dos horas escasas, hasta que volvió. Nos volvimos a mirar. Estuvo unos diez minutos en la sacristía y salió otra vez, siempre en compañía del monaguillo. Al llegar a mi altura, me saludó con los cinco dedos de la mano bien abiertos. Según usted, ¿qué me quiso decir?

—Que quería que regresaras a la iglesia a las cinco.

—Lo mismo pensé yo. ¿Ve usted qué astuto es? Si yo hubiera sido un simple feligrés, aquel saludo habría sido un simple saludo, y si era, por el contrario, la persona enviada por usted, el saludo ya no era un saludo sino una cita para las cinco.

—¿Qué hiciste?

—Me fui a comer.

—¿En Montereale?

—No, señor comisario, no soy tan tonto como usted cree. En Montereale sólo hay dos
trattorie
y conozco a un montón de gente. No quería que me vieran en el pueblo. Como tenía tiempo, me fui por la parte de Bibera.

—¿Tan lejos?

—Sí, señor, pero valía la pena. Me habían dicho que hay un sitio donde se come como Dios.

—¿Cómo se llama? —preguntó de inmediato Montalbano con sincero interés.

—Se llama Casa Peppuccio. Pero guisan que da asco. A lo mejor, no era un día adecuado; a lo mejor, el propietario, que es también el cocinero, no estaba de humor. Si va por allí alguna vez, acuérdese de no acercarse a este Peppuccio. En resumen, a las cinco menos diez ya estaba otra vez en la iglesia. Esta vez había algunas personas, dos varones y siete u ocho mujeres. Todos ancianos. A las cinco en punto, el padre Crucillà salió de la sacristía y miró a los feligreses. Tuve la sensación de que me estaba buscando con los ojos. Después entró en el confesionario y corrió la cortinilla. Se acercó enseguida una mujer que estuvo como mínimo un cuarto de hora. Pero ¿de qué tendría que confesarse?

—Seguramente, de nada —dijo Montalbano—. Van a confesarse para hablar con alguien. Ya sabes cómo son los viejos, ¿no?

—Entonces yo me levanté, y me senté en otro banco más próximo al confesionario. Después de la vieja, se acercó otra. Esta tardó unos veinte minutos. Cuando terminó, me tocó a mí. Me arrodillé, me santigüé y dije: «Don Crucillà, soy la persona enviada por el comisario Montalbano.» Tardó un poco en contestar y después me preguntó cómo me llamaba. Le di mi nombre, y entonces él me dijo: «Hoy aquello no se puede hacer. Mañana por la mañana, antes de la primera misa, te vuelves a confesar.» «Perdone, pero ¿a qué hora es la primera misa?», pregunté yo. «A las seis; tú tienes que venir a las seis menos cuarto. Tienes que decirle al comisario que esté preparado porque aquello lo haremos seguramente mañana cuando oscurezca», contestó. Después añadió: «Ahora te levantas, te santiguas, vuelves a sentarte en el mismo sitio de antes, rezas cinco avemarías y tres padrenuestros, vuelves a santiguarte y te vas.»

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