—Nyberg dijo que querías hablar conmigo.
—¿Qué tal con las lonas?
—Estamos cubriendo lo que podemos. Martinsson ha llamado al Instituto Nacional de Meteorología para preguntar cuánto durará este tiempo. Seguirá toda la noche. Luego habrá una pausa de unas horas hasta el próximo chubasco. Y entonces además soplará con fuerza un viento cálido.
Se había formado un charco en el suelo de la cocina alrededor de las botas de Svedberg. Pero Wallander no se molestó en pedirle que se descalzara. El secreto sobre la muerte de Wetterstedt seguramente no se hallaba en su cocina.
Svedberg se sentó y se secó el pelo con un pañuelo.
—Recuerdo vagamente que una vez me contaste que de joven te interesaba la historia de los indios americanos —empezó Wallander—. ¿O me equivoco?
Svedberg le miró con asombro.
—Es cierto —dijo—. Leía mucho sobre ellos. Nunca me molesté en ver las películas que de todas formas no explicaban la verdad. Me estuve carteando con un experto en indios al que llamaban Uncas. Ganó un concurso en la televisión. Creo que yo ni siquiera había nacido cuando ocurrió. Él me enseñó mucho.
—Supongo que te preguntarás por qué quiero saberlo —continuó Wallander.
—Pues, no —contestó Svedberg—. Porque a Wetterstedt le han arrancado la cabellera.
Wallander le miró atentamente.
—¿Es así?
—Si arrancar la cabellera es un arte, esto es casi la perfección. Un corte con un cuchillo afilado en la frente. Luego unos cortes hacia las sienes para poder estirar con fuerza.
—Murió del hachazo en la columna vertebral —continuó Wallander—. Un poco por debajo de los omóplatos. Svedberg se encogió de hombros.
—Los guerreros indios golpeaban en la cabeza —dijo—. Es difícil dar un golpe en la columna vertebral. Tienes que mantener el hacha torcida. Es más difícil aún si la persona a la que vas a matar se está moviendo.
—Pero ¿si está quieta?
—De todos modos no es algo propio de los indios —dijo Svedberg—. Por lo general no suelen asesinar a la gente por la espalda. Ni siquiera acostumbran asesinar.
Wallander apoyó la frente en la mano.
—¿Por qué me preguntas eso? —dijo Svedberg—. No es muy probable que sea un indio quien haya matado a Wetterstedt.
—¿Quién arranca cabelleras? —interrogó Wallander.
—Un loco —contestó Svedberg—. Una persona que hace eso no puede estar bien de la cabeza. Tenemos que atraparlo cuanto antes.
—Lo sé —dijo Wallander.
Svedberg se levantó y desapareció. Wallander fue a buscar un trapo y secó el suelo. Luego entró donde estaba Ann-Britt Höglund. Eran cerca de las diez y media.
—Tu padre no parecía muy contento —dijo cuando él se situó detrás de ella—. Pero creo que lo que más le irritaba era el hecho de que no le hubieras llamado antes.
—Tiene razón —contestó Wallander—. ¿Qué has encontrado?
—Muy poco —contestó ella—. Así por encima parece que no han robado nada. Ningún armario forzado. Creo que debía de tener una asistenta para cuidar esta casa tan grande.
—¿Por qué crees eso?
—Por dos razones. Una, porque hay una diferencia entre cómo limpia un hombre y cómo lo hace una mujer. No me preguntes por qué. Es así.
—¿Y la otra?
—He encontrado una agenda donde pone «chacha» y un horario. Dos veces al mes se repite la anotación.
—¿En serio ha escrito «chacha»?
—Una vieja palabra precisa y despreciativa.
—¿Puedes ver cuándo estuvo aquí por última vez?
—El jueves pasado.
—Eso explica por qué todo parece recién ordenado.
Wallander se dejó caer en la silla de las visitas al otro lado del escritorio.
—¿Cómo estaba lo de allí abajo? —preguntó ella.
—Un hachazo en la columna vertebral. Muerte instantánea. El asesino le arranca la cabellera y desaparece.
—Antes dijiste que creías que habían sido al menos dos.
—Lo sé —dijo—. Pero ahora sólo sé que todo esto no me gusta nada. ¿Por qué matan a un anciano que ha vivido aislado durante veinte años? ¿Y por qué le arrancan la cabellera?
Guardaron silencio. Wallander pensaba en la chica envuelta en llamas. En el hombre al que le habían arrancado el pelo. Y en la lluvia que caía. Intentó resistirse a las visiones desagradables y pensar en cómo Baiba y él se habían acurrucado detrás de una de las dunas de arena, en Skagen, para protegerse del viento. Sin embargo, la chica continuaba corriendo con el cabello en llamas. Y Wetterstedt estaba en una camilla camino de Malmö.
Se obligó a rechazar los pensamientos y miró a Ann-Britt Höglund.
—Hazme un resumen —le pidió—. ¿Qué piensas tú? ¿Qué es lo que ha pasado? Cuéntamelo. Sin reservas.
—Ha salido —dijo—. Un paseo hasta la playa para encontrarse con alguien o para moverse un poco. Sólo pensaba dar un paseo corto.
—¿Por qué?
—Los zuecos. Viejos y gastados. Incómodos pero adecuados cuando sólo sales un momento.
—¿Qué más?
—Ocurrió por la noche. ¿Qué dijo el médico de la hora?
—Todavía no estaba seguro. Continúa. ¿Por qué por la noche?
—El riesgo de ser visto es demasiado grande durante el día. En esta época del año la playa casi nunca está desierta.
—¿Qué más?
—No hay un motivo aparente, aunque creo intuir que el asesino tenía un plan.
—¿Por qué?
—Porque se toma tiempo para esconder el cadáver.
—¿Por qué lo hace?
—Para retrasar el hallazgo. Para tener tiempo de escapar.
—Pero nadie le ha visto. ¿Por qué dices que es un hombre?
—No es muy probable que una mujer le parta la columna vertebral a alguien. Una mujer desesperada podría asestarle un hachazo en la cabeza a su marido pero no le arrancaría la cabellera. Es un hombre.
—¿Qué sabemos del asesino?
—Nada. A no ser que sepas algo que desconozco.
Wallander negó con la cabeza.
—Más o menos has dicho lo que sabemos —dijo—. Creo que es hora de que dejemos la casa a Nyberg y a su gente.
—Se montará un buen jaleo alrededor de este asunto —dijo.
—Sí —contestó Wallander—. Mañana comenzará. Puedes estar contenta de irte de vacaciones.
—Hansson ya me ha preguntado si las puedo retrasar —contestó ella—. He dicho que sí.
—Vete a casa ahora —dijo Wallander—. Voy a decirles a los demás que nos veremos mañana a las siete de la mañana para repartir el trabajo de la investigación.
Cuando Wallander se quedó solo en la casa, la volvió a registrar. Se dio cuenta de que tenían que formarse una opinión sobre quién había sido realmente Gustaf Wetterstedt.
Conocían una de sus costumbres, la de que cada noche a una hora exacta llamaba a su madre. Pero ¿y las costumbres que todavía desconocían? Wallander volvió a la cocina y buscó un papel en uno de los cajones. Luego se hizo una lista como recordatorio para la reunión inicial de investigación que tendría lugar a la mañana siguiente. Unos minutos más tarde Nyberg entró en la casa. Se quitó el impermeable mojado.
—¿Qué es lo que quieres que busquemos? —preguntó.
—El lugar del crimen —contesto Wallander—. De momento no existe. Quiero excluir que le hayan matado aquí dentro. Quiero que examines la casa de la manera que sueles hacerlo.
Nyberg asintió con la cabeza y desapareció de la cocina. Un poco más tarde Wallander oyó cómo reñía a uno de sus colaboradores. Wallander pensó que debía irse a casa y dormir unas horas. Luego decidió registrar la vivienda una vez más. Empezó por el sótano. Una hora después se encontraba en el piso superior. Entró en el gran dormitorio de Wetterstedt. Abrió su armario ropero. Separó los trajes y buscó en el fondo del armario. Podía oír desde el piso inferior la voz irritada de Nyberg. Estaba a punto de cerrar las puertas del armario cuando descubrió un pequeño maletín en un rincón. Se agachó y lo sacó. Se sentó encima de la cama y lo abrió. Había una cámara. Wallander estimó que no era especialmente cara. Vio que era más o menos del mismo tipo que la que Linda se había comprado el año anterior y que había un carrete puesto. De las treinta y seis fotos estaban hechas siete. Volvió a guardarla dentro del maletín. Luego bajó a ver a Nyberg.
—Hay una cámara en este maletín —dijo—. Quiero que mandes a revelar las fotos cuanto antes.
Era casi la media noche cuando dejó la casa de Wetterstedt. La lluvia seguía cayendo sin parar.
Condujo directamente hasta su casa.
Cuando llegó a su apartamento se sentó en la cocina. Se preguntaba qué habría en las fotos.
La lluvia golpeaba los cristales.
De repente advirtió que un temor le acechaba.
Había ocurrido algo. Pero ahora presentía que esto sólo era el principio de algo mucho peor.
La mañana del jueves 23 de junio el ambiente no era precisamente verbenero en la comisaría de Ystad. A Wallander le había despertado, a las dos y media de la madrugada, un periodista del Dagens Nyheter que había recibido la noticia de la muerte de Gustaf Wetterstedt de la policía de Östermalm. En el momento en que Wallander por fin había vuelto a dormirse, llamó el Expressen. A Hansson también le habían despertado durante la noche. Cuando se reunieron en la sala de conferencias poco después de las siete, todos estaban pálidos, ojerosos y cansados. Nyberg también estaba presente, a pesar de haber estado trabajando en el registro de la casa de Wetterstedt hasta las cinco de la mañana. De camino a la sala, Hansson dijo a Wallander que debía encargarse de todo.
—Creo que Björk sabía que esto iba a ocurrir —dijo Hansson—. Fue por eso por lo que se marchó.
—No se fue —dijo Wallander—. Le ascendieron. Además no tenía la facultad de adivinar el futuro. Le bastaba con preocuparse por lo que sucedía a diario a su alrededor.
Wallander sabía que la responsabilidad de organizar la investigación sobre el asesinato de Wetterstedt recaería sobre él. La primera gran dificultad residía en que les faltaba personal durante el verano. Pensó agradecido que Ann-Britt Höglund estaba dispuesta a retrasar sus vacaciones. Pero ¿qué pasaría con sus días libres? Sus planes dentro de dos semanas eran estar camino de Skagen con Baiba.
Se sentó a la mesa contemplando las caras cansadas que le rodeaban. Todavía llovía, aunque empezaba a clarear. Ante sí tenía un montón de mensajes de llamadas telefónicas que le habían entregado en la recepción. Los apartó y golpeó la mesa con el lápiz.
—Hay que empezar ahora —dijo—. Lo peor que podía ocurrir ya ha ocurrido. Nos encontramos ante un caso de asesinato en época de vacaciones. Debemos intentar organizarnos como podamos. También tenemos por delante el fin de semana de San Juan que va a mantener ocupados a los agentes. Pero como siempre suele ocurrir algo que implica problemas también para el departamento de lo criminal, debemos programar la investigación teniéndolo en cuenta.
Nadie dijo nada. Wallander se dirigió a Nyberg preguntándole cómo iba la investigación forense.
—Si al menos amainara durante unas horas… —dijo Nyberg—. Si querernos encontrar el lugar del crimen tenemos que retirar la capa superficial de la arena. Es casi imposible hasta que no esté seca. Si no es así, sólo sacaremos masas compactas de tierra húmeda.
—He llamado al meteorólogo de Sturup hace un rato —añadió Martinsson—. Calcula que la lluvia cesará aquí, en Ystad, poco después de las ocho. Pero habrá una tormenta hacia la tarde. Y entonces volverá a llover, aunque luego las nubes se dispersarán.
—Algo es algo —dijo Wallander—. Suele haber menos problemas para nosotros si hace mal tiempo en la verbena de San Juan.
—Esta vez puede que nos ayude el fútbol —sugirió Nyberg—. No creo que la gente se emborrache menos pero se quedarán delante de los televisores.
—¿Qué pasa si Suecia pierde contra Rusia? —preguntó Wallander.
—No lo hará —contestó Nyberg con determinación—. Seguro que ganaremos.
Wallander se dio cuenta de que a Nyberg le interesaba el fútbol.
—Espero que tengas razón —replicó.
—Por lo demás, no hemos encontrado nada de interés alrededor del bote —prosiguió Nyberg—. También hemos examinado la zona de la playa entre el jardín de Wetterstedt y el bote, hasta el agua. Hemos recogido algunos objetos. Excepto uno, dudo que sean de interés.
Nyberg sacó una de sus bolsas de plástico y la puso sobre la mesa.
—Lo encontró uno de los policías que colocaban las cintas para cortar el paso. Es un aerosol. Uno de esos que deberían llevar las mujeres en el bolso para defenderse en caso de ser asaltadas.
—¿No están prohibidos en nuestro país? —preguntó Ann-Britt Höglund.
—Sí —dijo Nyberg—. Pero allí estaba. En la arena, un poco más allá del cordón policial. Vamos a comprobar si tiene huellas dactilares. Tal vez nos aporten algo.
Nyberg volvió a colocar la bolsa de plástico en su maleta.
—¿Un hombre solo puede darle la vuelta a ese bote? —inquirió Wallander.
—No, a no ser que se trate de una persona con una fuerza tremenda —contestó Nyberg.
—Eso significa que eran dos —dijo Wallander.
—El asesino puede haber retirado la arena de al lado del bote —añadió Nyberg vacilante—. Y haberla colocado de nuevo después de introducir a Wetterstedt.
—Existe esa posibilidad, naturalmente —dijo Wallander—. Pero ¿es probable?
Nadie alrededor de la mesa hizo ningún comentario.
—No hay nada que indique que el asesinato haya sido cometido dentro de la casa —continuó Nyberg—. No hemos encontrado huellas de sangre ni rastros del crimen. Tampoco han forzado la entrada de la casa. Si han robado algo no lo sé. Pero no da esa impresión.
—¿Has encontrado algo poco usual? —preguntó Wallander.
—Pienso que toda la casa es poco usual —dijo Nyberg—. Wetterstedt debía de tener mucho dinero.
Reflexionaron por un momento sobre el comentario de Nyberg. Wallander comprendió que le tocaba hacer un resumen.
—Lo más importante es que averigüemos cuándo fue asesinado Wetterstedt —empezó—. El médico que examinó el cuerpo opina que debió de ocurrir en la playa. Ha encontrado arena en la boca y en los ojos. Pero tenemos que esperar el resultado de los forenses. No hay ninguna pista ni un motivo evidente del asesinato. Debemos mirar en todas las direcciones y averiguar qué tipo de persona era Wetterstedt. ¿Con quiénes se veía? ¿Qué costumbres tenía? Debemos hacer un mapa de su carácter, averiguar cómo era su vida. Tampoco podemos olvidar el hecho de que hace veinte años era una persona muy conocida. Era ministro de Justicia. Para unos era muy popular, otros le odiaban. Siempre estuvo rodeado de rumores sobre distintos escándalos. ¿Puede haber venganza en el crimen? Le han asestado un hachazo y le han arrancado el pelo. Le han arrancado la cabellera. ¿Han ocurrido cosas así antes? ¿Podemos encontrar similitudes en asesinatos anteriores? Martinsson tendrá que calentar sus ordenadores. Tenía una asistenta del hogar con la que debemos hablar hoy mismo.