—¿Cuándo ocurrió eso? —interrumpió Wallander.
—A mediados de los sesenta. La había golpeado con un cinturón de cuero y con una hoja de afeitar le había hecho cortes en las plantas de los pies, decía la denuncia. Probablemente fue eso último, lo de las hojas de afeitar y las plantas de los pies, lo que caldeó el asunto. De repente, la perversión empezaba a ser interesante y tener valor para los lectores. El problema era que la policía había recibido una denuncia contra el más alto defensor de la seguridad judicial, después del rey, al que ya nadie hacía caso tras todos los escándalos judiciales de los años cincuenta. Por tanto, el asunto fue silenciado. La denuncia desapareció.
—¿Desapareció?
—Literalmente se esfumó.
—Pero ¿y la chica que la había hecho? ¿Qué fue de ella?
—De repente se convirtió en propietaria de una tienda de ropa muy lucrativa en Västerås.
Wallander movió la cabeza.
—¿Cómo sabes todo eso?
—En aquellos tiempos conocía a un periodista llamado Sten Lundberg. Había decidido remover el asunto. Pero cuando se empezó a rumorear que se acercaba a la verdad, le retiraron. En la práctica, le prohibieron escribir.
—¿Y lo aceptó?
—No tenía elección. Por desgracia tenía un punto débil que no podía ocultar. Era jugador. Tenla grandes deudas. Se rumoreó que esas deudas desaparecieron de repente. De la misma manera que la denuncia por malos tratos de la prostituta. Vuelta al principio. Y Gustaf Wetterstedt continuaba enviando al morfinómano a por chicas.
—Dijiste que había habido algo más —señaló Wallander.
—Se rumoreaba que estuvo involucrado en algunos de los robos de obras de arte que ocurrieron en Suecia durante su época como ministro de Justicia. Cuadros que nunca se encontraron y que ahora cuelgan en casas de coleccionistas que no tienen intención de mostrarlos en público. La policía arrestó una vez a un traficante de objetos robados, un intermediario. Lo hizo por equivocación, me temo. Juró que Gustaf Wetterstedt estaba metido en ello. Pero naturalmente nunca se pudo probar. Se ocultó. Los que taparon el agujero con tierra eran más que los que estaban abajo echando la tierra hacia arriba.
—No es precisamente una imagen bonita la que me pintas —dijo Wallander.
—¿Te acuerdas de lo que te he preguntado? ¿Quieres que te cuente la verdad o los rumores? Porque los rumores decían que Gustaf Wetterstedt era un político hábil, un luchador leal a su partido, una persona amable, culta y erudita. Es también lo que dirá su fama póstuma. Mientras una de las chicas a las que pegaba no se decida a difundir lo que sabe.
—¿Qué pasó cuando dimitió? —preguntó Wallander.
—Creo que se llevaba muy mal con un sector de los ministros jóvenes. Especialmente con las mujeres. Se produjo un gran cambio generacional. Creo que se dio cuenta de que su época había terminado. La mía también. Dejé de ser periodista. Después de que Wetterstedt llegase a Ystad nunca más volví a pensar en él. Hasta ahora.
—¿Te puedes imaginar a alguien que después de tanto tiempo estuviese dispuesto a matarle?
Lars Magnusson se encogió de hombros.
—Es imposible contestar a eso.
A Wallander le quedaba una sola pregunta.
—¿Puedes recordar si alguna vez oíste hablar de un asesinato en este país en el que le arrancasen la cabellera a la víctima?
Los ojos de Lars Magnusson se entornaron. Contempló a Wallander con un interés renovado.
—¿Le hicieron eso? No lo dijeron en la televisión. Si lo hubiesen sabido, lo habrían dicho.
—Que quede entre nosotros —pidió Wallander mirando a Lars Magnusson, que asintió con la cabeza—. No lo hemos querido divulgar aún —continuó—. Siempre nos podemos refugiar en el hecho de que no puede revelarse por lo que llamamos causas técnicas de la investigación. La excusa todopoderosa de la policía para presentar las verdades a medias. Pero esta vez es absolutamente cierto.
—Te creo —dijo Lars Magnusson—. O tal vez no. En realidad no importa, puesto que ya no soy periodista. Pero no recuerdo ningún asesino que arrancase cabelleras. Sin duda habría sido un titular fantástico. A Ture Svanberg le habría encantado. ¿Puedes evitar que haya filtraciones?
—No lo sé —respondió Wallander con sinceridad—. Por desgracia, tengo varias malas experiencias.
—No voy a vender la noticia —dijo Lars Magnusson.
Luego acompañó a Wallander a la puerta.
—¿Cómo coño soportas ser policía? —inquirió cuando Wallander ya salía por la puerta.
—No lo sé —contestó—. Te lo diré algún día, cuando lo sepa.
El tiempo había empeorado. Los vientos borrascosos tenían fuerza de tormenta. Wallander volvió a la casa de Wetterstedt. Algunos de los ayudantes de Nyberg estaban comprobando las huellas dactilares en el piso superior. Por el ventanal de la terraza Wallander vio a Nyberg encaramado en una escalera, que se mecía por el viento, al lado de la farola de la puerta del jardín. Tenía que agarrarse al poste para que el viento no derribara la escalera. Cuando Wallander iba a ayudarle vio que Nyberg comenzaba a bajar. Salió a recibirlo a la entrada de la casa.
—Eso podía esperar —dijo Wallander—. Has estado a punto de caerte de la escalera.
—Si me hubiese caído sin duda me habría hecho daño —comentó Nyberg enojado—. Y naturalmente podría haber dejado el examen de la farola para más tarde. Podría incluso haberlo olvidado y no se habría hecho nunca. Pero como fuiste tú quien me lo pidió y como respeto tu capacidad para llevar a cabo el trabajo, decidí echarle un vistazo. Pero te juro que sólo lo hice porque tú me lo pediste.
A Wallander le sorprendió el reconocimiento de Nyberg, aunque intentó no demostrarlo.
—¿Qué encontraste? —preguntó en cambio.
—La bombilla no estaba fundida —dijo Nyberg—. La habían desenroscado.
Wallander reflexionó un instante. Luego tomó una decisión.
—Espera un momento —dijo.
Entró en el salón y llamó a Sara Björklund. Ella misma contestó al teléfono.
—Siento molestarte tan tarde —empezó—. Pero tengo que hacerte una pregunta. ¿Quién cambiaba las bombillas en casa de Wetterstedt?
—Lo hacía él mismo.
—¿También las de fuera?
—Creo que sí. Él mismo cuidaba el jardín. Yo era probablemente la única persona que entraba en su casa.
«Aparte de los que iban en el coche negro», pensó Wallander.
—Hay una farola en la puerta del jardín —continuo—. ¿Solía estar encendida?
—Durante el otoño y el invierno, cuando estaba oscuro, siempre la tenía encendida.
—Eso es todo lo que quería saber —dijo Wallander—. Gracias por la información.
—¿Tienes fuerzas para subir a la escalera una vez más? —le preguntó a Nyberg cuando volvió al recibidor—. Me gustaría que pusieras una bombilla nueva.
—Las bombillas de recambio están en la habitación de detrás del garaje —dijo Nyberg, y empezó a calzarse las botas.
Volvieron a salir a la tormenta. Wallander sujetó la escalera mientras Nyberg enroscaba la bombilla. Se encendió inmediatamente. Nyberg colocó la pantalla de la farola y descendió otra vez de la escalera. Salieron a la playa.
—Hay una gran diferencia —comentó Wallander—. Está iluminado hasta el agua.
—Dime qué estás pensando —dijo Nyberg.
—Creo que el lugar donde le asesinaron está en alguna parte dentro de la zona iluminada —afirmó Wallander—. Si tenemos suerte, tal vez podamos encontrar huellas dactilares en la pantalla de la farola.
—¿Quieres decir que el asesino lo planeó todo? ¿Qué desenroscó la bombilla porque había demasiada luz?
—Sí —contestó Wallander—. Quiero decir más o menos eso. Nyberg regresó al jardín con la escalera. Wallander se quedó sintiendo la lluvia como latigazos en la cara.
La zona continuaba acordonada. Un coche de policía estaba aparcado justo encima de las dunas de arena que había más allá. Aparte de un hombre en una motocicleta, ya no quedaban curiosos.
Wallander se dio la vuelta y entró de nuevo en la casa.
Entró en el sótano poco después de las siete de la mañana y el suelo estaba frío bajo sus pies desnudos. Se quedó inmóvil escuchando. Luego cerró la puerta tras de sí y echó la llave. Se agachó para examinar la fina capa de harina que había extendido en el suelo la última vez que estuvo allí. Pero nadie había entrado en su mundo. No había marcas de pisadas en el polvo del suelo. Luego examinó las ratoneras. Había tenido suerte. En las cuatro jaulas había presas. En una de ellas estaba la rata más grande que jamás había visto.
«Una vez, hacia el final de su vida, Jerónimo le había hablado sobre un guerrero pawnee al que había vencido en su juventud. Se llamaba "Oso con Seis Garras", ya que había tenido seis dedos en la mano izquierda. Había sido su peor enemigo. En aquella ocasión, Jerónimo había estado a punto de morir a pesar de ser tan joven. Le cortó el sexto dedo a su enemigo y lo puso a secar al sol. Después lo llevó durante muchos años en una pequeña bolsa de cuero en su cinturón. »
Decidió probar una de sus hachas con la rata grande. En las pequeñas probaría el efecto que causaba el aerosol de defensa.
Pero aún faltaba mucho para eso. Primero debía experimentar el gran cambio. Se sentó delante de los espejos, dirigiendo la luz de forma que los reflejos no le dieran en la cara, y luego la contempló. En la mejilla izquierda se había hecho un pequeño corte. La herida ya estaba curada. El primer paso hacia el cambio final.
«El hachazo había sido perfecto. Había sido como partir un trozo de leña cuando le golpeó la columna vertebral al primer monstruo. En su interior había oído el júbilo de los espíritus. Había girado al monstruo boca arriba y le había arrancado la cabellera. Ahora estaba donde debía estar, enterrada en la tierra, con un mechón de pelo saliendo del suelo.»
Pronto habría allí otra cabellera.
Se miró la cara y reflexionó sobre si hacerse el nuevo corte al lado del primero. ¿O tal vez dejaría que el cuchillo estrenara la otra mejilla? En realidad daba igual. Al acabar, tendría toda la cara llena de cortes.
Empezó la minuciosa preparación. De la mochila sacó sus armas, las pinturas y los pinceles. Por último, el libro rojo, en el que estaban escritas las revelaciones y la misión. Lo colocó con cuidado entre él y los espejos.
«Fue ayer por la noche cuando enterró la primera cabellera. Había un guardia en la zona del hospital. Pero sabía dónde la verja estaba derrumbada. El pabellón de seguridad, con rejas tanto en las ventanas como en las puertas, estaba un poco apartado, en la parte exterior del terreno que parecía un parque. Cuando visitó a su hermana había calculado qué ventana era la suya. Estaba totalmente oscura. La luz tenue de un pasillo era la única que salía de la casa lúgubre y amenazadora. Había enterrado la cabellera y le susurró a su hermana que estaba de camino. Aniquilaría a los monstruos, uno tras otro. Después podría regresar al mundo.»
Se quitó la ropa de la parte superior del cuerpo. A pesar de que era verano se estremeció por el frío que aún hacía en el sótano. Abrió el libro rojo y pasó las hojas en las que había anotaciones sobre un hombre que se había llamado Wetterstedt, pero que ya no existía. En la página siete estaba descrita la segunda cabellera. Leyó lo que había escrito su hermana y pensó que esta vez usaría el hacha más pequeña.
Cerró el libro y contempló su rostro en el espejo. Tenía la forma de la cara de su madre, pero los ojos eran los de su padre, profundos como dos tímidas bocas de cañón. Precisamente por los ojos pensaba a veces que era una lástima que también su padre tuviese que ser sacrificado. Pero sólo por eso y sólo como una sensación de duda a la que se sobreponía de inmediato. Su primer recuerdo de infancia eran esos ojos. Le habían clavado la mirada, le habían amenazado, y más tarde nunca vio a su padre como otra cosa que unos ojos enormes con piernas, brazos y una voz rugiente.
Se secó la cara con una toalla. Luego empapó uno de los pinceles anchos en el color negro y se dibujó el primer trazo frontal, precisamente en el lugar en el que cortó la piel de la frente de Wetterstedt.
«Había pasado muchas horas tras el cordón policial. Había sido una gran vivencia ver a todos esos policías dedicar sus esfuerzos para intentar entender qué había ocurrido y quién había matado al hombre que ahora yacía debajo del bote de remos. En varias ocasiones había sentido la necesidad de gritar que había sido él.»
Eso era una debilidad que todavía no dominaba del todo. Lo que hacía, la misión que cogía del libro de las revelaciones de su hermana, era únicamente por el bien de ella, no por el suyo. Tenía que dominar esa debilidad.
Se dibujó la segunda línea de la frente. En ese momento, antes de que el cambio apenas hubiese empezado, notaba que una gran parte de su identidad externa le estaba abandonando.
No sabía por qué le habían puesto el nombre de Stefan. En una ocasión, una vez que su madre había estado más o menos sobria, se lo había preguntado. ¿Por qué Stefan? ¿Por qué ese nombre y no otro? Su respuesta había sido muy vaga. Un nombre bonito, había dicho. Eso lo recordaba. Un nombre bonito. Un nombre que estaba de moda. No sería el único en llevar ese nombre. Aún recordaba cómo le había indignado. La había dejado allí donde estaba, echada en el sofá del salón, y había salido de la casa. Luego había bajado al mar en la bici. Allí había paseado por la playa y escogido otro nombre. Había elegido Hoover. Como el del jefe del FBI. Había leído un libro sobre él. Se rumoreaba que corría una gota de sangre india por sus venas. Se había preguntado si él mismo, en el pasado, había tenido indios en la familia. Su abuelo materno le había contado que varios miembros de la familia habían emigrado a América hacía muchos años. Quizás alguno se juntara con un indio. Aunque la sangre no corriera directamente por sus venas, podría haberla en la familia.
No fue hasta más tarde, después de que hubieron recluido a su hermana en el hospital, cuando se decidió a unir a Jerónimo con Hoover. Había recordado cómo su abuelo le enseñó una vez a fundir el estaño vertiéndolo en moldes de yeso con formas de soldados en miniatura. Se había quedado con los moldes y el cucharón de estaño al morir su abuelo. Desde entonces habían estado guardados en una caja de cartón en el trastero del sótano. Ahora los había sacado y les había cambiado la forma, de manera que el estaño fundido formara una figura que podía ser tanto un policía como un indio. Muy tarde, una noche en la que todos estaban durmiendo y su padre estaba en la cárcel, y por tanto no podía entrar como un energúmeno a cualquier hora del día o de la noche, se había encerrado en la cocina y había realizado la gran ceremonia. Fundiendo a Hoover con Jerónimo, había creado su nueva identidad. Era un temible policía con el valor de un guerrero indio. Sería invulnerable. Nada le impediría exigir la venganza necesaria.