—Ambas cosas.
De repente comprendió por qué había preguntado por los trofeos.
—¿Piensas que ha arrancado las cabelleras para enseñárselas a alguien?
—No podemos excluirlo —contestó.
—No —dijo Wallander—. No podemos excluirlo. Ni eso ni ninguna otra cosa.
Estaba a punto de abandonar el despacho cuando se volvió.
—¿Llamas tú a Estocolmo? —preguntó Wallander.
—Hoy es San Juan —dijo ella—. No creo que estén de guardia.
—Entonces tendrás que llamar a casa de alguien —añadió Wallander—. Como no sabemos si va a atacar de nuevo, no podemos perder tiempo.
Wallander se dirigió a su despacho y se dejó caer en la silla de las visitas. Una de las patas crujía de manera sospechosa. La cabeza le dolía por el cansancio, la echó hacia atrás y cerró los ojos. En un momento se había dormido.
Se despertó de un sobresalto cuando alguien entró en el despacho. Miró rápidamente el reloj de pulsera y vio que había estado durmiendo cerca de una hora. El dolor de cabeza persistía. De todas maneras, se sintió algo menos cansado.
Era Nyberg quien había entrado. Tenía los ojos enrojecidos y el pelo alborotado.
—No era mi intención despertarte —se disculpó.
—Sólo estaba descansando —contestó Wallander—. ¿Tienes algo nuevo?
Nyberg negó con la cabeza.
—No mucho —dijo—. Lo único que me puedo imaginar es que el asesino de Carlman debió de quedar manchado de sangre. Anticipándose a la investigación forense, creo que se puede confirmar que el golpe vino directamente de arriba. Eso significa que el que asía el hacha estaba muy cerca.
—¿Estás seguro de que se trata de un hacha?
—No estoy seguro de nada —replicó Nyberg—. Naturalmente puede haber sido un sable grueso. U otra cosa, pero parecía que la cabeza estaba seccionada como un trozo de leña.
Wallander se mareó enseguida.
—Ya basta —dijo—. O sea, que el asesino se habrá manchado la ropa de sangre. Alguien puede haberle visto. Eso excluye a los invitados a la fiesta. Nadie estaba manchado de sangre.
—Hemos buscado a lo largo del seto —continuó Nyberg—. Indagamos a lo largo del campo de colza y hacia esa colina. El granjero que tiene el campo alrededor de la finca de Carlman me preguntó si podía segar la colza. Le dije que sí.
—Hiciste bien —dijo Wallander—. ¿No es muy tarde este año?
—Creo que sí —afirmó Nyberg—. Ya es San Juan.
—La colina —dijo Wallander.
—Alguien estuvo allí —aseguró Nyberg—. La hierba estaba pisoteada. En un sitio parece como si hubiese estado sentado alguien. Hemos tomado muestras de la hierba y de la tierra.
—¿Nada más?
—No creo que la vieja bicicleta tenga interés para nosotros —dijo Nyberg.
—El perro policía perdió el rastro —prosiguió Wallander—. ¿Porqué?
—Eso se lo tendrías que preguntar al adiestrador del perro —contestó Nyberg—. Pero puede ocurrir que una sustancia extraña se vuelva de repente tan fuerte que el perro pierda el rastro anterior. Hay muchas explicaciones a por qué un rastro misteriosamente se pierde de repente.
Wallander reflexionó sobre lo que Nyberg había dicho.
—Ve a casa a dormir —le ordenó después—. Pareces destrozado.
—Lo estoy —contestó Nyberg.
Cuando Nyberg se había marchado, Wallander entró en el comedor y se preparó un bocadillo. Una chica de la recepción fue a entregarle un montón de avisos de llamadas telefónicas. Los ojeó y vio que eran de los periodistas. Estuvo pensando si ir a casa a cambiarse de ropa. Luego se decidió por otra cosa totalmente diferente. Llamó a la puerta de Hansson y le comunicó que se iba a la finca de Carlman.
—He avisado que vamos a hablar con la prensa a la una —explicó Hansson.
—Para entonces estaré de vuelta —contestó Wallander—. Pero si no ocurre nada especial no quiero que me busquéis allí. Necesito pensar.
—Y todos necesitamos dormir —dijo Hansson—. Nunca me habría imaginado que tuviéramos un infierno como éste.
—Siempre llega cuando menos lo esperas —agregó Wallander.
Se fue a Bjäresjö en la hermosa mañana veraniega con la ventanilla lateral del coche abierto. Pensaba que hoy tendría que visitar a su padre. Además llamaría a Linda. Al día siguiente Baiba estaría de vuelta en Riga después de su viaje a Tallinn. En menos de quince días empezaban sus vacaciones.
Aparcó el coche junto al cordón policial que rodeaba la extensa finca de Carlman. Se habían formado pequeños grupos de curiosos en la carretera. Wallander saludó con la cabeza al policía que estaba de guardia en el cordón policial. Luego dio la vuelta al jardín y siguió el sendero hacia la colina. Se colocó en el lugar en el que el perro había perdido el rastro y miró a su alrededor.
«Había elegido la colina con cuidado. Desde aquí podía ver todo lo que acontecía en el jardín. También tiene que haber oído la música del establo. A medida que avanzaba la tarde había menos gente en el jardín. Los asistentes a la fiesta coinciden en que la gente iba entrando. Sobre las once y media, Carlman viene caminando hacia la glorieta en compañía de Madelaine Rhedin. ¿Qué haces entonces?»
Wallander no respondió a su propia pregunta, sino que se volvió y contempló la parte posterior de la colina. En la falda había unas huellas de tractor. Siguió la pendiente de hierba hasta la carretera. En una dirección, las huellas del tractor llevaban hacia un bosquecillo, en la otra hacia un camino que iba hasta la carretera principal de Malmö y de Ystad. Wallander siguió las huellas del tractor hacia el bosquecillo. Se adentró en la sombra de un grupo de altas hayas. La luz del sol brillaba entre el follaje. El suelo desprendía olor a humus. Las huellas de tractor acababan en un lugar de tala, donde unos árboles recién cortados y descortezados esperaban para ser transportados a su destino. Wallander buscó en vano un sendero que saliese de allí. Intentó imaginarse el mapa de carreteras. Si alguien quisiera alcanzar la carretera principal desde el hayal, tendría que atravesar dos casas y varios campos. Calculó la distancia hasta la carretera principal en unos dos kilómetros. Después regresó por el mismo camino por el que había ido y continuó hacia el otro lado. Tras recorrer casi un kilómetro llegó al lugar en el que la carretera secundaria confluía con la E 65. La carretera estaba llena de huellas de coches. Junto a ella se encontraba una caseta del departamento de Obras Públicas. Empujó la puerta. Al ver que estaba cerrada con llave, se quedó completamente quieto y miró a su alrededor. Luego fue a la parte posterior de la caseta. Allí había una lona doblada y unos tubos de hierro. Estaba a punto de marcharse cuando sus ojos descubrieron algo en el suelo. Se agachó y vio que era un trozo de una bolsa de papel marrón. Tenía unas manchas oscuras. Lo tomó con cuidado entre el índice y el pulgar y lo levantó. No podía distinguir qué tipo de manchas eran. Con precaución volvió a depositar el trozo de papel en el suelo. Dedicó los minutos siguientes a examinar minuciosamente la zona trasera de la caseta. Pero hasta que no miró debajo de la misma, que estaba montada sobre cuatro bloques de hormigón, no encontró el resto de la bolsa de papel. Alargó el brazo y la sacó. Enseguida vio que el trozo había sido arrancado de la bolsa. Pero en la propia bolsa no había manchas. Pensativo, se quedó inmóvil; dejó la bolsa y llamó a la comisaría. Encontró a Martinsson, que acababa de regresar de su casa.
—Necesito a Eskilsson y a su perro —dijo Wallander.
—¿Dónde estás? ¿Ha ocurrido algo?
—Estoy cerca de la finca de Carlman —contestó Wallander—. Sólo quiero cerciorarme de una cosa.
Martinsson prometió contactar con Eskilsson. Wallander describió el lugar en el que se encontraba.
Después de media hora, Eskilsson llegó con su perro. Wallander le explicó lo que quería.
—Ve a la colina en la que el perro perdió el rastro —ordenó—. Luego vuelves aquí.
Eskilsson desapareció. Unos diez minutos después estaba de vuelta. Wallander vio que el perro había dejado de buscar. Pero en cuanto llegó a la caseta, reaccionó. Eskilsson miró interrogativamente a Wallander.
—Suéltalo —dijo Wallander.
El perro se fue directamente al trozo de papel y lo marcó.
Pero en cuanto Eskilsson intentó que continuase la búsqueda lo dejó. El rastro se había perdido de nuevo.
—¿Es sangre? —preguntó Eskilsson señalando el trozo de papel.
—Creo que sí —dijo Wallander—. En cualquier caso hemos encontrado algo relacionado con el hombre que estuvo arriba en la colina.
Eskilsson se marchó con el perro. Wallander iba a llamar a Nyberg cuando descubrió que llevaba una bolsa de plástico en uno de los bolsillos. Recordó que la tenía desde la investigación forense del chalet de Wetterstedt. Con cuidado introdujo el trozo de papel.
«No habrás tardado muchos minutos en llegar hasta este lugar desde la finca de Carlman. Probablemente aquí había una bicicleta. Te habrás cambiado de ropa porque estarías manchado de sangre. Pero también has limpiado algún objeto. Tal vez un cuchillo o un hacha. Luego te has marchado, hacia Malmö o hacia Ystad. Tal vez has cruzado la carretera principal y has tomado uno de los caminos que atraviesan esta región. Por ahora te puedo seguir hasta aquí; sin embargo, no puedo ir más allá.»
Wallander regresó a la finca de Carlman para recoger el coche. Preguntó al policía que vigilaba el cordón policial si la familia continuaba allí.
—No les he visto —le contestó—. Pero nadie ha abandonado la casa.
Wallander asintió con la cabeza y se dirigió a su coche. Muchos curiosos estaban detrás del cordón policial. Wallander les echó una rápida mirada y se preguntó cómo la gente podía sacrificar una hermosa mañana estival por la posibilidad olfatear la sangre.
Hasta que no se había alejado con el coche no se percató de que había percibido algo importante sin reaccionar. Redujo la velocidad e intentó recordar qué era.
Tenía algo que ver con la gente que se encontraba fuera del cordón. ¿Qué fue lo que había pensado sobre la gente que sacrificaba una mañana de verano por oler la sangre?
Frenó y viró en la carretera. Al volver a la casa de Carlman todavía quedaban algunos curiosos más allá del cordón policial. Wallander paseó la mirada por su alrededor sin encontrar una explicación a su reacción. Preguntó al policía si uno de los curiosos acababa de marcharse.
—Es posible. La gente va y viene todo el rato.
—¿No recuerdas a nadie en especial?
El policía pensó.
—No.
Wallander regresó a su coche.
Eran las nueve y diez minutos de la mañana del día de San Juan.
Cuando Wallander regresó a la comisaría poco antes de las nueve y media, la chica de la recepción le comunicó que una visita le estaba esperando en su despacho. Por una vez, Wallander perdió el control por completo y empezó a gritar a la chica, que era una sustituta de verano. Le gritó que a nadie, fuera quien fuere, se le podía dejar entrar y esperar en su despacho. Luego caminó con pasos enérgicos por el pasillo y abrió la puerta de un golpe seco.
Era su padre quien estaba sentado en la silla de visitas, mirándolo.
—Vaya manera de tratar las puertas —dijo el padre—. Casi diría que estás enfadado.
—Sólo me dijeron que alguien me estaba esperando en mi despacho —dijo Wallander atónito y como disculpándose—. Pero no que eras tú.
Wallander pensó que era la primera vez que su padre le visitaba en el trabajo. Nunca antes había ocurrido. Durante la época que Wallander usaba uniforme su padre le negaba la entrada en su casa si no iba de paisano. Ahora estaba sentado en la silla de las visitas y Wallander vio que llevaba su mejor traje.
—Tengo que admitir que me has sorprendido —dijo Wallander—. ¿Quién te ha traído?
—Mi mujer tiene carné y coche —contestó el padre—. Ha ido a visitar a un familiar mientras yo te vengo a ver a ti. ¿Viste el partido anoche?
—No. Estuve trabajando.
—Fue estupendo. Me acuerdo de cómo fue en 1958, cuando el Mundial se celebró en Suecia.
—¡A ti nunca te ha interesado el fútbol!
—Siempre me ha gustado el fútbol. Wallander le miró extrañado.
—No lo sabía.
—Hay muchas cosas que tú no sabes. En 1958, Suecia tenía un defensa llamado Sven Axbom. Me acuerdo de que tenía grandes problemas con uno de los extremos de Brasil. ¿Lo has olvidado?
—¿Cuántos años tenía yo entonces? Apenas había nacido.
—Nunca te gustó mucho el fútbol. Quizá por eso te hiciste policía.
—Yo había apostado por Rusia como vencedor dijo Wallander.
—Me lo creo, sí —contestó el padre—. Yo puse dos a cero. Gertrud, en cambio, fue más cautelosa. Creyó que empatarían a uno.
La conversación sobre fútbol se acabó.
—¿Quieres café? —preguntó Wallander.
—Sí, por favor.
Wallander salió a buscar café. En el pasillo se encontró con Hansson.
—Procura que no me molesten durante la próxima media hora —dijo.
Hansson frunció el ceño preocupado.
—Es imprescindible que hable contigo.
A Wallander le irritó la manera tan estirada de hablar de Hansson.
—Dentro de media hora —repitió—. Entonces podrás hablar todo lo que quieras.
Volvió a su despacho y cerró la puerta. Su padre tomó el vaso de plástico entre sus manos. Wallander se sentó detrás del escritorio.
—Tengo que admitir que ha sido una sorpresa —insistió—. Nunca pensé que te vería aquí en la comisaría.
—Es inesperado para mí también —contestó su padre—. No habría venido si no hubiera sido absolutamente necesario.
Wallander dejó el vaso de plástico encima del escritorio. Debería haberse dado cuenta desde el primer momento de que debía de ser una cosa muy importante la que hiciese que su padre le visitase en la comisaría.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Wallander.
—Sólo es que estoy enfermo —respondió su padre. Wallander notó inmediatamente una presión en el estómago.
—¿Qué dices? —preguntó.
—Estoy perdiendo la razón —continuó su padre—. Es una enfermedad que tiene un nombre del que no me acuerdo. Es como volverse senil. Puede que me vuelva agresivo. Y puede ocurrir rápidamente.
Wallander sabía de qué hablaba su padre. Recordó que la madre de Svedberg había sufrido esa enfermedad. Pero tampoco él recordaba el nombre.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó—. ¿Has ido al médico? ¿Por qué no me has dicho nada antes?