Continuó pintándose las líneas anguladas por encima de los ojos, lo que hizo que éstos se hundiesen aún más en sus cuencas. Acechaban allí como dos animales salvajes. Dos animales salvajes, dos miradas. Pensó poco a poco en lo que le esperaba. Era la verbena de San Juan. El hecho de que hiciera viento y lloviese complicaría su misión. Pero no se la impediría. Pensó que debía vestirse con ropa de abrigo para viajar a Bjäresjö. La pregunta que quedaba en el aire era si la fiesta a la que iba a asistir se celebraría dentro de casa debido al mal tiempo. Pero se convenció a sí mismo de que debía confiar en su paciencia. Era una virtud que Hoover siempre había predicado a sus reclutas. Al igual que Jerónimo. Siempre surge un instante en el que la atención de una persona se relaja. Es entonces cuando se tiene que atacar. Daba lo mismo si la fiesta se celebraba o no dentro de casa. Tarde o temprano el hombre al que iba a visitar saldría de ella. Entonces habría llegado el momento.
El día anterior había estado allí. Tras dejar la motocicleta en un bosquecillo, había encontrado una colina desde donde podía observar lo que pasaba sin ser molestado. La casa de Arne Carlman estaba apartada, como la de Wetterstedt. No había vecinos próximos. Una alameda de sauces recortados llevaba hasta la vieja casa escaniana encalada.
Los preparativos para la verbena ya habían comenzado. Había visto cómo de un camión descargaban unas cuantas mesas y sillas plegables. En un rincón del jardín estaban levantando una carpa donde se serviría la comida y la bebida.
Ame Carlman también estaba allí. A través de los prismáticos había podido ver cómo el hombre, al que visitaría al día siguiente, había paseado por el jardín dirigiendo el trabajo. Estaba vestido con un chándal. En la cabeza llevaba una boina. No había podido evitar imaginarse a su hermana con ese hombre y el mareo se apoderó de él. Después no le hizo falta observar más. Ya sabía cómo proceder.
Cuando acabó con la frente y las sombras alrededor de los ojos, dibujó dos líneas anchas y blancas a los lados del tabique nasal. Ya notaba cómo el corazón de Jerónimo latía en su pecho. Se agachó y puso en marcha el radiocasete que estaba en el suelo del sótano. Los tambores eran muy fuertes. Los espíritus habían empezado a hablar en su interior.
No terminó hasta muy entrada la tarde. Eligió las armas que se llevaría. Luego soltó las cuatro ratas en una gran caja. Intentaron subirse por las paredes, sin lograrlo. Apuntó a la rata más gorda con el hacha que quería probar. El golpe partió la rata en dos. Ocurrió tan deprisa que no tuvo ni tiempo para chillar. Las otras ratas, en cambio, empezaron a arañar las paredes en busca de libertad. Se acercó al gancho de la pared en el que había colgado su chaqueta de cuero. Metió una mano en el bolsillo interior para sacar el bote de aerosol que debía estar allí. Sin embargo, no era así. Buscó en los demás bolsillos de la chaqueta. No lo encontró por ninguna parte. Se quedó completamente paralizado por un instante. ¿Habría estado alguien allí? Decidió que no era posible. Para poder pensar con claridad, se sentó de nuevo delante de los espejos. El aerosol se le debía de haber caído de la chaqueta. Pensó lenta y pormenorizadamente en los días que habían transcurrido desde su visita a Gustaf Wetterstedt. Entonces comprendió qué había sucedido. El bote debió de caérsele cuando estuvo contemplando el trabajo de la policía por fuera del cordón. En una ocasión se había quitado la chaqueta para ponerse un jersey. Eso tuvo que pasar. Decidió que no constituía un peligro. A cualquiera se le podía haber caído un aerosol. Aunque sus huellas dactilares estuvieran en el bote, la policía no las tenía en sus registros. Ni siquiera Hoover, el jefe del FBI, sería capaz de identificar al propietario del aerosol. Se levantó de su asiento frente a los espejos y volvió a las ratas del interior de la caja. Al verle empezaron a correr de un lado a otro. Con tres golpes de hacha las mató. Luego echó los ensangrentados cadáveres de las ratas en una bolsa de plástico, que cerró con cuidado antes de ponerla dentro de otra bolsa también de plástico. Limpió el filo y lo tocó con la punta de los dedos.
Poco después de las seis de la tarde estaba preparado. Había colocado las armas y la bolsa con los cadáveres de las ratas en una mochila. Como estaba lloviendo y hacía viento, se puso calcetines y unas zapatillas de deporte. Antes había limado las suelas para quitarles el dibujo. Apagó la luz y abandonó el sótano. Se colocó el casco y salió a la calle.
Un poco más allá del cruce de Sturup, entró en un aparcamiento y tiró la bolsa con los cadáveres de las ratas en un contenedor de basura. Luego continuó hasta Bjäresjö. El viento se había calmado. De repente el tiempo cambió. La noche sería cálida.
La verbena de San Juan era uno de los grandes momentos del año del marchante de arte Arne Carlman. Durante más de quince años era una tradición que celebrase una fiesta en su casa de Escania, donde vivía durante los veranos. En el mundo de los artistas y los galeristas era importante ser invitado a la fiesta veraniega de Carlman. Ejercía gran influencia entre los que compraban y vendían arte en el país. Podía dar fama y riqueza al artista por el que decidía apostar. Podía destrozar a otros que no seguían sus consejos o no hacían lo que él mandaba. Hacía más de treinta años, recorría el país en un viejo coche como vendedor de cuadros. Habían sido años de pobreza. Pero le habían enseñado qué tipo de cuadro se podía vender a cada cliente. Había aprendido el negocio y, de una vez por todas, había desterrado la creencia de que el arte era algo superior a la realidad gobernada por el dinero. Ahorró lo suficiente como para abrir una tienda de marcos combinada con una galería en la calle de Österlånggatan en Estocolmo. Con una mezcla despiadada de lisonja, alcohol y billetes nuevos compró cuadros a jóvenes artistas y luego consolidó sus posiciones. Se abría camino con sobornos, amenazas y mentiras. Después de diez años regentaba unas treinta galerías por toda Suecia. Por ese entonces también vendía arte por catálogo. A mediados de los setenta era un hombre acaudalado. Compró la casa de Escania y empezó con sus fiestas veraniegas unos años más tarde. Eran reuniones famosas por su ilimitada extravagancia. Cada invitado podía esperar un regalo valorado como mínimo en cinco mil coronas. Precisamente este año había encargado la fabricación de una serie limitada de plumas creadas por un diseñador italiano.
Cuando por la mañana temprano Arne Carlman se despertó junto a su esposa la víspera de San Juan, se acercó a la ventana y vio un paisaje lúgubre de lluvia y viento. Una sombra de decepción atravesó su cara. Pero había aprendido a aceptar lo inevitable. No podía decidir sobre el tiempo. Cinco años atrás había hecho confeccionar una colección especial de ropa impermeable que estaría preparada para cuando llegasen los invitados. Los que quisiesen podrían quedarse en el jardín y los que no, podrían estar en el viejo establo que hacía años había transformado en una sala grande y espaciosa.
Los invitados empezaron a llegar alrededor de las ocho de la tarde. La persistente lluvia había cesado. Lo que parecía ser una verbena desagradable y pasada por agua, de repente se había convertido en una hermosa noche de verano. Arne Carlman les recibía vestido de esmoquin, y uno de sus hijos les acompañaba con el paraguas abierto. Siempre invitaba a cien personas, la mitad de las cuales venía por primera vez. Un poco después de las diez de la noche hizo sonar su copa y pronunció su tradicional discurso veraniego. Y lo hizo a sabiendas de que al menos la mitad de los presentes le odiaba o le despreciaba. Ahora, a los sesenta y seis años, ya no se preocupaba de lo que pensaba la gente. Su sólido imperio hablaba por sí mismo. Dos de sus hijos se ocuparían de sus actividades cuando él ya no pudiese más. Pero aún no se daba por vencido. Eso era precisamente lo que decía en su discurso de verano, que únicamente trataba de él mismo. Aún no le podían echar. Aún podían esperar unas cuantas verbenas en las que el tiempo, en el mejor de los casos, sería mejor que este año. Sus palabras fueron recibidas con débiles aplausos. Después, una orquesta empezó a tocar en el interior del establo. La mayoría de los invitados se quedaron dentro. Arne Carlman abrió el baile con su esposa.
—¿Qué te ha parecido mi pequeño discurso? —le preguntó mientras bailaban.
—Nunca habías sido tan malvado como este año —contestó ella.
—Déjales odiarme —dijo—. ¿A mí qué me importa? ¿A nosotros qué nos importa? Aún tengo muchas cosas por hacer.
Un poco antes de la medianoche Ame Carlman se llevó a una joven artista hasta una glorieta apartada en la parte más alejada del gran jardín. Uno de sus cazatalentos que tenía en su lista de asalariados le había aconsejado invitarla a su fiesta de verano. Había visto unas cuantas fotos de sus óleos y enseguida se había dado cuenta de que ofrecía algo nuevo. Era una nueva forma de pintura idílica: suburbios fríos, desiertos de piedra, personas solitarias, rodeadas de campos de flores paradisíacos. En ese momento comprendió que lanzaría a la artista como la innovadora principal de una escuela de arte que se podría denominar neoilusionismo. «Es muy joven», pensó cuando se dirigían a la glorieta. Además no era ni hermosa ni mística. Arne Carlman había aprendido que el carisma del artista era tan importante como las obras en sí. Se preguntaba qué se podría hacer con esta delgada y pálida mujer que caminaba a su lado.
La hierba todavía estaba húmeda. La noche era hermosa. La gente continuaba bailando. Sin embargo, muchos de los invitados se reunían alrededor de los televisores que había en la casa de Carlman. La emisión del partido de Suecia contra Rusia empezaría dentro de media hora. Quería zanjar el asunto con ella para luego poder ver el partido. Llevaba un contrato en el bolsillo.
Le daría una cantidad considerable de dinero en efectivo y a cambio él tendría la exclusiva para vender sus obras durante tres años. A primera vista parecía un contrato muy ventajoso. La letra pequeña, que no se podía leer bajo la débil luz nocturna, le daba además una gran cantidad de derechos adicionales sobre sus obras futuras. Cuando entraron en la glorieta secó dos sillas con un pañuelo y le pidió que se sentara. Tardó menos de media hora en convencerla para que aceptase el contrato. Luego le entregó una de las plumas diseñadas por el italiano y ella firmó.
La joven abandonó la glorieta y volvió al establo. Después afirmaría con decisión que eran exactamente las doce menos tres minutos. Por casualidad, había echado un vistazo al reloj de pulsera cuando se dirigía por uno de los senderos de grava hacia la casa. Con idéntica seguridad juraría también que Ame Carlman estaba absolutamente normal cuando lo dejó. No daba la impresión de encontrarse preocupado. Tampoco parecía que esperase a alguien. Sólo había dicho que se quedaría unos minutos más para disfrutar del aire fresco después de la lluvia.
No se había girado. Pero aun así estaba segura de que no había nadie más en el jardín. Tampoco se había encontrado con nadie que fuese hacia la glorieta.
Hoover había estado escondido en la colina durante toda la tarde. La humedad del suelo le hizo sentir frío, aunque había dejado de llover. De vez en cuando se levantaba para desentumecer sus articulaciones congeladas. Pasadas las once vio con los prismáticos que se acercaba el momento. Cada vez había menos gente en el jardín. Sacó sus armas y se las colocó en el cinturón. Se quitó los calcetines y los zapatos y los guardó en la mochila. Luego, con mucho cuidado y al acecho, se deslizó colina abajo corriendo a lo largo de un sendero resguardado por un campo de colza. Alcanzó la parte posterior del jardín, donde se dejó caer en el suelo mojado. A través del seto tenía una vista general del jardín.
Algo menos de una hora más tarde se le acabó la espera. Arne Carlman caminaba en dirección a él, acompañado por una joven. Se sentaron en la glorieta. A Hoover le costaba entender de qué hablaban. Transcurridos unos treinta minutos, la mujer se levantó, pero Arne Carlman continuó allí. El jardín estaba desierto. Ya no se oía la música que venía del establo, pero sí el sonido fuerte de varios televisores. Hoover se levantó, cogió el hacha y se deslizó por el seto justo al lado de la glorieta. Por última vez comprobó que no hubiese nadie en el jardín. Luego todas sus dudas desaparecieron; las visiones de su hermana le animaban a completar su misión. Se lanzó hacia la glorieta y asestó un hachazo en medio de la cara de Arne Carlman. El tremendo golpe le seccionó la cabeza hasta la mandíbula superior. Estaba sentado con las dos partes de la cara mirando hacia diferentes direcciones. Hoover agarró el cuchillo y le arrancó el pelo de la parte de la cabeza más cercana. Luego desapareció tan rápido como había venido. Volvió a la colina, recogió la mochila y corrió por el camino de grava hasta su motocicleta, situada tras una de las casetas de los trabajadores de Obras Públicas.
Dos horas más tarde enterró la cabellera junto a la otra, debajo de la ventana de su hermana.
El viento se había calmado. Ya no quedaba ni una sola nube en el cielo.
El día de San Juan sería hermoso y cálido.
El verano había llegado mucho antes de lo esperado.
25-28 de junio de 1994
El aviso llegó a la policía de Ystad poco después de las dos de la madrugada.
En ese mismo momento, Thomas Brolin marcó un gol a favor de Suecia en el partido contra Rusia. Marcó de penalti. El júbilo atravesó la noche estival sueca. Había sido una verbena excepcionalmente tranquila. El policía que contestó la llamada lo hizo de pie, ya que había saltado de la silla gritando cuando Brolin marcó. A pesar de su alegría, enseguida comprendió que la llamada que recibía era seria. La mujer que gritaba a su oído parecía sobria. Su histeria venía de un estado de conmoción que era completamente real. El policía llamó a Hansson, que se había tomado su nombramiento provisional como sustituto de jefe de policía tan en serio que ni siquiera se atrevía a dejar la comisaría durante la verbena de San Juan. Sobre la marcha, había intentado valorar cómo colocar sus limitados recursos de personal donde más falta hacían en cada ocasión. A las once se habían iniciado dos peleas violentas en sendas fiestas privadas. En un caso se trataba de celos; pero en el otro, había sido el portero sueco Thomas Ravelli el que había provocado el tumulto. En un protocolo redactado más tarde por Svedberg habían señalado que fue la actuación de Ravelli en el segundo gol de Camerún lo que había hecho brotar una discusión tan violenta que acabó con tres personas en el hospital para curarse las heridas. Cuando le dieron el aviso de Bjäresjö, uno de los coches patrulla ya había regresado. Normalmente el mal tiempo solía garantizar una verbena tranquila. Pero este año la historia se había negado a repetirse.