Su sinceridad le hizo perder el control por un momento. ¿Qué era lo que había esperado? ¿Qué lo negara?
—¿Fue la primera vez que le condenaron a ir a la cárcel?
—La primera y la última.
—¿Le habían condenado por tratar con cosas robadas y estafa?
—Sí.
—¿Puede decirme algo más sobre eso?
—Le condenaron pese a que negó ser el autor de los hechos. No había aceptado pinturas robadas ni había falsificado cheques. Lo habían hecho otros usando su nombre.
—¿Quiere usted decir que era inocente?
—No es cuestión de lo que yo opine o no. Era inocente.
Wallander decidió cambiar de táctica.
—Han aparecido unas informaciones de que su marido conocía a Gustaf Wetterstedt. A pesar de que tanto usted como sus hijos afirmaron antes que no era así.
—Si hubiese conocido a Gustaf Wetterstedt yo lo habría sabido.
—Podrían haber mantenido contacto sin que usted lo supiera.
Reflexionó antes de contestar.
—Me cuesta mucho creerlo —añadió.
Wallander se dio inmediata cuenta de que no decía la verdad. Pero no podía explicarse a sí mismo en qué consistía la mentira. Dado que no tenía más preguntas, se levantó.
—Supongo que encontrará el camino hasta la puerta dijo la mujer desde el sofá. De repente parecía muy cansada.
Wallander se dirigió hacia la salida. En el momento en que pasaba por delante de la chica, que estaba sentada en una silla siguiendo todos sus movimientos, la joven se levantó y se puso enfrente de él. Sostenía el cigarrillo entre los dedos de la mano izquierda.
La bofetada llegó de la nada, y cayó con violencia en la mejilla izquierda de Wallander. Se sorprendió tanto que retrocedió un paso, tropezó y se cayó al suelo.
—¿Por qué habéis permitido que ocurriera? —gritó la chica.
Luego empezó a golpear a Wallander, quien con gran dificultad logró apartarla mientras intentaba ponerse en pie. La mujer del sofá se levantó y acudió en su auxilio. Hizo lo mismo que la chica acababa de hacerle a Wallander. Le dio a su hija una sonora bofetada en la cara. Cuando se calmó, la mujer la llevó al sofá. Luego volvió a donde estaba Wallander, que con la mejilla escociéndole se debatía entre el furor y la sorpresa.
—Todo lo ocurrido la ha deprimido mucho —dijo Anita Carlman—. Ha perdido el control sobre sí misma. Tiene usted que perdonarla, señor inspector.
—Tal vez debiera ver a un médico —dijo Wallander con voz temblorosa.
—Ya lo ha hecho.
Wallander asintió con la cabeza y salió por la puerta. Todavía estaba perplejo por la bofetada. Intentó recordar la última vez que le habían pegado. Hacía más de diez años. Había estado interrogando a una persona sospechosa de un robo. De repente el hombre dio un brinco y le asestó un golpe con el puño directamente en la boca. Aquella vez Wallander se revolvió. Su rabia fue tan violenta que le partió el tabique nasal. Después intentó denunciar a Wallander por abuso policial y maltrato, pero Wallander, naturalmente, fue absuelto. Entonces el hombre presentó ante el Defensor del Pueblo una denuncia contra el inspector, pero tampoco se tomó ninguna medida al respecto.
Nunca le había pegado una mujer. Cuando su esposa Mona estaba tan furiosa que no se podía controlar, le había arrojado cosas. Pero nunca le había pegado. Muchas veces pensaba con temor en lo que habría ocurrido si lo hubiese hecho. ¿Le habría devuelto los golpes? Sabía que el riesgo era muy grande.
Se detuvo en el jardín; sentía el dolor de la mejilla. Era como si toda la energía que había notado por la mañana, cuando Linda estaba con su amiga delante de la puerta, se hubiera esfumado ahora.
Regresó al coche. El policía estaba recogiendo el cordón policial.
Puso una cinta en el radiocasete, Las bodas de Fígaro. Subió tanto el volumen que retumbaba dentro del coche. La mejilla aún le escocía. Por el espejo retrovisor vio que estaba enrojecida. Al llegar a Ystad entró en el gran aparcamiento al lado del almacén de muebles. Todo estaba cerrado, y el aparcamiento desierto. Abrió la puerta del coche y dejó que sonase la música. Barbara Hendricks le hizo olvidar a Wetterstedt y a Carlman inmediatamente. Pero la chica en llamas seguía rondando por su conciencia. El campo de colza parecía infinito. Ella corría y corría. Y ardía y ardía.
Redujo el volumen de la música y empezó a andar de un lado a otro del aparcamiento. Como siempre cuando pensaba, miraba al suelo. Por eso no se dio cuenta del fotógrafo que, por casualidad, le había descubierto y le había hecho una foto a través de una lente telescópica mientras caminaba por la cuadrícula del aparcamiento sin más coche que el suyo ese día de verano. Unas semanas más tarde, cuando Wallander, asombrado, vio su foto, había olvidado que, en efecto, se había detenido allí para intentar situarse, a sí mismo y a la amplia investigación.
El equipo se reunió un rato ese domingo a las dos. Mats Ekholm participaba y resumió lo que antes había comentado con Hansson y Wallander. Ann-Britt Höglund expuso el contenido del fax anónimo que había llegado y Wallander comentó que Anita Carlman había confirmado la información anónima. Sin embargo, no dijo nada de la bofetada que le habían dado. Cuando Hansson le preguntó cautelosamente si podía hacer el favor de hablar con los periodistas reunidos en el exterior de la comisaría, y que siempre parecían conocer cuándo se reunía el equipo, Wallander se negó.
—Tenemos que enseñar a los periodistas que estamos trabajando en equipo —dijo, sintiendo él mismo lo ampulosa que sonaba la frase—. Que se encargue Ann-Britt Höglund. Yo no quiero.
—¿Hay algo que no deba decir? —preguntó ella.
—Que tenemos un sospechoso —contestó Wallander—. Porque sencillamente no es verdad.
Después de la reunión, Wallander intercambió unas palabras con Martinsson.
—¿Han llegado más noticias sobre la chica que se suicidó? —preguntó.
—Todavía no —respondió Martinsson.
—Mantenme informado en cuanto ocurra algo.
Wallander entró en su despacho y al momento sonó el teléfono. Se sobresaltó. Cada vez que sonaba, temía que alguien de la sala de operaciones de la policía le informara de un nuevo asesinato. Pero era su hermana. Le contó que había hablado con Gertrud, la asistenta social que se había casado con su padre. No había duda de que éste padecía la enfermedad de Alzheimer. Wallander advirtió que estaba apenada.
—A pesar de todo, tiene casi ochenta años —la consoló—. Tarde o temprano tiene que pasar algo.
—Sí, pero de todos modos —dijo.
Wallander sabía muy bien lo que quería decir. Él mismo podría haber empleado las mismas palabras. Demasiadas veces la vida se reducía a esas débiles palabras de protesta «pero de todos modos».
—No aguantará un viaje a Italia —dijo.
—Si quiere, lo podrá hacer —contestó Wallander—. Además se lo he prometido.
—¿Tal vez debiera acompañaros?
—No. Éste es nuestro viaje, suyo y mío.
Puso fin a la conversación, inseguro de si su hermana se había molestado por no querer que les acompañara a Italia. Pero apartó esos pensamientos y decidió que ahora sí, por fin, iría a visitar a su padre. Buscó la nota en la que había escrito el número de teléfono de Linda y la llamó. Con el buen tiempo que hacía esperaba que hubiesen salido, por eso se asombró al ver que Kajsa contestaba enseguida. Cuando Linda se puso al teléfono le preguntó si podía dejar los ensayos y acompañarle a ver a su abuelo.
—¿Puede venir Kajsa? —preguntó.
—Puede —contestó Wallander—. Pero precisamente hoy preferiría que estuviéramos solos tú y yo. Hay algo que debo contarte.
La recogió media hora más tarde en la plaza de Österportstorg. De camino a Löderup, le contó la visita de su padre a la comisaría y que estaba enfermo.
—Nadie puede decir si avanzará muy deprisa —dijo Wallander—. Pero nos dejará. Más o menos como un barco se aleja hacia el horizonte. Le continuaremos viendo claramente. Pero para él nos convertiremos en figuras nebulosas. Nuestro aspecto, nuestras palabras, nuestros recuerdos en común, todo será vago para luego desaparecer del todo. Puede que se vuelva huraño sin darse cuenta. Puede que se convierta en una persona totalmente diferente.
Wallander notó que se entristecía.
—¿No se puede hacer nada? —preguntó después de permanecer un rato en silencio.
—A eso sólo puede contestar Gertrud —dijo—. Pero creo que no hay medicamentos.
También le contó lo del viaje que su padre quería realizar a Italia.
—Sólo seremos él y yo —dijo Wallander—. Tal vez podamos aclarar por fin lo que nos ha distanciado durante tantos años.
Gertrud los recibió en la escalera cuando entraron en el patio de la casa. Linda se fue enseguida a ver a su abuelo, que estaba pintando en el estudio rehabilitado en la zona del viejo establo. Wallander se sentó en la cocina a hablar con Gertrud. Tenía razón. No había nada que hacer más que intentar vivir como siempre y esperar.
—¿Soportará el viaje a Italia? —preguntó Wallander.
—No habla de otra cosa —dijo—. Y si se muriese mientras está allí, realmente no sería lo peor que podría pasar.
Le contó que había recibido el diagnóstico de la enfermedad con mucha calma. A Wallander le sorprendió, ya que siempre había visto cómo su padre se quejaba por el achaque más insignificante.
—Creo que con la vejez se ha aceptado a sí mismo —añadió Gertrud—. Me parece que piensa que si tuviese otra oportunidad volvería a vivir más o menos la misma vida.
—En esa vida seguramente me habría impedido ser policía —contestó Wallander.
—Es tremendo lo que se lee en los periódicos —dijo—. Todo el horror que tienes que vivir.
—Alguien lo tiene que hacer —dijo Wallander—. Es así.
Se quedaron y cenaron en el jardín. Wallander se percató de que su padre estuvo de un humor espléndido durante toda la tarde. Suponía que se debía a la presencia de Linda. Cuando volvieron a casa ya eran las once.
—¡Los mayores pueden ser tan infantiles! —dijo de repente—. A veces para impresionar. O para parecer juveniles. Pero el abuelo puede ser infantil de una manera totalmente auténtica.
—Tu abuelo es una persona muy especial —dijo Wallander—. Siempre lo ha sido.
—¿Sabes que empiezas a parecerte a él? —apuntó de repente—. Cada año que pasa te pareces más a él.
—Lo sé —dijo Wallander—. Pero no sé si me gusta.
La dejó en el mismo lugar en el que la había recogido. Quedaron en que le llamaría uno de los días siguientes. La vio desaparecer al lado de la escuela de Östersport y se dio cuenta de que en toda la tarde no había dedicado ni un solo pensamiento al caso. Enseguida le asaltó la mala conciencia. Pero la rechazó. Sabía que no podía hacer más de lo que hacía.
Se fue a la comisaría y permaneció en ella un momento. Ninguno de los investigadores estaba allí. Tampoco tenía mensajes tan importantes como para tratarlos esa misma noche. Se fue a casa, aparcó el coche y subió a su apartamento.
Aquella noche, Wallander permaneció despierto hasta muy tarde. Tenía las ventanas abiertas en la cálida noche de verano. Puso en el tocadiscos música de Puccini. Se sirvió una copa con lo que quedaba de una botella de whisky. Por primera vez le pareció haber reencontrado algo de la alegría que sintió aquella tarde cuando se dirigía a la finca de Salomonsson. Eso era antes de la catástrofe. Ahora se encontraba en medio de una investigación marcada por dos supuestos. Por un lado, que tenían muy pocas pistas en cuanto a la identificación del asesino. Por otro, que éste podría estar en ese preciso momento perpetrando su tercer asesinato. Aun así, Wallander sentía que en esa hora nocturna podía mantener la investigación a cierta distancia. Durante un instante, la chica en llamas dejó de agitarse en su cabeza. Tenía que comprender que él solo no podía hacerse cargo de todos los crímenes violentos que se perpetraban en el distrito policial de Ystad. No podía hacer más que esforzarse al máximo. Nadie podía.
Se tumbó y se quedó dormitando en el sofá mientras disfrutaba de la música y de la noche estival con la copa de whisky a su alcance.
Entonces algo le arrastró hacia la superficie otra vez. Algo que Linda le había dicho en el coche. Unas palabras en medio de una conversación que de repente adquirieron un significado totalmente distinto. Se sentó en el sofá con el ceño fruncido. ¿Qué fue lo que dijo? «Que los mayores muchas veces son muy infantiles.» Había algo en ello que no alcanzaba a comprender. «Los mayores muchas veces son muy infantiles.»
Luego se dio cuenta. En ese momento no podía comprender cómo había podido ser tan irresponsable y negligente. Se puso los zapatos, buscó una linterna en uno de los cajones de la cocina y salió del apartamento. Condujo por la vía de Österleden, torció a la derecha y se detuvo ante la casa de Wetterstedt, que estaba a oscuras. Abrió la puerta del muro del jardín. Le sobresaltó un gato que desapareció como una sombra entre los arbustos de grosella. Luego iluminó a lo largo del muro de piedra del garaje. No tuvo que buscar mucho tiempo antes de encontrar lo que buscaba. Agarró las hojas rotas del cómic entre el pulgar y el índice y las iluminó con la linterna. Eran de un ejemplar de
Fantomas
. Buscó una bolsa de plástico en sus bolsillos e introdujo en ella las hojas del cómic.
Después volvió a casa. Todavía estaba molesto por haber sido tan negligente. Debía haberse dado cuenta antes.
Los mayores son como niños.
Un hombre adulto podía perfectamente haber estado sentado en el techo del garaje leyendo un ejemplar de
Fantomas
.
Cuando Wallander se despertó al amanecer, un banco de nubes había entrado por el oeste y llegó a Ystad un poco antes de la cinco de la madrugada. Era lunes, 27 de junio. Sin embargo, todavía no llovía. Wallander permaneció en la cama intentando en vano volver a dormirse. Un poco antes de las seis se levantó, se duchó y tomó café. El cansancio y la falta de sueño eran como un dolor incesante en su cuerpo. Pensó con nostalgia en cuando era diez o quince años más joven y casi nunca tenía sueño por las mañanas, por poco que hubiese dormido. Pero aquella época ya pasó y nunca volvería.
A las siete menos cinco entró por la puerta de la comisaría. Ebba ya estaba allí y le sonrió al darle unas notas con mensajes telefónicos.
—Creí que estabas de vacaciones dijo Wallander sorprendido.
—Hansson me pidió que me quedara unos días más —contestó Ebba—. Como hay tanto movimiento…