Wallander escuchó a Hansson con una mezcla de orgullo y angustia. Pero, al mismo tiempo, conociéndose, sabía que no había nadie mejor preparado que él para dirigir la investigación.
—¿Ha ocurrido algo parecido a esta serie de asesinatos alguna vez antes en nuestro país? —preguntó Sjösten.
—No, según Ekholm —contestó Wallander.
—Naturalmente, sería útil tener policías que tuvieran experiencia en este tipo de crímenes —continuó Sjösten.
—En ese caso tendremos que ir a buscarlos al continente o a Estados Unidos —dijo Wallander—. Y no me convence mucho. Al menos por ahora. Lo que sí necesitamos son investigadores de homicidios con experiencia que puedan aumentar nuestra capacidad.
Tardaron menos de veinte minutos en tomar las decisiones necesarias. Después Wallander abandonó rápidamente la habitación y buscó a Ekholm. Le encontró en el piso superior, delante del cuarto de baño. Wallander se lo llevó a un cuarto de huéspedes que daba la impresión de no haber sido utilizado en mucho tiempo. Wallander abrió la ventana para renovar el aire viciado. Luego se sentó en el borde de la cama y le expuso a Ekholm lo que había estado pensando.
—Claro que puedes estar en lo cierto —dijo Ekholm después—. Una persona con trastornos mentales que adopta el papel de un guerrero solitario. La historia criminal tiene muchos ejemplos de eso. Sin embargo, en Suecia no. Se trata de personas que se convierten en otras antes de salir a llevar a cabo su venganza, que suele ser el motivo más común. El disfraz les absuelve de la culpa. El actor no tiene remordimientos de conciencia por las acciones que realiza el personaje del papel que representa. Luego no podemos olvidar que hay una categoría de psicópatas que matan sin otro motivo que el puro placer.
—No creo que sea ése nuestro caso —dijo Wallander.
—La dificultad radica en que el papel en el que el asesino se ha introducido, digamos el del guerrero indio, no necesariamente tiene que decirnos nada sobre los motivos de los asesinatos. No hace falta ni siquiera una coincidencia exterior. Pongamos que tienes razón, un guerrero descalzo que ha elegido su disfraz por razones desconocidas para nosotros igual podría haber elegido convertirse en un samurai japonés o en un
tonton macoute
haitiano. Sólo hay una persona que conozca las razones de la elección: él mismo.
Wallander recordó una de las primeras conversaciones que tuvo con Ekholm.
—Eso podría significar que las cabelleras son sólo una pista falsa —dijo—. Que únicamente las corta como un rito de la representación del papel que se ha asignado. Que no colecciona trofeos para alcanzar un objetivo que sea la base de todos los asesinatos que ha cometido.
—Cabe la posibilidad.
—Lo que nos lleva de nuevo al punto de partida.
—Las combinaciones tienen que probarse una y otra vez —dijo Ekholm—. Nunca se vuelve a la casilla de salida una vez que se ha abandonado. Tenemos que movernos de la misma manera que el asesino. El no está quieto. Lo que ha ocurrido aquí esta noche confirma lo que digo.
—¿Tienes alguna idea propia?
—El horno es interesante.
Wallander reaccionó por la elección de palabras de Ekholm. Pero no dijo nada.
—¿En qué sentido?
—La diferencia entre el ácido y el horno es notable. En un caso usa un medio químico para hacer sufrir a una persona que todavía vive. Es parte de la matanza en sí. En el otro caso sirve casi como un saludo para nosotros.
Wallander contempló con atención a Ekholm. Intentó interpretar las palabras que acababa de oír.
—¿Un saludo a la policía?
—En el fondo no me sorprende. El asesino no permanece impasible ante sus propias actuaciones. Su imagen se magnifica. A menudo llega a un punto en el que necesita empezar a buscar un contacto fuera de sí mismo. Está rebosante de autoadmiración. Tiene que buscar la confirmación de su grandeza fuera de sí mismo. Las víctimas no pueden resucitar para aplaudirle. No es raro que entonces se dirija a la policía. Los que le persiguen. Los que quieren impedir que continúe. Eso puede manifestarse de distintas maneras. Llamadas de teléfono o cartas anónimas. O, por qué no, una persona muerta colocada en una posición grotesca.
—¿Nos está desafiando?
—No creo que piense de ese modo. Ante sí mismo se considera invulnerable. Si ha elegido el papel de un guerrero descalzo, la invulnerabilidad puede ser una de las razones. No es raro encontrar ejemplos de tribus guerreras que se untan con bálsamos para hacerse invulnerables ante las espadas o las flechas. En nuestra época la policía puede representar precisamente esa espada.
Wallander guardó silencio un rato.
—¿Cuál será el próximo paso? —preguntó—. Nos desafía introduciendo la cabeza de Liljegren en el horno. ¿Y la próxima vez?, ¿qué puede ocurrir?
—Hay muchas posibilidades imaginables. Una que no es totalmente desconocida para el entorno es que los asesinos psicópatas busquen contacto con policías concretos.
—¿Por qué?
Ekholm no logró ocultar que dudaba antes de contestar.
—Alguna vez ha ocurrido que han matado a policías.
—¿Quieres decir que este loco nos tiene en el punto de mira?
—No es improbable. Sin que lo sepamos, puede divertirse apareciendo muy cerca de nosotros, para luego desaparecer. A lo mejor, un día no se contenta con esto.
Wallander pensó en la sensación que experimentó ante la zona acordonada en la finca de Carlman. Le pareció reconocer una cara entre los espectadores que observaban con curiosidad el trabajo de la policía. La cara de alguien que también había estado en la playa detrás del cordón policial y los letreros cuando dieron la vuelta al bote y sacaron al ex ministro de Justicia muerto.
Ekholm le miró con seriedad.
—Ante todo creo que tú debes ser consciente de esto —añadió—. Al margen de esta conversación, mi intención era hablar contigo de todos modos.
—¿Por qué precisamente yo?
—Tú eres el más destacado. Hay mucha gente involucrada en la investigación del hombre que ha cometido estos cuatro asesinatos. Pero el único nombre y la única cara que aparecen regularmente son los tuyos.
Wallander hizo una mueca.
—¿Realmente debo tomar en serio lo que me estás diciendo?
—Eso lo decides tú mismo.
Cuando la conversación finalizó y Ekholm abandonó la habitación, Wallander permaneció sentado. Intentó analizar para sí mismo cómo había reaccionado ante las palabras de Ekholm.
«Era como si un viento helado hubiese atravesado la habitación», pensó.
Eso y nada más.
Un poco después de las tres de la tarde Wallander regresó a Ystad junto con todos los demás. Habían decidido que el trabajo de investigación continuaría siendo dirigido desde Ystad. Wallander guardó silencio durante todo el viaje y sólo contestaba lacónicamente cuando Hansson le hacía alguna pregunta. Al llegar tuvieron una breve reunión de información con Svedberg, Martinsson y Per Åkeson. Svedberg pudo comunicar que ya se podía hablar con la hija de Carlman, que se había recuperado lo suficiente después del intento de suicidio. Decidieron que Wallander y Ann-Britt Höglund irían al hospital a la mañana siguiente. A las seis, Wallander llamó a su padre. Contestó Gertrud. El padre se comportaba igual que siempre. Ya parecía haber olvidado lo ocurrido unos días antes.
Wallander también llamó a casa. Nadie contestó. Linda no estaba. Al salir de la comisaría le preguntó a Ebba si sabía algo de sus llaves. Nada. Condujo hasta el puerto y dio un paseo a lo largo del muelle. Después se sentó en un café a tomar una cerveza. De repente notó que estaba observando a la gente que iba y venía. Con sensación de desánimo, se levantó y se dirigió al muelle hasta el banco que estaba al lado de la caseta roja de salvamento marítimo.
La tarde de verano era cálida y apacible. En un barco alguien estaba tocando el acordeón. Al otro lado del muelle divisó uno de los transbordadores para Polonia que se abría camino hacia la terminal. Sin ser realmente consciente de ello, de repente empezó a ver cierta coherencia. Estuvo sentado sin moverse, dejando que los pensamientos se formasen por sí solos. Empezó a intuir los contornos del peor drama que jamás se habría podido imaginar. Aún quedaban muchas lagunas. Pero le parecía entrever por dónde concentrar las pesquisas.
Pensó que el fallo no estaba en el procedimiento que hasta ahora habían seguido.
El fallo eran las ideas y las conclusiones a las que habían llegado.
Se fue a casa e hizo un resumen escrito sentado a la mesa de la cocina.
Poco antes de la medianoche llegó Linda. Había visto lo ocurrido en un periódico.
—¿Quién hace todo esto? —preguntó—. ¿Qué tipo de persona puede ser alguien que actúa así?
Wallander reflexionó antes de contestar.
—Alguien como tú y como yo —dijo después—. Más o menos como tú y como yo.
Wallander se despertó sobresaltado.
Abrió los ojos y se quedó completamente quieto. La luz de la noche estival todavía era gris. Alguien se movía en el apartamento. Echó una rápida mirada al despertador que estaba en la mesilla de noche. Señalaba las dos y cuarto. El temor fue instantáneo. Sabía que no era Linda. Desde que se dormía por la noche no se movía de la cama hasta la mañana. Contuvo la respiración y escuchó. El ruido era muy leve.
La persona que se movía iba descalza.
Wallander se levantó con sigilo de la cama. Miró a su alrededor en busca de algo con lo que defenderse. Tenía su arma reglamentaria cerrada bajo llave en el escritorio de la comisaría. Lo único que había en el dormitorio era el brazo de madera de un sillón roto. Lo agarró con cuidado y escuchó otra vez. Los pasos parecían llegar desde la cocina. No se puso el batín, porque le impediría moverse. Salió del dormitorio y miró hacia el salón. Pasó por delante de la habitación de Linda. La puerta estaba cerrada. Dormía. Ahora estaba aterrorizado. Los ruidos provenían de la cocina. Se quedó en la puerta del salón escuchando. Pensó que Ekholm había tenido razón. Se preparó para encontrarse con una persona muy fuerte. El brazo de madera de la silla que llevaba en la mano no le sería de gran ayuda. Recordó que tenía una réplica de un puño americano antiguo en uno de los cajones de la librería. Una vez había sido el estúpido premio de una lotería de la policía. Decidió que sus puños serían mejor protección que el brazo de madera. Todavía se oían los ruidos de la cocina. Se movió con cuidado por el suelo de parquet y abrió el cajón. El puño americano estaba debajo de la copia de su última declaración de la renta. Se lo colocó sobre los nudillos de la mano derecha. En ese momento se dio cuenta de que los ruidos de la cocina habían cesado. Se giró con rapidez, con el brazo derecho preparado para golpear.
Linda estaba en la puerta mirándolo con una mezcla de asombro y miedo. Él la miró fijamente.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó—. ¿Qué es lo que llevas en la mano?
—Creí que era un ladrón que había entrado —dijo, quitándose el puño americano.
Su hija se percató de que él estaba muy alterado.
—Sólo soy yo, no podía dormir.
—La puerta de tu habitación no estaba abierta.
—La habré cerrado. He ido a beber agua. Tenía miedo de que se cerrara de golpe con la corriente de aire.
—¡Tú nunca te despiertas por las noches!
—Esos tiempos ya pasaron. A veces duermo mal. Cuando me rondan muchas cosas por la cabeza.
Wallander pensó que quizá debería sentirse estúpido. Pero el alivio predominaba. Detrás de su reacción había un hecho confirmado. Había tomado las palabras de Ekholm mucho más en serio de 1o que él mismo había advertido. Se sentó en el sofá. Su hija se quedó de pie mirándolo.
—Muchas veces me he preguntado cómo puedes dormir tan bien como lo haces —le comentó—. Cuando pienso en todo lo que tienes que ver. En todo en lo que tienes que participar.
—Te acostumbras —contestó Wallander sabiendo que no era verdad en absoluto.
Se sentó a su lado en el sofá.
—Estuve hojeando uno de los periódicos de la tarde mientras Kajsa compraba cigarrillos —continuó—. Había páginas enteras sobre lo ocurrido en Helsingborg. No entiendo cómo lo soportas.
—Los periódicos exageran.
—¿Se puede exagerar cuando a alguien le han metido la cabeza dentro de un horno?
Wallander intentaba evitar sus preguntas. No sabía si era por él o por ella.
—Eso es un asunto para el médico forense —contestó—. Yo examino el lugar del crimen e intento comprender qué ha sucedido.
Ella movía resignada la cabeza.
—Nunca has sabido mentirme. A mamá quizá, pero nunca a mi.
—¿Alguna vez he mentido a Mona?
—Nunca le dijiste cuánto la querías. Lo que se deja de decir también puede ser una mentira.
La miró sorprendido. Su lenguaje era inesperado.
—Cuando era pequeña solía leer a escondidas todos los papeles que te traías a casa por las noches. A veces invitaba a amigos cuando estabas trabajando en algo que encontrábamos emocionante. Nos sentábamos en mi habitación a leer las transcripciones de los interrogatorios. Aprendí muchas palabras de ese modo.
—No tenía ni idea.
—Tampoco era nuestra intención. Di quién pensabas que estaba aquí en el apartamento.
Linda cambiaba rápidamente de tema de conversación.
Él decidió también contar al menos parte de la verdad. Le explicó que a veces ocurría, aunque en raras ocasiones, que los policías de su rango que, además, salían mucho en la tele y cuyas fotos aparecían en los periódicos podían ser observados por los criminales y se convertían en una obsesión para ellos. Normalmente no había que preocuparse. Pero no se podía predecir del todo lo que se consideraba normal. Era sensato conocer el fenómeno, ser consciente de lo que les deslumbraba u obsesionaba. Pero de ahí a preocuparse, había un gran paso.
No le creyó ni por un momento.
—La persona que vi allí con el puño americano en la mano no era un hombre consciente de la situación —dijo después—. Lo que vi fue a mi padre, que es policía. Y tenía miedo.
—Tal vez haya tenido una pesadilla —dijo titubeando—. Dime ahora por qué tú no puedes dormir.
—Estoy pensando en qué voy a hacer con mi vida —respondió.
—Lo que tú y Kajsa me enseñasteis era bueno.
—Pero no tan bueno como nos gustaría.
—Tienes tiempo para probar cosas.
—En realidad quizás haya otra cosa que me gustaría hacer.