Se levantó y regresó al banco de antes. Volvía al punto de partida. ¿Adónde le había llevado la regresión? Comprendió que no avanzaría más sin hablar con alguien. Pensó en Ann-Britt Höglund. Tal vez podría permitirse molestarla la tarde del domingo. Se levantó y fue al coche a llamarla. Estaba en casa. Podía ir. Con sensación de mala conciencia canceló de repente la visita a su padre. Era ahora cuando tenía que confrontar sus pensamientos con los de otra persona. Si esperaba, el riesgo de perderse en distintas cadenas de ideas era enorme. Condujo hacia Ystad, siempre un poco por encima de la velocidad permitida. Este domingo no se había hablado de controles de tráfico.
Eran las tres cuando se detuvo delante de la casa de Ann-Britt Höglund. Le recibió ataviada con un vestido veraniego claro. Sus dos hijos jugaban en uno de los jardines de los vecinos. Hizo sentarse a Wallander en un balancín y ella se sentó en un sillón de mimbre.
—De verdad no quería molestarte —dijo—. Podías haberte negado.
—Ayer estaba cansada —contestó ella—. Como lo estaba todo el mundo. Lo estamos todos. Hoy me siento mejor.
—La noche pasada probablemente fue la noche de los policías durmientes —añadió Wallander—. Se llega a un punto en el que no te puedes exigir más. Sólo sacas un cansancio vacío y gris. Ayer alcanzamos ese punto.
Le habló de su viaje a Österlen, de cómo había ido y venido entre los bancos del puerto.
—Di un nuevo paseo por toda la zona —dijo—. A veces ocurre que descubres cosas inesperadas. Ya lo sabes.
—Tengo mucha esperanza en el trabajo de Ekholm —comentó ella—. Los ordenadores bien programados pueden cruzar el material de investigación y sacar relaciones inimaginables. No piensan. Pero combinan a veces mejor que nosotros.
—Mi desconfianza en los ordenadores puede deberse a que me hago viejo —dijo Wallander—. Pero eso no significa que no desee que Ekholm y sus puntos de partida psicológicos tengan éxito. A mí me da igual quién ponga la trampa en la que caiga. Mientras ocurra. Y pronto.
Le contempló seriamente.
—¿Atacará de nuevo?
—Creo que sí. Sin saber por qué, tengo la sensación de algo inacabado en esta historia. Si me perdonas la expresión. Falta algo. Eso me asusta. Indica que puede atacar de nuevo.
—¿Cómo vamos a encontrar el lugar en el que mató a Fredman? —preguntó ella.
—No lo encontraremos —dijo Wallander—. A no ser que tengamos suerte o que alguien haya oído algo.
—He indagado sobre si hemos recibido información de alguien que haya oído gritos —dijo—. Pero no he encontrado nada.
El grito invisible quedó suspendido por encima de sus cabezas. Wallander se columpiaba lentamente en el balancín tapizado con tela plastificada.
—Es raro que una solución llegue inesperadamente —continuó cuando el silencio se hizo demasiado largo—. Mientras iba y venía entre los bancos allá en el parque me preguntaba si ya habría tenido el pensamiento que diera la solución. Podía haber pensado correctamente, sin darme cuenta.
Ella reflexionó sobre sus palabras sin contestar. De vez en cuando echaba una mirada hacia el jardín de los vecinos en el que jugaban sus hijos.
—En la academia de policía no aprendimos nada acerca de hombres que arranquen cabelleras y viertan ácido en los ojos de sus víctimas —dijo finalmente—. La realidad ha demostrado ser tan imprevisible como pensaba entonces.
Wallander asintió con la cabeza sin contestar. Luego tomó carrerilla, inseguro de sus fuerzas, y repasó todo lo que había pensado durante las horas transcurridas en Simrishamn. Sabía por experiencia que el relato ante un oyente ampliaba más la perspectiva de un problema que si sólo se contaba con la propia intuición. Al llamar a Ann-Britt Höglund esperaba descubrir dónde sus pensamientos le enviaban señales de un mensaje que antes había pasado por alto. Pero pese a que escuchaba con atención, casi como un alumno a los pies del maestro, nunca le interrumpió para decirle que había cometido un error o que sacaba conclusiones equivocadas. Lo único que dijo cuando terminó era que se sentía muy impresionada de su capacidad para abarcar toda la complejidad de una investigación tan inmensa, al menos para ella. Pero no tenía nada que añadir ni que quitar. Aunque las ecuaciones de Wallander eran correctas matemáticamente, faltaban las incógnitas decisivas. Ann-Britt Höglund no le podía ayudar, ni ella ni nadie.
Fue a buscar tazas y un termo con café. Su hija menor se subió en el balancín al lado de Wallander. Puesto que no se parecía en nada a su madre, supuso que se parecía al padre, que se encontraba en Arabia Saudí. Wallander pensó que todavía no le conocía.
—Tu marido es un enigma —dijo—. Empiezo a preguntarme si realmente existe. O si es un invento tuyo.
—Hay momentos en que yo me hago la misma pregunta —contestó riendo.
La niña desapareció dentro de la casa.
—¿La hija de Carlman? —preguntó Wallander mirando hacia ella—. ¿Cómo va?
—Svedberg habló ayer con el hospital —contestó—. La crisis no ha pasado. Pero parece ser que los médicos están algo más esperanzados.
—¿No había dejado ninguna carta?
—Nada.
—Ante todo es un ser humano, naturalmente —añadió Wallander—. Pero no puedo dejar de pensar en ella como en un testigo.
—¿De qué?
—De algo que tenga que ver con la muerte de su padre. Me cuesta creer que el intento de suicidio fue casual.
—¿Qué es lo que me hace pensar que no pareces muy convencido de lo que dices?
—No estoy convencido —dijo Wallander—. Voy a tientas y a ciegas. Sólo hay un hecho que es irrefutable en esta investigación. No tenemos ninguna pista concreta para seguirla.
—¿O sea, que no sabemos si vamos en la dirección correcta o en la errónea?
—O si nos movemos en círculo. O si no salimos del atolladero. Mientras, el atolladero se mueve. Y nosotros no, aunque lo creamos.
Vaciló antes de plantear la pregunta siguiente.
—¿Tal vez somos pocos?
—Hasta ahora me he resistido —dijo Wallander—. Pero empiezo a vacilar. La cuestión se tratará mañana.
—¿Con Per Åkeson?
Wallander asintió con la cabeza.
—¿Qué es lo que podemos perder con ello?
—Las unidades pequeñas se mueven con más facilidad que las grandes. Contra eso, se puede objetar que muchas cabezas piensan mejor. Y el argumento de Åkeson: que podamos trabajar en todas las direcciones. La infantería se despliega y cubre un frente mayor.
—Como si diéramos una batida.
Wallander asintió con la cabeza. Su concepto era acertado. Pero faltaba algo: que la batida que daban se hacía en un terreno en el que apenas se podían orientar. Y que no tenían ni idea de a quién buscaban.
—Hay algo que no vemos —prosiguió Wallander después de un rato de silencio—. Además estoy buscando unas palabras que alguien dijo. Justo cuando habían matado a Wetterstedt. No recuerdo quién. Sólo sé que era importante. Pero entonces era demasiado pronto para comprenderlo.
—Sueles sostener que el trabajo policial es a menudo una cuestión de triunfo de la paciencia.
—Y lo es. Pero la paciencia tiene sus límites. Además, puede ocurrir algo en este mismo momento. Una persona puede ser asesinada. No podemos olvidar que nuestra investigación no es sólo cuestión de unos crímenes cometidos. Por ahora tengo la sensación de que tenemos que evitar que ocurran más asesinatos.
—No podemos hacer más de lo que hacemos.
—¿Cómo sabemos que es así? —preguntó Wallander—. ¿Cómo se sabe que uno se esfuerza al máximo?
Carecía de contestación. Wallander tampoco podía responder a su pregunta.
Se quedó un rato más. A las cuatro y media rechazó una invitación para quedarse a cenar y abandonó el jardín.
—Gracias por venir —dijo al acompañarlo hasta la verja—. ¿Vas a ver el partido?
—No, tengo una cita con mi hija. Pero creo que ganaremos tres a uno.
Le miró sorprendida.
—Yo también he apostado eso.
—Entonces ambos ganaremos o perderemos —dijo Wallander.
—Gracias por venir —insistió.
—Gracias ¿por qué? —preguntó atónito—. ¿Por molestarte en un domingo?
—Por creer que yo podía tener algo sensato que comentarte.
—Te lo he dicho antes y me encanta repetirlo —contestó—. Creo que eres una buena policía. Además crees que los ordenadores no sólo pueden facilitar nuestro trabajo, sino que también pueden mejorarlo. No es mi caso. Pero tal vez logres convencerme.
Wallander subió al coche y se dirigió hacia la ciudad. Se detuvo delante de una tienda abierta en domingo y entró a comprar. Después se sentó en la hamaca de su balcón y aguardó a que dieran las siete. Sin percatarse, dio una cabezada. Estaba muy falto de sueño. Sin embargo, a las siete menos cinco minutos estaba en la plaza de Österportstorg. Linda le fue a buscar y le llevó a la tienda vacía cercana a la plaza. Habían montado unos focos de fotografía y le pusieron una silla. Enseguida se sintió avergonzado y preocupado por la posibilidad de no entenderlas o de reírse cuando no fuera oportuno. Desaparecieron en una habitación contigua. Wallander esperó. Transcurrió más de un cuarto de hora. Cuando por fin salieron, se habían cambiado de ropa y ahora ambas presentaban el mismo aspecto. Después de arreglar los focos y el sencillo decorado, por fin empezaron. La obra, que duraba una hora, trataba de una pareja de gemelas. Wallander se sintió tenso por ser el único espectador. Estaba acostumbrado a estar sentado en la segura oscuridad, entre muchos otros, cuando iba a una representación de ópera en Malmö o en Copenhague. Lo que más le preocupaba era que Linda fuese mala actriz. Pero no tardó muchos minutos en darse cuenta de que las dos habían creado un texto pícaro que con humor drástico presentaba una doble imagen crítica de Suecia. A veces se perdían, a veces notaba que su actuación no era del todo convincente. Pero vio que creían en lo que hacían y eso a su vez le satisfizo. Cuando acabaron y le preguntaron qué le había parecido, dijo lo que sentía, que estaba sorprendido, que lo había pasado muy bien y que valía la pena. Observó que Linda se fijaba en si estaba diciendo la verdad. Al darse cuenta de que lo decía de corazón, su alegría se desbordó. Le acompañó hasta la calle cuando se iba.
—Ignoraba que supieras hacer estas cosas —dijo—. Creí que querías ser tapicera de muebles.
—Nunca es demasiado tarde —contestó—. Déjame intentarlo.
—Claro que tienes que intentarlo —respondió—. Es de joven cuando a uno le sobra el tiempo. No cuando eres un viejo policía como yo.
Iban a ensayar unas horas más. La esperaría en casa.
La noche estival era hermosa. Caminó despacio hacia la calle de Mariagatan, satisfecho con lo que había presenciado. Distraídamente notó que le adelantaban coches que hacían sonar el claxon. Entonces comprendió que Suecia había ganado. Le preguntó el resultado a una persona con la que se cruzó en la acera. Suecia había ganado tres a uno. Rompió a reír. Luego sus pensamientos volvieron a su hija. Se dijo a sí mismo qué era lo que realmente sabía de ella. Todavía no le había preguntado si salía con algún chico.
Eran las nueve y media cuando abrió la puerta de su apartamento. Justo cuando la cerraba, sonó el teléfono. Enseguida sintió un dolor en el estómago. Contestó y al oír que era Gertrud se calmó.
Pero no por mucho tiempo. Gertrud estaba alterada. Al principio le costó mucho entender qué decía. Le pidió que se calmara.
—Tienes que venir —dijo—. Rápido.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé. Pero tu padre está quemando todos sus cuadros. Está prendiendo fuego a lo que tiene en el estudio. Y ha cerrado la puerta con llave. Tienes que venir.
Gertrud colgó para que no pudiese hacerle ninguna pregunta y se pusiese al volante de inmediato.
Wallander miró fijamente al teléfono.
Luego le escribió una nota a Linda y la dejó encima del felpudo.
Unos minutos más tarde estaba de camino a Löderup.
Aquella noche se quedó con su padre en Löderup.
Cuando llegó a la pequeña casa, después de un viaje angustioso, Gertrud le salió al encuentro en el patio. Podía ver que había llorado, aunque se controlaba y contestaba a sus preguntas con serenidad. El colapso del padre, si es que realmente era eso, había sido totalmente inesperado. La noche anterior habían cenado con toda normalidad. No habían bebido nada. Después de la cena, su padre, como de costumbre, había ido al estudio del establo para continuar pintando. De repente ella oyó un estruendo. Al salir a la escalera vio cómo él tiraba unos cuantos botes de pintura hacia el patio. Primero pensó que estaba limpiando su caótico estudio. Pero al ver que tiraba marcos sin estrenar, reaccionó. Cuando se le acercó para preguntar qué estaba haciendo, no le contestó. Daba la impresión de estar totalmente ausente, sin oír que le estaba hablando. Al aferrarle del brazo, se soltó de un tirón y se encerró. Por la ventana pudo ver cómo encendió la estufa, y cuando empezó a despedazar los lienzos e introducirlos en ella fue cuando le llamó. Se apresuraron a cruzar el patio mientras hablaban. Wallander vio salir un humo gris por la chimenea. Se situó delante de la ventana y miró dentro del estudio. Su padre daba la impresión de ser un loco salvaje. Llevaba el pelo alborotado, las gafas se le habían caído y todo el estudio estaba casi destruido. El padre iba descalzo, chapoteando entre la pintura derramada de los botes volcados, había lienzos dispersos, rotos y pisados. A Wallander le pareció ver cómo en ese momento uno de sus zapatos estaba ardiendo en la estufa. Su padre tiraba de los lienzos, los rompía y metía los trozos por la portezuela de la estufa. Wallander golpeó el cristal. Pero su padre no reaccionó. Wallander intentó abrir la puerta, que en efecto estaba cerrada con llave. La golpeó y gritó que era él quien había llegado. No hubo respuesta desde el interior. El estruendo continuaba. Wallander miró a su alrededor buscando algo con lo que poder forzar la puerta. Pero sabía que su padre guardaba todas las herramientas y utensilios en la habitación en la que se había encerrado. Wallander miró con mala cara la puerta que él mismo había ayudado a colocar. Se quitó la chaqueta y se la dio a Gertrud. Luego se abalanzó sobre la puerta con todas sus fuerzas. La cerradura se desprendió y Wallander entró dando tumbos en el estudio, golpeándose la cabeza contra una carretilla. Su padre sólo le echó una mirada distraída. Luego continuó desgarrando sus lienzos. Gertrud quiso entrar, pero Wallander levantó la mano para detenerla. En una ocasión anterior había visto a su padre de esta manera, la extraña combinación de evasión y confusión maníaca. Aquella vez estuvo caminando en pijama por un campo enlodado con una maleta en la mano. Se acercó a él, le rodeó los hombros con los brazos y le habló con calma. Le preguntó si había algún problema. Le dijo que los cuadros eran buenos, que eran los mejores del mundo, y que los urogallos estaban muy bien pintados. Todo estaba en orden. Una repentina crisis nerviosa podía tenerla cualquiera. Ahora dejarían de echar cosas al fuego, que no tenía sentido, para qué hacer fuego en pleno verano, y luego limpiarían y hablarían del viaje a Italia. Wallander habló sin cesar, asiendo a su padre fuertemente por los hombros, no como para arrestarlo sino para mantenerlo en la realidad. El padre se quedó inmóvil y le miró con sus ojos miopes. Mientras Wallander continuaba hablando, tranquilizándolo, descubrió las gafas rotas en el suelo. Le preguntó rápidamente a Gertrud, que se encontraba detrás de ellos, si tenía unas gafas de repuesto. Así era y Gertrud fue corriendo a buscarlas. Se las entregó a Wallander, y éste las limpió con la manga de la camisa y luego se las puso a su padre sobre la nariz. Todo el tiempo hablaba con voz tranquilizadora, repetía sus palabras como si leyera los versos de la única oración que recordase, y el padre le miró primero inseguro y confuso, luego cada vez más sorprendido y, por último, parecía haber vuelto en sí otra vez. Entonces Wallander dejó de presionar sus hombros. El padre miró con cuidado los destrozos.