Sara Björklund dudaba. Puesto que las llaves estaban puestas, Wallander pidió a Sjösten que sacara el coche y diera una vuelta por el patio. Si la mujer cerraba los ojos y escuchaba, ¿podía reconocer el sonido del motor? Los coches suenan diferente. Ella hizo lo que le pedía, escuchó.
—Quizá —dijo después—. Se parece al coche que vi aquella mañana. Pero no puedo saber si era el mismo. No vi el número de la matrícula.
Wallander asintió con la cabeza.
—Tampoco te lo exijo —dijo—. Siento mucho haberte hecho venir hasta aquí.
Ann-Britt Höglund había sido previsora al llevarse a Norén, y ahora le encargaron que acompañara a Sara Björklund de vuelta a Ystad. Ann-Britt quería quedarse.
Todavía era por la mañana temprano. De todos modos, el país entero parecía estar informado ya de lo sucedido. Sjösten improvisó una rueda de prensa en la calle, mientras Wallander y Ann—Britt Höglund bajaban hasta la terminal de los transbordadores para desayunar.
Él le dio una descripción detallada de lo ocurrido.
—Åke Liljegren figuraba en el material de investigación sobre Alfred Harderberg —dijo después—. ¿Te acuerdas de eso?
Wallander regresó con el pensamiento al año anterior. Con cierto malestar recordó al hombre de negocios y mecenas de arte tristemente célebre que había vivido tras los muros del castillo de Farnholm, al que finalmente, en unos momentos dramáticos, lograron detener en el aeropuerto de Sturup, antes de que dejase el país. El nombre de Åke Liljegren figuró en la investigación. Pero sólo de pasada. Nunca se consideró necesario interrogarlo.
Wallander estaba tomando su tercera taza de café mientras observaba el Estrecho, que aquella mañana estaba lleno de barcos de vela y de transbordadores.
—No lo queríamos, pero lo tenemos de todos modos —dijo—. Otro muerto más con la cabellera arrancada. Según Ekholm, ahora hemos llegado al punto crucial en el que las posibilidades de identificar al asesino se incrementan de manera espectacular. Todo según los modelos del FBI. Ahora las similitudes y las diferencias estarán mucho más claras.
—Me parece intuir que la violencia ha aumentado —dijo Ann-Britt vacilante—. Si es que se puede hacer una escala de hachazos y cabelleras cortadas.
Wallander esperó la continuación con interés. Había aprendido que sus titubeos a menudo revelaban que seguía el rastro de una idea muy importante.
—Wetterstedt estaba debajo de un bote de remos —continuó—. Le habían golpeado desde atrás. Su cabellera estaba cortada. Como si se hubiese tomado el tiempo de ser minucioso. ¿O tal vez había inseguridad? La primera cabellera. A Carlman le mataron directamente desde delante. Tuvo que haber visto al hombre que lo hizo. El cabello estaba arrancado, no cortado. Se puede apreciar rabia o desprecio, o tal vez una ira casi descontrolada. Después viene Björn Fredman. Probablemente estaba echado de espaldas. Seguramente le ató. Si no, se habría resistido. Le echaron ácido en los ojos. El autor tuvo que abrirle los párpados a la fuerza. El hachazo contra la cabeza fue asestado con una fuerza tremenda. Y ahora Liljegren, al que le meten la cabeza dentro del horno. Algo se incrementa. ¿Es el odio? ¿O el gozo incomprensible de una persona enferma disfrutando de su poder?
—Repítele a Ekholm lo que me has dicho a mí —dijo Wallander—. Déjale introducirlo en su ordenador. Estoy de acuerdo contigo. Se pueden entrever ciertos cambios en su comportamiento. Algo se está descarriando. Pero ¿qué nos dice? A veces es como si tuviéramos que interpretar señales con millones de años de antigüedad. Las huellas de los animales extinguidos que se han fosilizado en la ceniza volcánica. En lo que más pienso es en la cronología, que se basa en los hallazgos de las víctimas según cierto orden, ya que las han matado en un orden determinado. Para nosotros se nos presenta una cronología natural. La cuestión es si habrá otro orden entre ellos que no podemos interpretar. Tal vez uno de ellos sea más importante que los demás.
Ella reflexionó.
—¿Alguno de ellos estaba más relacionado con el asesino que los otros?
—Eso mismo —dijo Wallander—. ¿Está Liljegren más cerca de un centro que, por ejemplo, Carlman? ¿Y quién es el más apartado? ¿O tienen todos la misma relación con el asesino?
—Una relación que además quizá solamente exista en su conciencia confusa.
Wallander apartó la taza de café vacía.
—De lo único que podemos estar seguros es de que esos hombres no fueron elegidos al azar —añadió Ann-Britt.
—Björn Fredman se desmarca —dijo al levantarse.
—Sí —dijo Wallander—. Lo hace. Pero si damos la vuelta al argumento se puede decir que las excepciones son los otros.
Volvieron al barrio de Tågaborg, donde les informaron de que Hansson estaba de camino a Helsingborg para hablar con el jefe de policía.
—Mañana tendremos aquí a los del departamento —dijo Sjösten.
—¿Alguien ha hablado con Ekholm? —preguntó Wallander—. Debería venir cuanto antes.
Ann-Britt Höglund se fue para informarse del asunto. Mientras tanto, Wallander y Sjösten registraron la casa otra vez. Nyberg estaba de rodillas en la cocina junto con los otros especialistas. Cuando subían la escalera, Ann-Britt Höglund les alcanzó diciendo que Ekholm estaba de camino en el mismo coche que Hansson. Continuaron el registro de la casa juntos. Nadie decía nada. Cada uno seguía su propia ruta de caza. Wallander intentaba sentir la presencia del asesino, de la misma manera en que lo había buscado en la oscuridad de la casa de Wetterstedt, o en la glorieta del jardín de Carlman. Habían pasado menos de doce horas desde que el asesino puso los pies en esa escalera. Todavía quedaba la huella invisible de su presencia en la casa. Wallander se movía más despacio que los demás. A menudo se quedaba inmóvil mirando al vacío. O se sentaba en una silla contemplando una pared, una alfombra o una puerta. Como si se encontrase en una galería de arte, profundamente ensimismado ante uno de los objetos expuestos. De vez en cuando regresaba y volvía a dar un corto paseo. A Ann-Britt Höglund, que lo observaba, le daba la impresión de que estaba caminando sobre un frágil suelo de hielo. Si Wallander hubiese advertido que 1e miraba, seguramente le habría dado la razón. Cada paso significaba un riesgo, una actitud nueva, renegociar con uno mismo sobre una idea recién concebida. Se movía tanto en la cabeza como en el lugar del crimen en el que se encontraba momentáneamente. La casa de Gustaf Wetterstedt había estado vacía. No había sentido ni una vez la presencia del hombre al que estaba buscando. Eso le convenció finalmente de que el hombre que mató a Wetterstedt nunca había estado dentro de la casa. Nunca estuvo más cerca que en el tejado del garaje en el que había matado el rato leyendo una revista de
Fantomas
que luego rompería en pedazos. Pero aquí, en la casa de Liljegren, era diferente. Wallander volvió a la escalera mirando hacia el cuarto de baño. Si la puerta del baño hubiese estado abierta, desde allí habría visto al hombre al que pronto iba a matar. Y ¿para qué la habría cerrado si Liljegren estaba solo en la casa? Continuó hasta la puerta del cuarto de baño y se situó junto a la pared. Luego entró en el baño, por un momento haciendo el papel de Liljegren en la obra solitaria en la que actuaba. Salió por la puerta, se imaginó el hachazo que venía sin duda alguna y con enorme fuerza desde atrás. Se vio a sí mismo caer contra la alfombra del pasillo. Luego se puso en el otro papel, en el del hombre que llevaba el hacha en la mano derecha. No en la izquierda, ya lo habían podido comprobar con la muerte de Wetterstedt. El hombre era diestro. Wallander bajó poco a poco la escalera arrastrando tras de sí el invisible cadáver. Entró en la cocina, hasta el horno. Continuó hasta el sótano y se detuvo ante el tragaluz, demasiado estrecho para poder salir por allí. No era un hombre grueso el que podía usarlo como entrada a la casa de Liljegren. El hombre al que buscaban tenía que ser delgado. Volvió a la cocina y prosiguió hasta el jardín. Junto al tragaluz, en la parte posterior de la casa, los especialistas estaban buscando las posibles huellas. Wallander podía decir de antemano que no encontrarían nada. El hombre había estado descalzo, como en las ocasiones anteriores. Miró hacia el seto, la distancia más corta entre el tragaluz y la calle. Iba pensando por qué el asesino andaba descalzo. Le había preguntado eso a Ekholm varias veces sin obtener una respuesta convincente. Ir descalzo implicaba exponerse a heridas. Resbalar, pincharse, cortarse. Y de todas formas lo hacía. ¿Por qué caminaba descalzo? ¿Por qué eligió quitarse el calzado? Era otro de los puntos aberrantes a los que había que prestar atención. Arrancaba cabelleras, usaba hachas e iba descalzo. Wallander se quedó inmóvil. La idea se le ocurrió de repente. Su subconsciente había llegado a una conclusión y le envió el mensaje. Ahora lo había recibido.
«Un indio», pensó. «Un guerrero de un pueblo primitivo. »
Sabía que estaba en lo cierto. El hombre al que estaban buscando era un guerrero solitario que se movía por un sendero invisible que él había elegido. Imitaba. Mataba con hacha, cortaba cabelleras, se movía descalzo. ¿Por qué andaría un indio en pleno verano sueco matando a gente? ¿Quién era el que cometía los asesinatos en realidad? ¿El indio o el que interpretaba su papel?
Wallander se concentró en ese pensamiento para no perderlo antes de llegar al final. «Se mueve en distancias grandes», pensó. «Debe de tener un caballo. Una moto que había estado detrás de la caseta de los trabajadores de Obras Públicas. En un coche, se va; pero en una moto, se monta.»
Volvió a la casa. Por primera vez en el transcurso de la investigación pensó que podía divisar la imagen del hombre que buscaban. La tensión ante el descubrimiento fue inmediata. Su atención se intensificaba. Sin embargo, aún quería guardarse la idea para sí mismo.
Se abrió una ventana en el piso superior. Sjösten se asomó.
—¡Sube! —gritó.
Wallander entró en la casa preguntándose qué habrían encontrado. En una habitación, que debió de ser el despacho de Liljegren, Sjösten y Ann—Britt Höglund se hallaban delante de una estantería de libros. Sjösten llevaba una bolsita de plástico en la mano.
—Supongo que es cocaína —dijo—. Aunque también podría ser heroína.
—¿Dónde estaba? —preguntó Wallander.
Sjösten señaló un cajón abierto.
—Naturalmente puede haber más —dijo Wallander.
—Me ocuparé de que nos envíen un perro de narcóticos —dijo Sjösten.
—Creo que también deberías enviar a algunos para que hablen con los vecinos —sugirió Wallander—. Pregúntales si han visto un hombre en una moto. No solamente ayer o anoche. También durante las últimas semanas.
—¿Vino en moto?
—Creo que sí. Encajaría con la forma de transporte de antes. Lo verás en el material de investigación.
Sjösten salió de la habitación.
—No hay nada sobre una moto en el material de investigación —dijo Ann-Britt Höglund sorprendida.
—Debería haberlo —dijo Wallander distraído—. Me parece que habíamos determinado que era una moto la que había estado en la carretera poco más allá de la casa de Carlman, ¿verdad? ¿No fue así?
En ese momento vio que Ekholm y Hansson subían por el camino de grava bordeado de rosales. Llegaban acompañados por otro hombre que Wallander suponía debía ser el jefe de la policía de Helsingborg. El intendente Birgersson les salió al encuentro a medio camino.
—Supongo que será mejor que bajemos —dijo—. ¿Habéis encontrado algo más?
—La casa se parece a la de Wetterstedt —comentó Ann-Britt—. La misma tétrica atmósfera burguesa. Pero aquí al menos hay algunas fotografías familiares. Lo que no sé es si te alegran la vida. Liljegren parece haber tenido solamente soldados de caballería en su familia. El regimiento de dragones de Escania, a juzgar por las fotografías.
—No las he mirado —se disculpó Wallander—. Pero te creo. Sus negocios fantasmas indudablemente tenían muchas semejanzas con las guerras primitivas.
—Hay una foto de una pareja de ancianos, delante de una casa de campo —dijo—. Si he entendido bien lo que pone detrás, son sus abuelos maternos en Öland.
Descendieron hasta la planta baja. La mitad de la escalera estaba acordonada para proteger las huellas de sangre.
—Hombres mayores solitarios —dijo Wallander—. Sus casas son similares, ya que ellos tal vez se parecían. ¿Cuántos años tenía Åke Liljegren? ¿Había cumplido los setenta?
La pregunta se quedó sin respuesta, porque Ann-Britt Höglund no lo sabía.
Improvisaron una sala de reuniones en el comedor de Liljegren. Le habían asignado un policía a Ekholm, cuya presencia resultaba innecesaria, que le podía aportar toda la información que necesitaba. Cuando todos se hubieron presentado y sentado, Hansson sorprendió a Wallander con un punto de vista muy firme de cómo se debería proceder. Durante el viaje desde Ystad tuvo tiempo para hablar por teléfono tanto con Per Åkeson como con el departamento de Investigación Criminal de Estocolmo.
—Sería una equivocación afirmar que la situación haya cambiado mucho por lo sucedido en esta casa —comenzó—. La situación ha sido bastante dramática desde que supimos que tratamos con un asesino en serie. Ahora podemos decir que hemos traspasado todos los límites. No hay nada que indique que esta serie de asesinatos se vaya a interrumpir, por más que lo deseemos. En el departamento están dispuestos a prestarnos toda la ayuda que necesitemos y solicitemos. Tampoco tendría que haber problemas con las formalidades ocasionadas por el hecho de tener que establecer un equipo de investigación, que actuará en distintos distritos policiales y contará con personal de Estocolmo. Supongo que no hay nadie que se oponga a que Kurt sea el jefe del nuevo equipo de investigación.
Nadie tenía nada que objetar. Sjösten asintió aprobando desde su lado de la mesa.
—Kurt tiene cierta fama —dijo Hansson sin el menor indicio de que sus palabras pudiesen tener un doble sentido—. El director general de la policía considera incuestionable que Kurt continúe dirigiendo la investigación.
—Estoy de acuerdo —dijo el jefe de policía de Helsingborg. Fue su única aportación durante toda la reunión.
—Hay pautas definidas sobre cómo poner en marcha este tipo de colaboración en el tiempo más breve posible —continuó Hansson—. Los fiscales tienen sus propios procedimientos. Lo más importante ahora mismo es intentar precisar qué tipo de ayuda nos hace falta realmente por parte de Estocolmo.