Wallander miró desanimado al gorrión que había vuelto al contenedor de basura.
—Bueno, ya sabemos eso —dijo—. Sabemos que no sabemos nada nuevo.
Regresaron a la comisaría. Eran las once menos cuarto. El viento, que ahora les soplaba de frente, había aumentado. A medio camino, sonó el teléfono de Wallander. Se puso al abrigo del viento y contestó. Era Svedberg.
—Creemos haber encontrado el lugar donde mataron a Björn Fredman —dijo—. Un embarcadero un poco al oeste de la ciudad.
Wallander sintió desaparecer el desánimo después de la infructuosa visita al hospital.
—Bien —dijo.
—Una llamada —continuó Svedberg—. La persona que llamó habló de manchas de sangre. Puede haber sido alguien que hubiese limpiado pescado. Pero no lo creo. El que llamó es auxiliar de laboratorio. Trabaja con muestras de sangre desde hace treinta y cinco años. Además afirmó que había huellas de ruedas muy cerca. Donde normalmente no las hay. Un coche estuvo aparcado allí. ¿Por qué no un Ford de 1967?
—Dentro de cinco minutos empezaremos a averiguarlo —dijo Wallander.
Continuaron subiendo la cuesta, pero mucho más deprisa. Wallander comentó la llamada.
Ninguno de ellos pensaba ya en Erika Carlman.
Hoover descendió del tren en Ystad a las 11,03. Había decidido dejar la motocicleta en casa ese día. Cuando salió por la parte posterior de la estación y vio que el cordón policial alrededor del hoyo en el que había colocado a su padre ya no estaba, sintió una punzada de decepción y rabia. Los policías que le perseguían eran demasiado débiles. Nunca habrían pasado las pruebas más sencillas de acceso a la academia del FBI. Sintió que el corazón de Jerónimo empezaba a latir en su interior. Entendió el mensaje claro y preciso. Concluiría lo que había decidido hacer. Antes de que su hermana volviese a la vida le ofrecería sus dos últimos sacrificios. Dos cabelleras debajo de su ventana. Y el corazón de la chica. Como una ofrenda. Después entraría en el hospital a buscarla y se marcharían juntos. La vida sería totalmente distinta. Un día tal vez leerían juntos su diario. Recordarían los sucesos que la habían sacado de las tinieblas.
Fue caminando hasta el centro de la ciudad. Para no llamar la atención, se había puesto los zapatos. Notaba que a sus pies no les gustaba. Al llegar a la plaza, torció a la derecha y se fue a la casa donde vivía el policía con la chica que debía de ser su hija. Quería averiguar más acerca de ellos y por eso viajó a Ystad. El acto en sí lo había programado para la noche siguiente. O a más tardar la otra. No más. Su hermana ya no tendría que quedarse por más tiempo en el hospital. Se sentó en la escalera de una de las casas vecinas. Estaba practicando para olvidarse del tiempo. Sólo estar sentado, el vacío en la mente, hasta que volviera a emprender su misión. Todavía le quedaba mucho por aprender antes de dominar ese arte a la perfección. Pero no le cabía duda de que un día lo lograría.
Su espera terminó dos horas después. Entonces ella salió por la puerta. Se dirigía al centro de la ciudad y era evidente que tenía prisa.
La siguió sin perderla de vista.
Cuando llegaron al embarcadero, Wallander sintió de inmediato que estaban en el lugar correcto. Se había imaginado la zona exactamente así. La realidad, tal como era aquí al lado del mar, a unos diez kilómetros al oeste de Ystad, coincidía con sus ideas anteriores. Condujeron a lo largo de la carretera costera y se detuvieron cuando un hombre, vestido con pantalones cortos y una camiseta que hacía propaganda del club de golf de Malmberget, les hizo señas desde el arcén. Les guió por una carretera transversal casi invisible y enseguida vieron el embarcadero, oculto desde la carretera. Se detuvieron para no borrar las huellas de coche que ya existían. El auxiliar de laboratorio, un hombre llamado Erik Wiberg, de unos cincuenta años, les contó que durante los veranos vivía en una casita al norte de la carretera y que a menudo solía bajar a ese embarcadero para leer el periódico matutino. Precisamente aquella mañana, el 29 de junio, no había cambiado su costumbre. Fue entonces cuando descubrió las huellas del coche y las manchas oscuras en la madera. Pero no se detuvo a pensarlo más. Ese mismo día se había ido con su familia a Alemania y hasta que regresó y leyó en un periódico que la policía estaba buscando el lugar de un crimen, probablemente cerca del mar, no volvió a pensar en aquellas manchas oscuras. Puesto que trabajaba en un laboratorio en el que muchas veces analizaban sangre de ganado vacuno, le parecía poder constatar que lo que había en el embarcadero era como mínimo parecido a la sangre. Nyberg, que había llegado en un coche después que Wallander y los demás, se encontraba de rodillas junto a las huellas de neumáticos. Tenía dolor de muelas y estaba más irritado que nunca. De hecho sólo tenía fuerzas para hablar con Wallander.
—Es posible que sea el Ford de Fredman —dijo—. Pero tenemos que examinarlo a fondo.
Salieron juntos al embarcadero. Wallander comprendió que habían estado de suerte. Que el verano seco les había ayudado. Si hubiese llovido, tal vez no habrían podido asegurar ninguna huella. Buscó la confirmación en Martinsson, que tenía mejor memoria para cuestiones meteorológicas.
—¿Ha llovido después del 28 de junio? —preguntó.
La respuesta de Martinsson fue inmediata.
—Cayeron unas gotas la mañana de la verbena de San Juan —dijo—. Desde entonces no ha llovido nada.
—Entonces lo acordonaremos —ordenó Wallander señalando con la cabeza a Ann-Britt Höglund, que se fue a llamar a un equipo que pudiera acordonar la zona alrededor del embarcadero.
—Vigilad dónde ponéis los pies —dijo Wallander.
Se situó al principio del embarcadero y vio que las manchas de sangre se concentraban aproximadamente en el centro de los cuatro metros del embarcadero. Se volvió y miró hacia la carretera. Oía el ruido del tráfico, pero no veía los coches. Solamente la parte superior de un camión alto que pasaba con rapidez. Se le ocurrió una idea. Ann-Britt Höglund todavía estaba hablando por teléfono con Ystad.
—Diles que traigan un mapa —dijo— que abarque Ystad, Malmö y Helsingborg.
Luego se dirigió al final del embarcadero y miró el agua. El fondo era pedregoso. Erik Wiberg estaba en la playa, a unos metros de distancia.
—¿Dónde se encuentra la casa más cercana? —preguntó Wallander.
—A unos cien metros —contestó Wiberg—. Al otro lado de la carretera. Hacia el oeste.
Nyberg salió al embarcadero.
—¿Vamos a bucear? —preguntó.
—Sí —respondió Wallander—. Empezaremos con un radio de veinticinco metros alrededor del embarcadero.
Después señaló las argollas que estaban fijadas a la madera.
—Huellas dactilares —dijo—. Si Björn Fredman fue asesinado aquí, tienen que haberle atado. Nuestro asesino se mueve descalzo y no lleva guantes.
—¿Qué es lo que tienen que buscar los buceadores?
Wallander reflexionó.
—No lo sé —dijo—. A ver si sacan algo. Pero creo que encontrarás restos de algas en la pendiente que va desde donde se acaban las huellas del coche hasta el embarcadero.
—El coche no ha dado la vuelta —señaló Nyberg—. Ha ido marcha atrás hasta la carretera. No puede haber visto si venía algún coche. Entonces sólo hay dos posibilidades. A menos que no esté loco del todo.
Wallander alzó las cejas.
—Está loco —dijo.
—No de esa manera —dijo Nyberg.
Wallander entendió lo que quería decir. No podría haber dado marcha atrás hasta la carretera si no hubiese tenido un cómplice que le avisase de que el camino estaba libre de tráfico. O bien había ocurrido de noche, cuando las luces de los coches le avisarían cuándo era prudente salir de nuevo a la carretera principal.
—No tiene ningún cómplice —dijo Wallander—. Y sabemos que tiene que haber ocurrido de noche. La pregunta es sólo por qué llevó el cadáver de Fredman hasta el hoyo delante de la estación de Ystad.
—Está loco —dijo Nyberg—. Tú mismo lo has dicho.
Unos minutos más tarde llegó el coche con el mapa. Wallander le pidió un bolígrafo a Martinsson y se sentó en una piedra al lado del embarcadero. Dibujó unos círculos alrededor de Ystad, Bjäresjö y Helsingborg. Por último señaló el embarcadero que estaba cerca de la carretera transversal hacia Charlottenlund. Escribió números al lado de las marcas. Luego hizo acercarse a Ann-Britt Höglund, Martinsson y Svedberg, que había llegado el último y llevaba un sucio sombrero de ala ancha en vez de la gorra. Señaló el mapa que tenía encima de las rodillas.
—Aquí tenemos sus movimientos —dijo—. Y los lugares de los asesinatos. Como todo lo demás, siguen un patrón.
—Una carretera —dijo Svedberg—. Con Ystad y Helsingborg en los extremos. El asesino de las cabelleras de la llanura del sur de Suecia.
—Eso no es divertido —dijo Martinsson.
—No he intentado ser divertido —protestó Svedberg—. Sólo digo las cosas como son.
—En principio es así —señaló Wallander—. La zona está delimitada. Un asesinato dentro de Ystad. Un asesinato tal vez aquí, no estamos seguros aún, y llevan el cuerpo hasta Ystad. Un asesinato a las afueras de Ystad, en Bjäresjö, donde se encuentra el cuerpo. Y finalmente en Helsingborg.
—La mayoría se concentra en Ystad —dijo Ann-Britt Höglund—. ¿Eso significa que el hombre al que buscamos vive allí?
—A excepción de Björn Fredman, las víctimas han sido encontradas cerca de sus casas o directamente en ellas —dijo Wallander—. Éste es el mapa de las víctimas, no el del asesino.
—Entonces también deberíamos marcar Malmö —apuntó Svedberg—. Allí vivía Björn Fredman.
Wallander trazó también un círculo alrededor de Malmö. El viento agitaba el mapa.
—Ahora ha cambiado la imagen —dijo Ann-Britt Höglund—. Tenemos un ángulo y no una línea recta. Malmö está en el centro.
—Siempre es Björn Fredman quien se desmarca —prosiguió Wallander.
—Tal vez debamos trazar otro círculo —dijo Martinsson—. Alrededor del aeropuerto. Entonces ¿qué tenemos?
—Un movimiento —dijo Wallander—. Alrededor del asesinato de Fredman.
Sabía que ya estaban a punto de llegar a una conclusión decisiva.
—Corrígeme si me equivoco —continuó—. Björn Fredman vive en Malmö. Junto con el que le mata, cautivo o no, viaja hacia el este en el Ford. Llegan aquí. Aquí muere Björn Fredman. El viaje continúa hasta Ystad. El cuerpo es arrojado en un hoyo debajo de una lona, en Ystad. Después el coche sigue hacia el oeste. Es aparcado en el aeropuerto, aproximadamente a medio camino entre Malmö e Ystad. Allí cesan las pistas.
—Desde Sturup hay muchas posibilidades de transporte —dijo Svedberg—. Taxis, el autobús del aeropuerto, coches de alquiler, un vehículo dejado allí antes.
—Eso significa, en otras palabras, que el asesino seguramente no vive en Ystad —prosiguió Wallander—. Puede ser Malmö. Pero también podría ser Lund. O Helsingborg. ¿O por qué no Copenhague?
—A no ser que nos lleve sobre una pista falsa —dijo Ann-Britt Höglund—. Y que de hecho viva en Ystad. Pero prefiere que no lo descubramos.
—Naturalmente puede ser así —dijo Wallander dubitativo—. Pero me cuesta creerlo.
—En otras palabras, debemos concentrarnos más que hasta ahora en Sturup —dijo Martinsson.
Wallander asintió con la cabeza.
—De hecho creo que el hombre al que buscamos utiliza una moto —dijo—. Lo hemos comentado antes. Tal vez hayan visto una moto delante de la casa de Helsingborg en la que murió Liljegren. Hay testigos que quizás hayan visto algo. Sjösten está trabajando sobre ello ahora. Puesto que dispondremos de refuerzos a partir de esta tarde, pienso que podremos realizar un examen minucioso de las posibilidades de transporte desde Sturup. Estamos buscando a un hombre que aparcó el Ford allí la noche del 28 al 29 de junio. De algún modo debe de haber abandonado Sturup. Si es que no trabaja allí.
—Es una pregunta que no podemos contestar —dijo Svedberg—. ¿Qué aspecto tiene ese monstruo?
—No sabemos nada de su cara —dijo Wallander—. Pero sí sabemos que es muy fuerte. Además, el tragaluz de Helsingborg nos indica que es delgado. La suma de estas dos cosas indica, en otras palabras, que se trata de una persona bien entrenada. Que además puede aparecer descalza.
—Mencionaste Copenhague hace un momento —dijo Martinsson—. ¿Eso significa que puede ser extranjero?
—Lo dudo —respondió Wallander—. Creo que estamos tratando con un asesino en serie auténticamente sueco.
—No tenemos mucho —dijo Svedberg—. ¿No se ha encontrado ni un pelo? ¿Es rubio o moreno?
—No lo sabemos —contestó Wallander—. Según Ekholm, es poco probable que intente llamar la atención. No podemos decir nada de la ropa que lleva cuando comete los crímenes.
—¿Tenemos algún indicio de la edad de esa persona? —preguntó Ann-Britt Höglund.
—No —respondió Wallander—. Sus víctimas, sin contar a Björn Fredman, han sido hombres mayores. La idea de que está bien entrenado, se mueve descalzo y tal vez viaje en moto no hace pensar en un hombre mayor.
—Más de dieciocho —dijo Svedberg—. Si es que lleva una moto.
—O dieciséis —objeto Martinsson—. Si se trata de una motocicleta.
—¿No podemos partir de Björn Fredman? —preguntó Ann-Britt Höglund—. Se desmarca de los otros hombres, que son considerablemente mayores. ¿Quizá podríamos pensar en una edad similar entre Björn Fredman y quien le mató? En ese caso hablaríamos de un hombre menor de cincuenta años. Y entre ésos hay unos cuantos bien entrenados.
Wallander contempló a sus colegas con una mirada pesimista. Todos tenían menos de cincuenta; el más joven era Martinsson, con treinta y pocos. Pero ninguno de ellos estaba especialmente bien entrenado.
—Ekholm está ahora mismo elaborando los bocetos del perfil psicológico de ese hombre —dijo Wallander levantándose—. Es importante que lo leamos cada día. Puede darnos ideas.
Norén se acercó a Wallander con un teléfono en la mano. Wallander se agachó al abrigo del viento. Era Sjösten.
—Creo que he encontrado a la persona que buscabas —dijo—. Una mujer que en tres ocasiones acudió a fiestas en el chalet de Liljegren.
—Bien —dijo Wallander—. ¿Cuándo la puedo ver?
—Cuando quieras.
Wallander miró el reloj. Eran las doce y veinte minutos.
—Estaré contigo como muy tarde a las tres —dijo—. Por lo demás creo que hemos localizado dónde murió Björn Fredman.