La falsa pista (56 page)

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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
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A las doce y veinticinco de la noche Wallander miraba por una ventana, contemplaba la clara noche veraniega y pensaba que el mundo se encontraba en un caos tremendo. Fue entonces cuando Birgersson llegó golpeando el suelo del pasillo con los pies y enarbolando triunfalmente un papel en el aire.

—¿Sabes quién es Erik Sturesson? —preguntó.

—No.

—¿Sabes quién es Sture Eriksson, pues?

—No.

—Una misma persona. Que después ha cambiado de nombre una vez más. Esta vez no sólo ha intercambiado el nombre con el apellido. Ahora se ha buscado uno con un aire de familia más noble: Hans Logård.

Wallander se olvidó enseguida del mundo caótico que le rodeaba. Birgersson acudió a aportarle la claridad que necesitaba.

—Bien —dijo—. ¿Qué más sabemos?

—Las huellas dactilares que encontramos en Hördestigen y en los barcos figuraban en los registros. En Erik Sturesson y Sture Eriksson. Pero en nadie llamado Hans Logård. Erik Sturesson, si le consideramos a él, puesto que es el nombre de la partida de nacimiento, tiene cuarenta y siete años. Nació en Skövde, de padre militar de profesión y madre ama de casa. Ambos murieron a finales de los sesenta, el padre alcohólico, para más
inri
. Erik pronto se mezcla con malas compañías. Primer informe a los catorce años. Luego va deprisa. Resumiéndolo todo, ha estado detenido en las cárceles de Österåker, Kumla y Hall. Además de una breve visita en Norrköping. Por cierto, fue al dejar Österåker cuando cambió de nombre por primera vez.

—¿Qué tipo de delincuencia?

—Desde trabajos sencillos y variados hasta especializaciones, diría. Robos y estafas al principio. Algún que otro maltrato. Luego delitos cada vez más graves. Drogas, por supuesto. Cosa dura. Parece ser que trabajó para cárteles turcos y paquistaníes. Esto solamente es un resumen. Se sabrá más durante la noche. Analizamos todo lo que encontramos.

—Necesitamos una foto suya —dijo Wallander—. Y las huellas dactilares se tienen que comparar con las que encontramos en Wetterstedt y Carlman. Fredman también. No olvides las huellas en el párpado izquierdo.

—Nyberg está en marcha en Ystad —dijo Birgersson—. Pero parece muy cabreado todo el tiempo.

—Es como es —dijo Wallander—. Pero es bueno.

Se sentaron ante una mesa repleta de tazas de café vacías. Todos los teléfonos sonaban continuamente. Levantaron un muro invisible a su alrededor. Sólo dejaron pasar a Svedberg, que se sentó en la cabecera de la mesa.

—Lo interesante es que Hans Logård deja de repente de visitar nuestras cárceles —dijo Birgersson—. La última vez que estuvo encerrado fue en 1989. Después está limpio. Como si le hubiesen redimido.

—Si no recuerdo mal, coincide bastante bien con el momento en que Åke Liljegren se establece aquí, en Helsingborg.

Birgersson asintió con la cabeza.

—No hemos acabado aún —prosiguió—. Pero al parecer Hans Logård obtiene la escritura de la propiedad de Hördestigen en 1991. Hay un desfase de unos años. Pero nada impide que viviese en otro sitio mientras tanto.

—Nos lo dirán enseguida —dijo Wallander acercándose un teléfono—. ¿Qué número tiene Elisabeth Carlén? Está en la mesa de Sjösten. ¿Todavía la tenemos bajo vigilancia?

Birgersson asintió de nuevo con la cabeza. Wallander tomó una rápida decisión.

—Retira a los hombres —ordenó.

Alguien colocó una nota delante de Wallander. Marcó el número y esperó. Elisabeth Carlén contestó casi de inmediato.

—Soy Kurt Wallander —se presentó.

—A estas horas no voy a la comisaría —contestó.

—Tampoco hace falta. Sólo tengo una pregunta: ¿Estaba Hans Logård en compañía de Åke Liljegren ya en 1989? ¿O en 1990?

Oyó cómo encendía un cigarrillo. Exhaló el humo directamente en el auricular.

—Sí —dijo—. Creo que estaba ya entonces. Al menos en 1990.

—Bien —dijo Wallander.

—¿Por qué me tenéis bajo vigilancia? —preguntó.

—Quién sabe —dijo Wallander—. Porque no queremos que te pase nada. Sea como sea la retiramos ahora. Pero no te vayas de viaje sin avisarme. Si no me enfadaré.

—Sí —dijo—. Creo que podrías enfadarte.

Ella colgó.

—Hans Logård estaba —dijo Wallander—. Aparece al lado de Liljegren en relación con su llegada a Helsingborg. Unos años más tarde se hace con Hördestigen. Evidentemente fue Åke Liljegren quien se cuidó de la redención de Hans Logård.

Wallander intentó hacer encajar los pedazos.

—Los rumores de trata de blancas empezaron más o menos por entonces. ¿Es así?

Birgersson asintió con la cabeza. Era correcto.

Por un momento reflexionaron sobre sus palabras en silencio.

—¿Tiene Logård un pasado violento? —preguntó Wallander.

—Unos cuantos delitos graves de maltrato —contestó Birgersson—. Pero no ha disparado nunca. Que nosotros sepamos, al menos.

—¿Nada de hachas?

—No. Nada parecido.

—Sea como sea, tenemos que encontrarlo —dijo Wallander levantándose—. ¿Dónde coño se está escondiendo?

—Le encontraremos —dijo Birgersson—. Tarde o temprano saldrá.

—¿Por qué disparó? —preguntó Wallander.

—Mejor se lo preguntas a él —contestó Birgersson.

Birgersson abandonó la habitación. Svedberg se quitó la gorra.

—¿Realmente es el mismo hombre al que estamos buscando? —preguntó inseguro.

—No lo sé —dijo Wallander—. Pero lo dudo. Aunque me puedo equivocar, naturalmente. Esperemos que sea así.

Svedberg salió de la habitación. Wallander estaba solo otra vez. Echaba de menos a Rydberg más que nunca. «Siempre queda otra pregunta por hacer.» Palabras que Rydberg repetía a menudo. ¿Cuál era, por tanto, la pregunta que aún no se había hecho? La buscaba. No encontraba nada. Las preguntas estaban hechas. Sólo faltaban las respuestas.

Por eso fue un alivio cuando Ann-Britt Höglund entró en la habitación. Eran la una menos tres minutos. Sintió de nuevo envidia de su bronceado. Se sentaron.

—Louise no estaba allí —dijo—. La madre estaba bebida.

Pero su preocupación por la hija parecía sincera. No podía comprender qué podía haber pasado. Creo que decía la verdad. Me dio mucha pena.

—¿Realmente no tenía ni idea?

—Nada. Y había estado pensando en ello.

—¿Había ocurrido antes?

—Nunca.

—¿Y el hijo?

—¿El mayor o el menor?

—El mayor. Stefan.

—No estaba en casa.

—¿Estaba buscando a su hermana?

—Si entendí bien a la madre, se va de vez en cuando. Pero me fijé en una cosa. Pedí permiso para mirar un poco por allí. Por si de todos modos estuviera Louise. Entré en la habitación de Stefan. El colchón de su cama no estaba. Sólo estaba el cubrecama. Tampoco había almohada ni manta.

—¿Le preguntaste dónde estaba?

—Desgraciadamente, no. Pero sospecho que no habría podido contestarme.

—¿Mencionó cuánto tiempo llevaba fuera?

Reflexionó y consultó sus anotaciones.

—Desde ayer por la tarde.

—El mismo día y hora en que desapareció Louise.

Le miró sorprendida.

—¿Habría ido a buscarla él? ¿Dónde están, pues?

—Dos preguntas, dos respuestas. No lo sé. No lo sé.

Wallander sintió cierto malestar en su cuerpo. No podía determinarlo. Pero ahí estaba.

—¿No le habrás preguntado a la madre por casualidad si Stefan tiene una motocicleta?

Vio que enseguida captaba a qué aludía.

—No —dijo.

Wallander señaló el teléfono que estaba en la mesa.

—Llámala —dijo—. Pregúntale. Ella bebe durante las noches. No la despertarás.

Hizo lo que le pedía. Tardó en contestar. La conversación fue muy breve. Volvió a colgar. Vio que estaba aliviada.

—No tiene una motocicleta —dijo—. Al menos que ella sepa. Además Stefan no ha cumplido los quince aún, ¿verdad?

—Sólo era una idea —dijo Wallander—. Teníamos que saberlo. Además dudo que los jóvenes de hoy en día se preocupen siempre por si algo está permitido o no.

—El pequeño se despertó cuando me marchaba —dijo—. Dormía en el sofá al lado de la madre. Supongo que eso fue lo que peor me sentó.

—¿Qué se despertara?

—Que me viera. No he visto nunca unos ojos tan asustados en un niño.

Wallander golpeó con el puño en la mesa. Ella se sobresaltó.

—Ahora lo sé —dijo—. Lo que se me había pasado por alto todo el tiempo. ¡Joder!

—¿Qué?

—Espera un poco. Espera un poco…

Wallander se frotó las sienes para obligar a salir la imagen que durante tanto tiempo había estado preocupando a su subconsciente. Ya la tenía.

—¿Recuerdas aquel médico que le hizo la autopsia a Dolores María Santana en Malmö?

Ella reflexionó.

—¿No fue una mujer?

—Sí. Una mujer. ¿Cómo se llamaba? ¿Malm?

—Svedberg tiene buena memoria —dijo—. Iré a buscarlo.

—No hace falta —dijo Wallander—. Ahora me acuerdo. Se llama Malmström. La tenemos que encontrar. Y la tenemos que encontrar ahora. Quiero que te encargues. Rápido, coño.

—¿Por qué?

—Te lo explicaré luego.

Se levantó y salió del cuarto. Wallander pensó que no podía ser cierto lo que ahora empezaba a creer en serio. ¿Era posible que Stefan Fredman estuviese involucrado en todo lo ocurrido? Levantó el auricular y llamó a Per Åkeson. Contestó enseguida. Pese a no tener tiempo, le dio un informe de la situación. Después pasó rápidamente a lo que tenía en la mente.

—Quiero que me hagas un favor —dijo—. Ahora. En plena noche. Que llames al hospital en el que estaba ingresada Louise. Que les digas que fotocopien la página en la que escribió su nombre la persona que fue a buscarla. Y que la envíen por fax aquí a Helsingborg.

—¿Cómo coño voy a hacer eso?

—No lo sé —respondió Wallander—. Pero puede ser importante. Pueden tachar todos los demás nombres de la página. Sólo quiero ver esa firma.

—¿La que era ilegible?

—Eso es. Quiero ver la firma ilegible.

Wallander hizo hincapié en sus palabras. Per Åkeson entendió que buscaba algo que tal vez fuera importante.

—Dame el número de fax —dijo Per Åkeson—. Lo intentaré.

Wallander le dio el número y colgó. Un reloj en la pared señalaba las dos menos cinco. Aún hacía bochorno. Wallander sudaba en su camisa nueva. Se preguntó distraídamente si era la administración estatal la que le había pagado la camisa y los pantalones nuevos. A las dos menos tres minutos Ann-Britt Höglund regresó diciendo que Agneta Malmström se encontraba de vacaciones navegando en algún lugar entre Landsort y Oxelösund.

—¿El barco tiene un nombre?

—Dicen que es un modelo llamado Maxi. El nombre es
Sanborombon
. También tiene un número.

—Llama a Radio Estocolmo —continuó Wallander—. Seguramente tendrán una radio de comunicaciones a bordo. Diles que avisen al barco. Subraya que es una urgencia policial. Habla con Birgersson. Quiero hablar con ella ahora.

Wallander notó que había entrado en una fase en la que empezaba a dar órdenes. Ella desapareció para hablar con Birgersson. Svedberg casi chocó con ella en la puerta cuando entraba con unos papeles que informaban sobre cómo los guardias de seguridad habían vivido la situación cuando les robaron el coche.

—Tienes razón —dijo—. De hecho sólo vieron la pistola. Además todo sucedió muy deprisa. Pero era rubio, con ojos azules, y vestía algún tipo de chándal. Estatura normal, hablaba en un dialecto de Estocolmo. Daba la impresión de estar bajo los efectos de alguna droga.

—¿Qué querían decir con eso?

—Sus ojos.

—Supongo que la identificación se está difundiendo con rapidez.

—Voy a controlarlo.

Svedberg abandonó la estancia tan rápido como había entrado en ella. Desde el pasillo se oían voces alteradas. Wallander suponía que un periodista habría intentado traspasar los límites que Birgersson había trazado. Encontró una libreta e hizo unas anotaciones. Carecían de orden entre sí, las garabateó tal y como se le ocurrían. El sudor le caía por la cara, miraba sin cesar el reloj de la pared, y en su cabeza veía a Baiba sentada junto al teléfono en el apartamento espartano de Riga, esperando la llamada que hacía tiempo que debería haber hecho. Eran cerca de las tres de la madrugada. El coche de los guardias de seguridad todavía no había aparecido. Hans Logård se escondía en alguna parte. La chica que había regresado de la visita al puerto no había podido identificar el barco con seguridad. Tal vez lo era, tal vez no. Un hombre que siempre estaba en la sombra había llevado el timón. No recordaba ninguna tripulación. Wallander le dijo a Birgersson que las chicas tenían que dormir. Consiguieron acomodarlas en un hotel. Una de las chicas sonrió tímidamente a Wallander cuando se encontraron por el pasillo. La sonrisa le alegró, y por un momento se sintió casi eufórico. A intervalos regulares, Birgersson entraba en las diferentes dependencias en las que Wallander se encontraba en ese momento y le entregaba información adicional sobre Hans Logård. A las tres y cuarto de la madrugada Wallander supo que había estado casado dos veces y que tenía dos hijos menores de edad. Una hija que vivía con su madre en Hagfors y un chico de nueve años en Estocolmo. Siete minutos más tarde Birgersson regresó e informó de que Hans Logård probablemente tenía un hijo más, pero que no se podía confirmar.

A las tres y media, un policía exhausto entró donde Wallander estaba sentado con una taza de café en la mano y con los pies en la mesa, y dijo que Radio Estocolmo había logrado contactar con el barco de vela
Sanborombon
en el que se encontraba la familia Malmström, a siete millas náuticas al suroeste de Landsort, camino de Arkösund. Wallander dio un respingo y le acompañó hasta la sala de operaciones en la que Birgersson estaba gritando por un teléfono. Le entregó el auricular a Wallander.

—Se encuentran en algún lugar entre dos faros denominados Hävringe y Gustaf Dalén —dijo—. Hablarás con alguien que se llama Karl Malmström.

Wallander le entregó precipitadamente el auricular a Birgersson.

—Es con ella con la que tengo que hablar —dijo—. Él me importa una mierda.

—Espero que te des cuenta de que hay cientos de barcos de recreo allí fuera que pueden escuchar todas las conversaciones transmitidas por la radio costera.

Eso Wallander no lo había tenido en cuenta dadas las prisas.

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