—No es muy comunicativo. Pero sí, nos saludamos cuando viene.
—¿Cuándo estuvo aquí por última vez?
El hombre reflexionó.
—La semana pasada. Pero ahora en verano es fácil equivocarse.
Sjösten consiguió abrir la escotilla de la cabina manipulando la cerradura con suavidad. Desde dentro pudo abrir los dos batientes. Wallander subió a bordo con torpeza. Para él la cubierta de un barco era como pisar hielo resbaladizo. Se metió en la bañera y siguió hasta la cabina. Sjösten, previsor, había llevado una linterna. Rápidamente examinaron la cabina, sin encontrar nada.
—No lo entiendo —dijo Wallander cuando estuvieron de nuevo en el muelle—. Liljegren tiene que haber cuidado de sus negocios desde algún sitio.
—Estamos analizando sus teléfonos móviles —dijo Sjösten—. Tal vez nos den algo.
Empezaron a caminar hacia tierra firme. El hombre de la camiseta que anunciaba buñuelos de pescado iba con ellos.
—También vais a ver su otro barco, ¿verdad? —dijo cuando habían abandonado el largo muelle.
Wallander y Sjösten reaccionaron a la vez.
—¿Logård tiene otro barco? —preguntó Wallander.
El hombre señaló hacia el muelle más alejado.
—El blanco que está en la punta. Un Storö. Se llama
Rosmarin
.
—Claro que lo veremos —dijo Wallander.
Un fueraborda de motor largo y potente, pero al mismo tiempo esbelto, estaba delante de ellos.
—Uno de estos cuesta dinero —dijo Sjösten—. Mucho, mucho dinero.
Subieron a bordo. La puerta de la cabina estaba cerrada con llave. El hombre del muelle les estaba mirando.
—Él sabe que soy policía —dijo Sjösten.
—No podemos esperar —dijo Wallander—. Fuerza la puerta. Pero hazlo de forma que salga barato.
Sjösten logró abrir la puerta rompiendo sólo un trozo de la moldura. Bajaron al camarote. Wallander comprendió enseguida que habían acertado. A lo largo de una de las paredes había una estantería con archivadores y carpetas de plástico.
—Lo más importante será encontrar la dirección de Hans Logård —dijo Wallander—. Revisaremos el resto más tarde.
Tardaron diez minutos en encontrar el carné de socio de un club de golf a las afueras de Ängelholm con el nombre y la dirección de Hans Logård.
—Vive en Bjuv —afirmó Sjösten—. No está muy lejos de aquí.
Iban a abandonar el barco cuando Wallander, llevado por su instinto, abrió un armario ropero. Ante su sorpresa, había algo de ropa femenina.
—Quizás hayan celebrado fiestas aquí a bordo también —dijo Sjösten.
—Tal vez —añadió Wallander pensativo—. Pero no estoy tan seguro.
Dejaron el barco y bajaron al muelle otra vez.
—Quiero que me llames si aparece Hans Logård —le dijo Sjösten al guardia del muelle.
Le entregó una tarjeta con sus números de teléfono.
—Pero será en secreto, por supuesto —dijo el hombre, expectante.
Sjösten sonrió.
—Correctamente entendido —contestó—. Haz ver que todo está como siempre. Y luego me llamas. Sea la hora que sea.
—No hay nadie aquí por las noches —contestó el hombre.
—Esperemos que aparezca de día, pues.
—¿Se puede preguntar qué es lo que ha hecho?
—Se puede preguntar —dijo Sjösten—. Pero no se obtiene respuesta.
Abandonaron el club náutico. Eran las tres.
—¿Nos llevamos a más gente? —preguntó Sjösten.
—Aún no —contestó Wallander—. Primero tenemos que encontrar su casa e intentar saber si está allí.
Salieron de Helsingborg y se dirigieron hacia Bjuv. Se encontraban en una parte de Escania que Wallander desconocía. Hacía bochorno. Wallander presentía que habría tormenta y lluvia hacia la noche.
—¿Cuándo fue la última vez que llovió? —preguntó.
—En junio, por San Juan —contestó Sjösten después de reflexionar—. Y no fue mucho.
Acababan de pasar la entrada a Bjuv cuando el teléfono móvil de Sjösten empezó a sonar. Redujo la velocidad y contestó.
—Es para ti —dijo, y le entregó el auricular a Wallander.
Era Ann-Britt Höglund, que llamaba desde Ystad. Fue directa al grano.
—Louise Fredman se ha escapado del hospital.
Wallander tardó un momento en entender qué decía.
—¿Puedes repetir lo que has dicho?
—Louise Fredman se ha escapado del hospital.
—¿Cuándo ocurrió?
—Hace poco más de una hora.
—¿Cómo te has enterado?
—Alguien contactó con Per Åkeson. Él me llamó.
Wallander reflexionó.
—¿Cómo ocurrió?
—Alguien la fue a buscar.
—¿Quién?
—No lo sé. Nadie vio cuándo ocurría. De repente ya no estaba.
—¡Mierda!
Sjösten redujo la velocidad aún más cuando entendió que algo serio había ocurrido.
—Te llamo dentro de un rato —dijo—. Mientras tanto intenta averiguar absolutamente todo acerca de lo ocurrido. Sobre todo quién la fue a buscar.
Ann-Britt Höglund prometió hacer lo que le pedía. Wallander terminó la conversación.
—Louise Fredman se ha escapado del hospital —le dijo a Sjösten.
—¿Por qué?
Wallander reflexionó antes de contestar.
—No lo sé —respondió—. Pero esto tiene que ver con nuestro asesino. Estoy seguro de ello.
—¿Quieres volver?
—No. Continuemos. Ahora más que nunca es importante encontrar a Hans Logård.
Entraron en la población y se detuvieron. Sjösten bajó la ventanilla para preguntar por el camino a la calle donde debía vivir Hans Logård.
Preguntaron a tres personas y recibieron la misma respuesta.
Nadie había oído hablar jamás de la dirección que buscaban.
Habían estado a punto de darse por vencidos y pedir ayuda adicional cuando finalmente encontraron el rastro de Hans Logård y su dirección. Fue también entonces cuando unas solitarias gotas de lluvia cayeron sobre Bjuv. La tormenta pasó de largo alejándose por el oeste. El tiempo seco continuaría.
La dirección que buscaban era Hördestigen. Tenía el código postal de Bjuv. Pero allí no estaba. Wallander entró en la oficina de correos a preguntar. Hans Logård tampoco tenía un apartado de correos, al menos en Bjuv. Por último no les quedaba más remedio que sospechar que la dirección de Hans Logård era falsa. Pero fue entonces cuando Wallander entró con paso decidido en la pastelería del centro de Bjuv y empezó a conversar amablemente con las dos mujeres de detrás del mostrador a la vez que compraba unos bollos de canela. Una de ellas tenía la respuesta. Hördestigen no era una calle. Era el nombre de una casa, al norte de la ciudad, difícil de encontrar si no se sabía adónde se iba.
—Allí vive un hombre llamado Hans Logård —comentó Wallander—. ¿Le conocen?
Las dos mujeres se miraron, como si preguntasen a su memoria colectiva, y luego negaron al unísono con la cabeza.
—Tenía un familiar lejano que vivía en Hördestigen cuando yo era niña —dijo una de las mujeres, la más delgada de las dos—. Pero cuando murió vendieron la casa a gente desconocida. Y probablemente así ha continuado. Aunque la finca se sigue llamando Hördestigen, eso sí que lo sé. Pero quizá tiene otro nombre como dirección postal.
Wallander le pidió que le dibujara un mapa. Arrancó un trozo de una bolsa para el pan y le trazó el camino. Sjösten, mientras tanto, esperaba en el coche. Eran casi las seis. Ya llevaban varias horas buscando el camino de Hördestigen. Puesto que Wallander había hablado casi incesantemente por teléfono para recibir informes detallados de cómo había desaparecido Louise Fredman, Sjösten más o menos sólo se había encargado de buscar la dirección desaparecida de Hans Logård. O sea que habían estado a punto de abandonarlo y pedir ayuda cuando a Wallander se le ocurrió intentarlo en la pastelería, la clásica central del chismorreo. Y entonces habían tenido suerte. Wallander salió a la calle con el trozo de la bolsa para el pan en la mano como un trofeo. Salieron de la población, siguiendo el camino hacia Höganäs. Wallander iba dirigiendo según las indicaciones de la bolsa de pan. Llegaron a una zona donde las casas eran notablemente más escasas. Allí se equivocaron de camino por primera vez. Entraron en un hayal que era mágicamente hermoso. Pero equivocado. Wallander dirigió a Sjösten hacia atrás, regresaron a la carretera principal y empezaron de nuevo. La siguiente carretera transversal otra vez hacia la izquierda, luego a la derecha y otra vez a la izquierda. El camino se terminó en medio de un campo. Wallander profirió palabrotas para sus adentros, salió del coche y miró a su alrededor. Buscaba la torre de una iglesia de la que le habían hablado las mujeres de la pastelería. Pensó que, en realidad, él era allí en el campo como una persona a la deriva en el mar, buscando un faro que le guiase. Encontró la torre de la iglesia y entendió, después de haberlo consultado con la bolsa de pan, por qué se habían equivocado de camino. Sjösten retrocedió de nuevo, empezaron otra vez y esta vez lo encontraron. Hördestigen era una vieja finca, no muy diferente a la de Carlman, que estaba solitariamente situada, sin vecinos, rodeada de un hayal por dos lados y de unos campos ligeramente inclinados en los otros dos. El camino terminaba en la finca. Wallander observó que no había buzón para cartas. El cartero rural no visitaba a Logård en esa dirección. Sus cartas debían de ir a otro sitio. Sjösten estaba saliendo del coche cuando Wallander le detuvo.
—¿Qué es lo que esperamos realmente? —dijo—. ¿Hans Logård? ¿Quién es?
—¿Quieres decir si es peligroso?
—De hecho no sabemos si es el que ha matado a Liljegren —añadió Wallander—. O a los demás. No sabemos nada de nada sobre Hans Logård.
La respuesta de Sjösten sorprendió a Wallander.
—Tengo una escopeta de perdigones en el maletero del coche. Y munición. Te la quedas tú. Yo tengo mi arma reglamentaria.
Sjösten se agachó para sacarla de donde la llevaba escondida, debajo del asiento.
—Contra el reglamento —dijo sonriendo—. Pero si vas a seguir todas las disposiciones existentes, el trabajo policial hace tiempo que estaría prohibido por los que vigilan el cumplimiento de la ley de protección del trabajo.
—Dejemos la escopeta —dijo Wallander—. Por cierto, ¿tienes licencia para el arma?
—Claro que tengo licencia —dijo Sjösten—. ¿Qué te crees?
Salieron del coche. Sjösten se había metido la pistola en el bolsillo de la chaqueta. Permanecieron quietos, a la escucha. A lo lejos se oía la tormenta. Alrededor de ellos, calma, y además hacía bochorno. En ningún sitio había señal de coches ni de personas. Toda la finca parecía abandonada. Empezaron a caminar hacia la casa, que tenía forma de L alargada.
—Un ala tiene que haber ardido —dijo Sjösten—. O la han derribado. Pero es una casa bonita. Bien cuidada. Igual que el barco.
Wallander se acercó y llamó a la puerta. No hubo respuesta. Luego golpeó. Nada de nuevo. Miró por una de las ventanas. Sjösten se quedó detrás con una mano en el bolsillo de la chaqueta. A Wallander no le gustaba tener armas cerca. Dieron la vuelta a la casa. Aún no había señales de vida. Wallander se detuvo, muy pensativo.
—Hay pegatinas por todas partes de que hay alarmas en todas las puertas y ventanas —dijo Sjösten—. Pero seguramente tardarán un montón en venir si se dispara la alarma. Tenemos tiempo para entrar y marcharnos otra vez.
—Aquí hay algo que no encaja —continuó Wallander, que parecía haber pasado por alto el comentario de Sjösten.
—¿Qué?
—No lo sé.
Se fueron hacia el ala que servía de cobertizo. La puerta estaba cerrada con cadenas y gruesos candados. Por la ventana veían que estaba lleno de trastos.
—Aquí no hay nadie —dijo Sjösten con resolución—. Tendremos que poner la finca bajo vigilancia.
Wallander miró a su alrededor. Había algo que no encajaba, estaba seguro. No sabía decir qué. Volvió a dar la vuelta a la casa, mirando por todas las ventanas, escuchando. Sjösten iba detrás de él. Cuando llegaron a la parte de atrás por segunda vez, Wallander se detuvo ante unas bolsas de basura negras que estaban apoyadas en la pared de la casa. Estaban mal cerradas, atadas con un cordel. Las moscas zumbaban alrededor de ellas. Abrió una. Restos de comida, platos de papel. Sacó un envoltorio de un producto Scan entre el dedo índice y el pulgar. Sjösten estaba a su lado, contemplándolo. Se fijó en las fechas de caducidad, que eran legibles. Notó que el plástico olía a carne fresca. No hacía muchas horas que lo habían dejado allí. No con aquel calor. Abrió la segunda bolsa. Estaba también llena de envoltorios de comida precocinada. Mucha comida que habían comido en pocos días.
Sjösten estaba al lado de Wallander mirando el interior de las bolsas.
—Debe de haber celebrado una fiesta.
Wallander intentó pensar. El calor sofocante le aturdía la cabeza. Muy pronto le empezaría a doler, lo sabía.
—Entremos —dijo—. Quiero ver la casa. ¿No hay ninguna manera de evitar la alarma?
—Posiblemente a través de la chimenea —respondió Sjösten.
—Entonces que sea lo que Dios quiera —dijo Wallander.
—Tengo una ganzúa en el coche —comentó Sjösten.
Fue a buscarla. Wallander examinó la puerta de la fachada de la casa. Le recordó a la puerta que había forzado en casa de su padre en Löderup. Éste era el verano de las puertas. Fueron a la parte posterior de la casa. Aquella puerta parecía más frágil. Wallander decidió forzarla del revés. Introdujo la ganzúa entre las dos bisagras de la puerta. Luego miró a Sjösten, que echó una mirada a su reloj de pulsera.
—Listo —dijo.
Wallander se puso tenso e hizo palanca con todas sus fuerzas. Las bisagras saltaron, al igual que el revoque y los ladrillos viejos. Dio un salto hacia un lado para que la puerta no le cayera encuna.
Entraron dentro, la casa se parecía aún más a la de Carlman. Habían derribado las paredes, las estancias eran abiertas. Muebles modernos, suelos de madera recién instalados. Escucharon otra vez. Todo estaba en silencio. «Demasiado silencio», pensó Wallander. «Como si toda la casa aguantase la respiración.» Sjösten señaló un teléfono combinado con un fax. La luz del contestador automático destellaba. Wallander asintió con la cabeza. Sjösten apretó el botón. Crujía y siseaba. Luego se oyó una voz. Wallander observó que Sjösten se sobresaltaba. Una voz masculina pedía que Hans Logård le llamara cuanto antes. Luego otra vez silencio. La cinta se interrumpió.