La falsa pista (25 page)

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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
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—Llegó una carta a la policía —empezó—. Escrita en vuestro papel. Por eso estoy aquí.

Le contó lo de la chica que se había suicidado. Vio que le disgustaba profundamente. Al preguntarle después, dijo que había estado enferma unos días y que no había leído los periódicos.

Wallander le mostró la carta.

—¿Tiene idea de quién puede haberla escrito? —preguntó—. ¿Quién tiene acceso a su papel de cartas?

Ella meneó la cabeza.

—Una parroquia no es como un banco —contestó—. Y aquí sólo tenemos a mujeres como empleadas.

—De la carta no puede deducirse si fue escrita por un hombre o por una mujer —señaló Wallander.

—No sé quién puede ser —dijo.

—Helsingborg. ¿Vive alguno de la parroquia allí? ¿O que viaje allí a menudo?

Volvió a negar con la cabeza. Wallander comprendió que realmente intentaba ayudarlo.

—¿Cuántos sois los que trabajáis aquí? —preguntó.

—Conmigo, cuatro. Y luego Andersson que nos ayuda en el jardín. También tenemos un conserje a tiempo completo, Sture Rosell. Pero está sobre todo en los cementerios y en nuestras iglesias. Cualquiera de ellos puede haber entrado y haberse llevado un papel de carta de aquí. Además de todos los que visitan el despacho parroquial por algún asunto.

—¿Y no reconoces la letra?

—No.

—No está prohibido recoger a autostopistas —dijo Wallander—. ¿Entonces por qué se escribe una carta anónima? ¿Para esconder que has estado en Helsingborg? A mí me confunde el anonimato.

—Claro que puedo comprobar si alguno de los empleados estuvo en Helsingborg ese día —señaló—. E intentaré ver si la letra se parece a la de alguien de aquí.

—Te agradezco la ayuda —dijo Wallander levantándose—. Me puedes encontrar en la comisaría de Ystad.

Anotó su número de teléfono en una hoja que ella le dio. Le acompañó hasta la salida.

—Nunca antes había conocido a una mujer sacerdote —dijo.

—Todavía hay muchos que se sorprenden —contestó ella.

—En Ystad tenemos nuestra primera mujer jefa de policía —dijo—. Todo cambia.

—¡Ojalá sea para mejor! —contestó ella sonriendo.

Wallander la miró y pensó que era muy hermosa. No consiguió ver si llevaba anillo en la mano. Al regresar al coche no pudo evitar algunos pensamientos prohibidos. Realmente era muy atractiva.

El hombre que cortaba el césped se había sentado en un banco para fumarse un cigarrillo. Sin poder explicar después por qué lo hizo, Wallander se sentó en el banco y empezó a hablar con él, que tenía unos sesenta años. Vestía una camisa azul de trabajo y unos pantalones de pana sucios. Llevaba unas anticuadas zapatillas de deporte. Wallander observó que fumaba Chesterfield sin filtro. Recordaba que su padre había fumado esa misma marca cuando él era niño.

—No suele abrir cuando debe estar cerrado —dijo el hombre filosóficamente—. Si he de ser sincero, es la primera vez que ocurre.

—La pastora es muy hermosa —señaló Wallander.

—Además es simpática —dijo el hombre—. Y predica bien. No sé si no será la mejor pastora que hemos tenido. Pero claro que mucha gente habría preferido a un hombre.

—¿Ah, sí? —dijo Wallander distraído.

—Hay mucha gente que no se imagina tener más que un hombre pastor. Los escanianos son conservadores. La mayoría.

La conversación languideció. Era como si ambos hubiesen agotado sus fuerzas en el banco. Wallander escuchaba a los pájaros veraniegos. Notaba el olor a hierba recién cortada. Pensó que debía ponerse en contacto con su colega de la policía de Östermalm, Hans Vikander, para saber si había averiguado algo de la conversación que tuvo con la anciana madre de Wetterstedt. ¡Tenía tantas cosas que hacer! Lo que menos le urgía era estar sentado en un banco delante del despacho parroquial de Smedstorp.

—¿Ha venido a por el certificado de cambio de residencia? —preguntó el hombre de repente.

Wallander se sobresaltó como si le hubieran descubierto en una situación embarazosa.

—Sólo he venido a hacer unas preguntas —dijo.

El hombre le miró.

—Te conozco —dijo—. ¿Eres de Tomelilla?

—No —contestó Wallander—. Soy oriundo de Malmö. Pero vivo desde hace años en Ystad.

Después se levantó y se volvió hacia el hombre para despedirse. Por azar le echó una mirada a la camiseta que asomaba por debajo de la camisa desabrochada. Vio que hacía propaganda de la línea de los transbordadores entre Helsingborg y Helsingör. Comprendió de inmediato que podría tratarse de una casualidad. Pero decidió rápidamente que no lo era. Se sentó de nuevo. El hombre aplastó la colilla del cigarrillo en la hierba y se dispuso a levantarse.

—Quédate un rato —dijo Wallander—. Quiero preguntarte algo.

El hombre debió de advertir que la voz de Wallander había cambiado. Le miró con actitud expectante.

—Soy policía —dijo Wallander—. En realidad no he venido a hablar con la pastora. He venido a hablar contigo. Me pregunto por qué no firmaste la carta que nos enviaste. La de la chica a quien habías llevado en autostop desde Helsingborg.

Era una apuesta arriesgada, lo sabía. Iba en contra de todo lo que había aprendido. Era un golpe bajo de la norma que decía que un policía no puede mentir para sonsacar una verdad. Al menos cuando no se ha perpetrado ningún crimen.

Pero el golpe fue efectivo. El hombre se sobresaltó, el ataque de Wallander era por sorpresa. Le golpeó tan fuerte que todas las objeciones posibles desaparecieron de inmediato. ¿Cómo podía saber Wallander que había sido él quien había escrito la carta? ¿Cómo podía saber nada en absoluto?

Wallander lo notó. Ahora, cuando el golpe había dado en el blanco, lo único que podía hacer era levantarlo del suelo imaginario y calmarlo de nuevo.

—No es un acto delictivo escribir cartas anónimas —dijo—. Tampoco es ilegal recoger autostopistas. Sólo quiero saber por qué escribiste la carta; cuándo la recogiste, dónde la dejaste y a qué hora. Y si dijo algo en el coche durante el trayecto.

—Ahora te reconozco —murmuró el hombre—. Tú eres aquel policía que le disparó a un hombre en la niebla hace unos años. En el campo de tiro a las afueras de Ystad.

—Tienes razón —dijo Wallander—. Fui yo. Me llamo Kurt Wallander.

—Estaba en la salida sur —exclamó el hombre de repente—. Eran las siete de la tarde. Había ido a comprarme un par de zapatos. Mi primo tiene una zapatería en Helsingborg. Me hace descuento. Nunca suelo recoger autostopistas. Pero se la veía tan abandonada.

—¿Qué pasó, entonces?

—No pasó nada.

—Cuando detuviste el coche. ¿Qué idioma hablaba?

—Yo qué sé qué idioma hablaba. Por lo menos no era sueco. Y yo no hablo inglés. Le dije que iba a Tomelilla. Entonces asintió con la cabeza. Asintió a todo lo que le dije.

—¿Llevaba alguna maleta?

—Nada.

—¿Ni siquiera un bolso?

—No llevaba nada.

—¿Y luego os marchasteis?

—Se sentó en el asiento trasero. Durante todo el viaje no pronunció ni una palabra. Lo encontré raro. Me arrepentí de haberla recogido.

—¿Por qué?

—Quizá no iba a Tomelilla. ¿Quién cojones va a Tomelilla?

—¿O sea que no dijo nada?

—Ni una palabra.

—¿Qué hizo?

—¿Qué qué hizo?

—¿Estuvo durmiendo? ¿Miraba por la ventanilla? ¿Qué hizo?

El hombre reflexionó.

—Había una cosa en la que estuve pensando después. Cada vez que nos adelantaba un coche se agachaba en el asiento trasero. Como si no quisiera ser vista.

—¿O sea que tenía miedo?

—Supongo que sí.

—¿Qué ocurrió después?

—Me detuve en la rotonda a las afueras de Tomelilla y la dejé bajar. Si he de ser sincero, creo que no tenía ni idea de dónde se encontraba.

—¿O sea que no iba a Tomelilla?

—Si puedo decir lo que pienso, creo que quería alejarse de Helsingborg. Yo continué mi camino, pero cuando ya casi estaba en casa pensé: no la puedo dejar allí. Así que volví. Pero no estaba.

—¿Cuánto tardaste?

—Máximo diez minutos.

Wallander reflexionó.

—Cuando la recogiste en las afueras de Helsingborg, ¿estaba en la autopista? ¿Podía ser que hubiese venido haciendo autostop hasta Helsingborg? ¿O venía de la ciudad?

El hombre reflexionó.

—De la ciudad —dijo luego—. Si la hubiesen dejado viniendo desde el norte, no habría estado donde estaba.

—¿Después no la viste más? ¿No fuiste tras ella?

—¿Por qué tendría que haberlo hecho?

—¿Qué hora era cuando pasó todo eso?

—La dejé a las ocho. Recuerdo que las noticias de la radio del coche empezaron en el momento en que ella se apeaba.

Wallander pensó en todo lo que había oído. Sabía que había tenido suerte.

—¿Por qué escribiste a la policía? —preguntó—. ¿Por qué escribiste una carta anónima?

—Leí sobre la chica que se había suicidado —dijo—. Enseguida me vino el presentimiento de que podía ser ella. Pero prefería no darme a conocer. Estoy casado. Recoger a una autostopista podría malinterpretarse.

Wallander intuía que aquel hombre decía la verdad.

—Esta conversación no saldrá a la luz —aseguró—. Pero aun así tengo que pedirte tu nombre y el número de teléfono.

—Me llamo Sven Andersson —dijo el hombre—. Espero que no haya problemas.

—No, si has dicho la verdad —añadió Wallander.

Anotó el número de teléfono.

—Una cosa más —dijo—. ¿Puedes recordar si llevaba alguna joya alrededor del cuello?

Sven Andersson reflexionó. Luego negó con la cabeza. Wallander se levantó y le estrechó la mano.

—Has sido de gran ayuda —dijo.

—¿Es ella? —preguntó Sven Andersson.

—Probablemente —contestó Wallander—. La cuestión ahora es qué hacía en Helsingborg.

Dejó a Sven Andersson y se dirigió a su coche.

En el momento en que abría la puerta sonó el teléfono móvil.

Su primer pensamiento fue que el hombre que había matado a Wetterstedt y a Carlman había atacado de nuevo.

18

En el coche, de regreso a Ystad, Wallander decidió ir ese mismo día a Hässleholm para hablar con el viejo policía Hugo Sandin. Cuando Wallander descolgó el teléfono y oyó que era Nyberg, que le decía que las siete fotos reveladas estaban ya en su mesa, y que por tanto la llamada no era un aviso de que quien mató a Wetterstedt y a Carlman había atacado de nuevo, sintió un gran alivio. Después, cuando ya había salido de Smedstorp, pensó que tendría que controlar mejor su angustia. El hombre tal vez no tenía más víctimas en su lista invisible. No podía sucumbir ante un temor que sólo le causaba dolores de cabeza. Él, al igual que sus colegas, tenía que seguir con su trabajo de investigación como si todo hubiese sucedido y nada más fuese a ocurrir. Si no, se convertirían en policías que dedicaban su tiempo a una espera infructuosa.

Se fue directamente a su despacho y escribió un informe sobre su conversación con Sven Andersson. Intentó en vano encontrar a Martinsson. Ebba sólo sabía que había salido sin decir a dónde iba. Cuando Wallander le llamó al teléfono móvil, sólo obtuvo la respuesta de que no estaba operativo. Le irritaba que Martinsson estuviese ilocalizable tan a menudo. En la siguiente reunión del equipo de investigación les avisaría de que todos debían estar siempre localizables. Luego se acordó de las fotografías que según Nyberg estaban en su mesa. Sin darse cuenta, había colocado su libreta encima del sobre. Las sacó, encendió la lámpara del escritorio y las miró, una por una. Sin saber en realidad lo que había esperado, se sintió desilusionado. Las fotos sólo representaban la vista desde la casa de Wetterstedt. Estaban tomadas desde el piso superior. Podía ver el bote vuelto al revés de Lindgren y el mar, que estaba en calma. No había personas en las fotos. La playa estaba desierta. Dos de las fotos incluso estaban desenfocadas. Las dejó en la mesa y se preguntó por qué las había tomado Wetterstedt. Si es que había sido él quien las hizo. Sacó una lupa de uno de los cajones del escritorio. Ni con ella encontró nada de interés en las fotos. Las volvió a meter en el sobre y pensó en pedir a alguien del equipo de investigación que las mirara, para confirmar que no había dejado pasar por alto algo que fuese de interés. Estaba a punto de llamar a Hässleholm cuando un secretario entró con un fax de Hans Vikander de Estocolmo. Era un informe de cinco páginas de escritura apretada de una conversación que había mantenido con la madre de Wetterstedt. Lo leyó enseguida: minuciosamente escrito pero carente por completo de imaginación. No había ni una sola pregunta que Wallander no hubiese podido predecir. Según su experiencia, un interrogatorio, u otra conversación en relación con una investigación, debía contener tantas preguntas básicas como momentos de sorpresa. Al mismo tiempo pensó que probablemente era injusto con Hans Vikander. ¿Qué posibilidades había de que una mujer de noventa y cuatro años pudiera decir algo inesperado sobre su hijo, al que apenas veía y con quien solamente intercambiaba unas breves conversaciones telefónicas? Después de haber leído la carta de Hans Vikander comprendió que no había nada en ella que les hiciese avanzar. Fue a buscar un café pensando distraídamente en la pastora de Smedstorp. Al volver a su despacho marcó el número de Hässleholm que le habían dado. Contestó un hombre joven. Wallander se presentó y expuso su encargo. Después transcurrieron varios minutos antes de que Hugo Sandin se pusiera al teléfono. Wallander oyó una voz clara y decidida. Hugo Sandin le notificó que estaba dispuesto a verle ese mismo día. Wallander se acercó la libreta de notas y anotó la descripción del camino. A las tres y cuarto dejaba la comisaría. De camino a Hässleholm se detuvo a comer. Ya eran más de las cinco cuando torció junto al molino rehabilitado en el que un letrero anunciaba que existía una alfarería. Un hombre mayor caminaba alrededor de la casa arrancando dientes de león. Cuando Wallander salió del coche, se limpió las manos y fue a su encuentro. A Wallander le costaba creer que ese hombre ágil que se acercaba tuviera más de ochenta años. Era difícil creer que Hugo Sandin y su padre fueran casi de la misma edad.

—Tengo muy pocas visitas —dijo Hugo Sandin—. Todos mis viejos amigos ya se han ido. Me queda un colega de la antigua sección de homicidios, pero está en un geriátrico a las afueras de Estocolmo y ya no recuerda nada posterior a 1960. De verdad que es una mierda hacerse viejo.

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