Se colocó el casco. Luego se fue hacia su motocicleta, que había llevado y aparcado allí el día anterior. La había atado con una cadena y después había vuelto a la ciudad en el autobús del aeropuerto. La puso en marcha y se fue. Era cerca del amanecer cuando enterró la cabellera de su padre debajo de la ventana de su hermana.
A las cuatro y media abría cuidadosamente la puerta del apartamento de Rosengård. Permaneció quieto escuchando. Luego miró en la habitación en la que dormía su hermano. Todo estaba en calma. En el dormitorio de su madre la cama estaba vacía. Ella dormía en el sofá del salón con la boca abierta.
A su lado, en la mesa, había una botella de vino medio vacía. Con cuidado, tapó a su madre con una manta. Después se encerró en el baño y se lavó, quitándose la pintura de la cara. Echó el papel manchado en el inodoro y tiró de la cadena.
Eran casi las seis cuando se había desvestido y acostado. Desde la calle se oía a un hombre que tosía.
Tenía la cabeza completamente despejada.
Se durmió casi enseguida.
29 de Junio – 4 de Julio de 1994
El hombre que levantó la lona gritó. Después se alejó corriendo.
Uno de los vendedores de billetes de los ferrocarriles estaba delante del edificio de la estación fumando un cigarrillo. Eran las siete menos unos minutos de la mañana del 29 de junio. El día iba a ser muy caluroso. El vendedor de billetes fue arrancado de sus pensamientos, que en aquellos momentos no eran tanto sobre cuántos billetes vendería durante la jornada sino acerca del viaje a Grecia que empezaría unos días más tarde. Había vuelto la cabeza al oír el grito y vio cómo el hombre soltó la lona y salió corriendo de allí. Todo era muy extraño, como si fuera el rodaje de una película, aunque no se veía ni una sola cámara. El hombre se fue corriendo hasta la terminal de los transbordadores. El vendedor de billetes tiró la colilla y se acercó al hoyo cubierto por la lona. Sólo cuando ya era demasiado tarde pensó que algo desagradable le podía estar esperando. Para entonces tenía la lona en la mano, sin poder detener sus movimientos. Había mirado fijamente a una cabeza ensangrentada. Dejó caer la lona como si quemase y se fue corriendo hacia el edificio de la estación; tropezó con unas maletas que un madrugador viajero a Simrishamn había dejado por en medio, y luego se acercó uno de los teléfonos de la oficina del jefe de estación.
El aviso llegó a la policía de Ystad a través del número de urgencia 90 000, cuatro minutos después de las siete. Avisaron a Svedberg, que extrañamente había llegado muy pronto esa mañana, y él contestó la llamada. Al oír al vendedor de billetes hablar confusamente de una cabeza ensangrentada, se quedó helado. Con la mano temblando, sólo anotó una palabra, ferrocarriles, y terminó la conversación. Marcó mal el número dos veces y tuvo que empezar de nuevo antes de lograr hablar con Wallander. Parecía que Wallander se acababa de despertar al contestar el teléfono, aunque lo negó de inmediato.
—Creo que ha ocurrido otra vez —dijo Svedberg.
Durante unos segundos Wallander no entendió qué quería decir Svedberg, a pesar de que cada vez que sonaba el teléfono, fuese en casa o en la comisaría, temprano o tarde, temía precisamente eso. Pero ahora, cuando ocurrió, notó un instante de sorpresa, o tal vez una tentativa desesperada y condenada a fracasar desde el principio de huir de todo.
Luego comprendió lo sucedido. Era uno de esos instantes en que enseguida sabía que estaba viviendo algo que nunca olvidaría. De repente pensó que era como imaginar su propia muerte. Un momento en el que ya no era posible ni renegar ni escapar de aquello. «Creo que ha ocurrido otra vez.» Había ocurrido otra vez. Se sintió como una muñeca mecánica. Las palabras balbucientes de Svedberg eran como las manos que giraban la invisible llave policial que llevaba en la espalda. Le dieron cuerda, desde el sueño y la cama, desde los sueños que no recordaba pero que podrían haber sido agradables, y se vistió con un nerviosismo furioso que hizo saltar los botones y dejó los cordones de los zapatos desatados para salir volando por la escalera hacia un día soleado que no percibía. Cuando llegó derrapando en su coche, para el que debía haber solicitado una nueva hora de la ITV, Svedberg ya estaba allí. Unos agentes, bajo la dirección de Norén, estaban poniendo las cintas policiales a rayas que de nuevo proclamaban que el mundo se había hundido. Svedberg acariciaba con torpeza el hombro del vendedor de billetes que lloraba, mientras unos hombres con monos azules contemplaban el hoyo al que debían haber descendido, pero que ahora se había convertido en una pesadilla. Wallander dejó abierta la puerta del coche y echó a correr hacia Svedberg. No sabía por qué corría. ¿Tal vez porque la relojería policial que llevaba en su interior se echaba a volar? ¿O quizá tenía tanto miedo a lo que vería que simplemente no se atrevía a acercarse despacio?
Svedberg estaba pálido. Señaló con la cabeza hacia el hoyo. Wallander se acercó despacio, como si se viera implicado en un duelo en el que con toda seguridad sería el perdedor. Inspiró profundamente un par de veces antes de mirar dentro del hoyo.
Era peor de lo que había podido imaginar. Por un momento le pareció ver directamente dentro del cerebro de una persona muerta. Había algo indecente en toda aquella vivencia, como si el muerto del hoyo hubiese sido descubierto en una situación íntima en la que podía exigir estar a solas. Ann-Britt Höglund se acercó a su lado. Wallander notó cómo se estremecía y volvía la cara. La reacción de ella hizo que él de repente empezara a pensar con lucidez otra vez. De hecho, empezaba a pensar. Los sentimientos se disipaban, ya era investigador de nuevo y comprendió que el hombre que había matado a Gustaf Wetterstedt y a Arne Carlman había vuelto a atacar.
—No hay duda —dijo a Ann-Britt Höglund y se puso de espaldas al hoyo—. Es él otra vez.
Ella estaba muy pálida. Por un momento Wallander pensó que se iba a desmayar. La aferró por los hombros.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó.
Ella movió la cabeza afirmativamente sin contestar.
Martinsson había llegado en compañía de Hansson. Wallander observó su sobresalto al mirar al hoyo. De repente la rabia se apoderó de él. Quien hubiera hecho aquello tenía que ser atrapado, a cualquier precio.
—Tiene que ser el mismo hombre —musitó Hansson con un hilo de voz—. ¿No se va a terminar nunca? No me puedo responsabilizar de esto. ¿Lo sabía Björk cuando dejó su puesto? Pediré refuerzos de la Jefatura Nacional.
—Hazlo —dijo Wallander—. Pero saquémosle antes, a ver si lo podemos resolver nosotros mismos.
Hansson miró con desconfianza a Wallander, que se dio cuenta de que Hansson por un momento creyó que ellos mismos iban a sacar al hombre muerto del hoyo.
Ya se había congregado mucha gente alrededor de la zona acordonada. Wallander recordó la sensación que tuvo en relación con el asesinato de Carlman. Se llevó a Norén a un lado y le pidió que tomara la cámara de Nyberg y fotografiara tan discretamente como fuese posible a los que se encontraban por fuera del cordón policial. Mientras tanto habían llegado los vehículos de los bomberos al lugar. Nyberg ya estaba dirigiendo a sus ayudantes alrededor del hoyo. Wallander se acercó a él intentando no mirar al muerto.
—Otra vez por aquí —dijo Nyberg. Wallander sintió que no era ni cínico ni impasible. Sus miradas se encontraron.
—Tenemos que atrapar al que lo ha hecho —dijo Wallander.
—Cuanto antes mejor —contestó Nyberg. Se echó boca abajo para examinar la cara del muerto en el interior del hoyo. Al levantarse llamó a Wallander, que había ido a hablar con Svedberg. Volvió al hoyo.
—¿Le has visto los ojos? —preguntó Nyberg.
Wallander negó con la cabeza.
—¿Qué les pasa?
Nyberg hizo una mueca.
—Parece que esta vez no se ha contentado con arrancarle la cabellera —contestó Nyberg—. Parece que le ha arrancado los ojos también.
Wallander le miró sin comprender.
—¿Qué quieres decir?
—Sólo quiero decir que el hombre que está metido en el hoyo no tiene ojos —dijo Nyberg—. En su sitio sólo quedan dos agujeros.
Tardaron un par de horas en sacar el cuerpo del hoyo. Mientras tanto Wallander mantuvo una conversación con el trabajador municipal que había levantado la lona y con el vendedor de billetes que había estado en la escalera de la estación de ferrocarriles soñando con Grecia. Anotó las horas. Le pidió a Nyberg que buscara en los bolsillos del muerto para poder identificarlo. Más tarde Nyberg le comunicó que los bolsillos estaban vacíos.
—¿Nada? —preguntó Wallander sorprendido.
—Nada —contestó Nyberg—. Pero algo puede haberse caído de los bolsillos. Vamos a buscar ahí abajo.
Lo levantaron con unos arreos. Wallander se obligó a mirarle a la cara. Nyberg tenía razón. El hombre, al que también le habían cortado la cabellera, no tenía ojos. El cabello arrancado le daba a Wallander la sensación de que era un animal muerto lo que yacía en el plástico delante de sus pies.
Wallander fue a sentarse en las escaleras de la estación de ferrocarril. Examinó las anotaciones sobre las horas que le habían confirmado los trabajadores. Llamó a Martinsson, que estaba hablando con el forense que acababa de llegar.
—Esta vez sabemos que está ahí desde hace poco —dijo—. He hablado con los que realizan los trabajos para cambiar las tuberías de los desagües. Colocaron la lona ayer por la tarde a las cuatro. Habrán traído el cuerpo después de esa hora, pero antes de las siete de esta mañana.
—Por aquí hay mucha gente por las tardes —añadió Martinsson—. Gente que pasea, tráfico que va y viene de la estación y de la dársena de los transbordadores. Tiene que haber sucedido durante la noche.
—¿Cuánto tiempo lleva muerto? —preguntó Wallander—. Eso es lo que quiero saber en primer lugar. Y quién es. Nyberg no encontró ninguna cartera. No tenían nada en qué basarse para verificar la identidad del muerto. Ann-Britt Höglund fue a sentarse junto a ellos en las escaleras.
—Hansson está hablando de pedir refuerzos de la Jefatura Nacional —dijo.
—Lo sé —contestó Wallander—. Pero no lo hará hasta que se lo pida. ¿Qué ha dicho el forense?
Miró sus anotaciones.
—Unos cuarenta y cinco años —dijo—. Robusto, bien formado.
—Entonces es el más joven hasta ahora —afirmó Wallander.
—Curioso lugar para esconder el cuerpo —dijo Martinsson—. ¿Qué se pensaba, que los trabajos se suspendían durante el mes de vacaciones?
—Quizá sólo quería deshacerse del cuerpo —sugirió Ann-Britt Höglund.
—¿Entonces por qué eligió el hoyo? —objetó Martinsson—. Debe de haberle costado mucho esfuerzo introducirlo allí. Además, el riesgo de ser descubierto era grande.
—Tal vez quiso que se encontrara —dijo Wallander pensativamente—. No podemos excluir esa posibilidad.
Le miraron sorprendidos. Pero en vano esperaron una continuación.
Se llevaron el cuerpo. Wallander ordenó que lo transportasen inmediatamente a Malmö. A las diez menos cuarto dejaron la zona acordonada y se fueron a la comisaría. Wallander había visto que Norén fotografiaba de vez en cuando la muchedumbre que se amontonaba alrededor de la zona acordonada.
Mats Ekholm se había unido al equipo a las nueve. Había contemplado el cuerpo durante un buen rato. Después Wallander se le acercó.
—Ya tienes lo que querías —dijo—. Uno más.
—Yo no lo quería —contestó Ekholm con repulsa.
Wallander se arrepintió después de lo que había dicho. Le explicaría a Ekholm lo que había querido decir en realidad. Poco después de las diez se encerraron en la sala de conferencias. Hansson dio órdenes estrictas de no dejar pasar ninguna llamada. Pero todavía no habían empezado cuando sonó el teléfono. Hansson descolgó el auricular y con la cara roja contestó con un rugido amenazador. Luego se dejó caer lentamente hacia atrás en la silla. Wallander comprendió de inmediato que era alguien de muy arriba quien llamaba. Hansson imitaba incluso el carácter complaciente y blando de Björk. Hizo unas observaciones breves, contestó las preguntas, pero sobre todo escuchaba. Cuando la llamada terminó, colgó el auricular como si fuese una frágil y antigua reliquia de incalculable valor.
—Déjame adivinar, la Jefatura Nacional de Policía. O el fiscal general del Estado. O un periodista de la televisión.
—El Jefe Nacional de Policía —dijo Hansson—. Expresó descontento y ánimo a partes iguales.
—Parece una mezcla muy curiosa —señaló Ann-Britt Höglund secamente.
—Será bienvenido si viene a ayudar —dijo Svedberg.
—Qué sabrá él de trabajo policial —comentó Martinsson—. Absolutamente nada.
Wallander golpeó con el bolígrafo en la mesa. Sabía que todos estaban indignados, e inseguros de cómo proseguir. Los arrebatos de irritación podían explotar en cualquier momento. La desprotección que, en muy poco tiempo, a menudo podía paralizar a un equipo de investigación estancado podía malograr todas las posibilidades de avanzar. Wallander intuía que les quedaba poco antes de verse expuestos a un fuego cruzado de críticas por supuesta pasividad e incapacidad. Nunca podían ser totalmente inmunes a la presión exterior. Sólo podían combatirla concentrándose hacia dentro, hacia el inestable centro de la investigación, y fingir que el final de ésta también era el final del mundo. Intentó serenarse para hacer un resumen, aunque sabía que en realidad no tenían ninguna pista.
—¿Qué es lo que sabemos? —empezó, paseando la mirada alrededor de la mesa, como si en su fuero interno albergase la esperanza de que alguien sacase un conejo escondido debajo de la mesa. Pero no apareció ningún conejo, no apareció nada más que una concentración gris y desmoralizada dirigida hacia él. Wallander se sintió como un sacerdote que ha perdido la fe. «No tengo ni una palabra de aliento», pensó. De todas maneras tenía que intentar decir algo que les hiciera salir de nuevo, todos juntos, al menos con la sensación de que entendían mínimamente qué estaba sucediendo a su alrededor.
—El hombre habrá acabado allí en el hoyo, entre las tuberías de desagüe, durante la noche —continuó—. Supongamos que ha sido de madrugada. Podemos partir de la base de que no le han asesinado al lado del hoyo. Debería haber muchos rastros de sangre, reunidos en un mismo lugar. Nyberg no había encontrado nada cuando nos marchamos. Eso indica que le han transportado hasta allí en un vehículo. El personal del puesto de salchichas que hay al lado tal vez haya visto algo. Según el forense, le han matado de un tremendo hachazo directamente en la frente. Le ha atravesado la cabeza. En otras palabras, es la tercera variante que tenemos de lo que puede hacer un hacha con una cara.