—¿Qué fue lo que de verdad hiciste en Tallinn?
Ella rió de nuevo.
—Me vi con otro hombre. ¿Qué creías?
—Precisamente eso.
—Necesitas dormir —dijo—. Se te nota desde aquí. He visto que le va bien a Suecia en los Mundiales de Fútbol.
—¿A ti te interesa el fútbol? —preguntó Wallander sorprendido.
—A veces. Especialmente cuando juega Letonia.
—Aquí la gente está como loca.
—¿Tú no?
—Prometo mejorar. Cuando Suecia juegue contra Brasil intentaré mantenerme despierto para verlo.
Oyó cómo se reía.
Pensó que quería decirle algo más. Pero no le salía nada.
Cuando terminó la conversación volvió a la tele. Por un momento intentó seguir la película que estaban dando. Después apagó el televisor y se fue a la cama.
Antes de dormirse pensó en su padre.
En otoño irían a Italia.
Las fluorescentes manecillas del reloj eran como dos serpientes enlazadas con desesperación. En ese momento señalaban las siete y diez minutos de la tarde del 28 de junio. Unas horas después, Suecia jugaría contra Brasil. Eso también era parte de su plan. Todo el mundo estaría fijándose en lo que pasaba allí dentro, en la pantalla de la tele. Nadie pensaría en lo que sucedía allí fuera, en la noche de verano. Notaba el suelo del sótano frío contra sus pies desnudos. Había estado sentado delante de sus espejos desde primera hora de la mañana. Hacía horas que había acabado la gran transformación. Esta vez cambió el dibujo de la mejilla derecha. Había pintado el ornamento circular de un color azul tirando a negro. Antes había usado un color rojo sangre. Estaba satisfecho con el cambio. Toda su cara tenía más profundidad, hacia algo que era aún más espantoso. Dejó el último pincel y pensó en la misión que le esperaba esa noche. Era el sacrificio más grande que le había podido ofrecer a su hermana hasta ahora. Aunque significara que hubiera tenido que hacer un cambio de planes. La situación que había surgido era inesperada. Por un instante sintió como si le hubieran aventajado los malvados poderes que actuaban alrededor de él. Para poner en claro cómo dominar la situación pasó toda una noche sentado en las sombras debajo de la ventana de su hermana. Estuvo sentado entre las dos cabelleras que anteriormente había enterrado esperando que las fuerzas de la tierra entrasen en él. A la luz de una linterna leyó el libro sagrado que ella le había entregado y se dio cuenta de que nada le impedía cambiar el orden que su hermana había establecido.
La última víctima debía haber sido su malvado padre. Pero puesto que el hombre que tenía que encontrarse con su destino esa noche se había marchado de repente al extranjero, no quedaba más remedio que alterar el orden.
Escuchó el corazón de Jerónimo latir en su pecho. Los latidos eran como señales que le llegaban desde el pasado. El corazón tamborileaba el mensaje de que lo más importante era cumplir la misión sagrada que le habían impuesto. La tierra debajo de su ventana ya clamaba por la tercera venganza.
El tercer hombre tendría que esperar hasta la vuelta de su viaje. Su lugar lo ocuparía su padre.
Durante el largo día que pasó delante de los espejos sometiéndose a la gran transformación se dio cuenta de que experimentaba una especial ilusión por encontrarse con su padre. La misión requería ciertas preparaciones específicas. Se encerró en la habitación del sótano de madrugada y empezó a preparar las armas que usaría contra su padre. Tardó más de dos horas en soldar el nuevo filo en el mango del hacha de juguete que una vez le regaló por su cumpleaños. Por entonces cumplía siete años. Todavía recordaba que ya en esos tiempos pensó que una vez la usaría contra la persona que se la había regalado. Por fin había llegado la ocasión. Para que el mango de plástico no se rompiera al asestar el hachazo, lo había reforzado con la cinta adhesiva especial que usaban los jugadores de hockey sobre hielo en sus palos. «Tú no sabes cómo se llama. No es un hacha de madera común. Es un tomahawk.» Sintió un desprecio tremendo al pensar en la manera en que su padre le había dado su regalo. Aquella vez había sido un juguete sin sentido, fabricado corno una réplica de plástico en un país asiático. Ahora, con el filo auténtico, la había convertido en un hacha de verdad.
Esperó hasta las ocho y media. Una vez más lo repasó todo. Miró sus manos y vio que no temblaban. Todo estaba bajo control. Los preparativos que había hecho durante los dos días anteriores eran la garantía de que todo iría bien.
Guardó las armas, la botella de cristal envuelta en una toalla y las cuerdas en su mochila. Luego se caló el casco, apagó la luz y abandonó la habitación. Al salir a la calle miró al cielo. Estaba nublado. Quizá llovería. Arrancó la motocicleta que había robado el día anterior y se dirigió hacia el centro de la ciudad. En la estación de ferrocarriles entró en una cabina telefónica. De antemano había elegido una que se encontraba retirada. En un lado del cristal había pegado un póster de un supuesto concierto en un club juvenil inexistente. No había gente por los alrededores. Se quitó el casco y se quedó mirando el póster. Luego introdujo la tarjeta telefónica y marcó el número. Con la mano izquierda sujetaba un puñado de estopa delante de la boca. Eran las nueve menos siete minutos. Esperó mientras los tonos sonaban. Estaba completamente tranquilo, ya que sabía qué decir. Su padre levantó el auricular y contestó. En su voz Hoover podía oír que estaba enfadado. Eso significaba que había empezado a beber y no quería que le molestasen.
Habló a través de la estopa y mantuvo el auricular un poco apartado de la boca.
—Soy Peter —dijo—. Tengo algo que te debería interesar.
—¿Qué es?
El padre todavía estaba enojado. Pero ya había aceptado que era Peter quien llamaba. Con ello el peligro mayor se había disipado.
—Sellos por al menos medio millón.
El padre tardó en contestar.
—¿Seguro?
—Al menos medio millón. Tal vez más.
—¿No puedes hablar más alto?
—La línea telefónica debe de estar mal.
—¿De dónde vienen?
—De un chalet de Limhamn.
Ahora el padre parecía menos irritado. Su interés se había despertado. Hoover había elegido los sellos porque una vez su padre le había quitado una colección que había conseguido reunir y luego la había vendido.
—¿No puede esperar hasta mañana? El partido contra Brasil está a punto de empezar.
—Me voy a Dinamarca mañana. O te los quedas esta noche o se los doy a otro.
Hoover sabía que su padre nunca dejaría que una gran suma de dinero fuese a parar al bolsillo de otro. Esperó, completamente calmado.
—Ya voy —dijo—. ¿Dónde estás?
—En el club náutico de Limhamn. En el aparcamiento.
—¿Por qué no en la ciudad?
—Te dije que era un chalet en Limhamn. ¿No te lo dije?
—Ya voy —dijo el padre.
Hoover colgó el auricular y se puso el casco.
Dejó la tarjeta telefónica en el aparato. Sabía que tenía tiempo suficiente para ir a Limhamn. Su padre siempre se desvestía antes de empezar a beber. Además, nunca hacía nada con prisa. Su pereza era tan grande como su avaricia. Puso la motocicleta en marcha y atravesó la ciudad hasta llegar a la carretera que llevaba a Limhamn. Al llegar al aparcamiento delante del club náutico vio que sólo había unos pocos coches. Llevó la motocicleta detrás de unos arbustos y tiró las llaves. Se quitó el casco y sacó el hacha. El casco lo introdujo en la mochila con cuidado para no dañar la botella de cristal.
Después se quedó esperando. Sabía que su padre solía aparcar su furgoneta, en la que transportaban los objetos robados, en un rincón del aparcamiento. Hoover suponía que lo haría de nuevo. Su padre era un hombre de costumbres. Además, ya estaría borracho, su sentido común estaría aturdido, sus reacciones embotadas.
Tras veinte minutos de espera, Hoover oyó el ruido del coche que se aproximaba. La luz de los faros se filtró por entre los árboles antes de que torciese hacia el aparcamiento. Tal y como Hoover había previsto, se detuvo en el rincón de siempre. Hoover fue corriendo descalzo entre las sombras por el aparcamiento hasta alcanzar el coche. Cuando oyó que su padre abría la puerta del lado del conductor se movió rápidamente hacia el otro lado. Como había previsto, su padre miró hacia el aparcamiento y le dio la espalda. Levantó el hacha y golpeó con el lado romo contra la parte trasera de la cabeza. Ése era el momento más crítico. No quería pegar tan fuerte como para que muriese de inmediato, pero sí lo suficiente para que su padre, que era corpulento y fuerte, quedase inconsciente al instante.
El padre cayó al asfalto sin emitir un solo sonido. Hoover esperó un momento con el hacha alzada por si despertaba, pero permaneció quieto. Se estiró hacia el interior del coche, sacó las llaves y abrió las puertas laterales de la furgoneta. Levantó a su padre y le introdujo dentro. Se había mentalizado de que pesaría mucho. Tardó varios minutos en meter todo el cuerpo. Luego fue a buscar la mochila, entró agachado en el coche y cerró las puertas. Encendió la luz y vio que su padre todavía estaba inconsciente. Sacó las cuerdas y le maniató a la espalda. Con un dogal le ató las piernas a la base de uno de los asientos del coche. Luego amordazó a su padre con cinta adhesiva y apagó la luz. Pasó al asiento del conductor y arrancó el motor. Recordó cuando su padre le enseñó a conducir unos años antes. Siempre había tenido una furgoneta, Hoover sabía cómo iban las marchas y lo que significaban las luces del salpicadero. Salió del aparcamiento y torció por el cinturón que daba la vuelta a Malmö. Como llevaba la cara pintada, no quería conducir por donde las farolas le pudieran iluminar a través de los cristales. Salió a la E 65 y continuó hacia el este. Eran las diez menos unos minutos. El partido contra Brasil empezaría pronto.
Había dado con el lugar por casualidad. Lo había descubierto cuando volvía a Malmö el día que había pasado como espectador del trabajo de la policía en la playa de las afueras de Ystad, donde había llevado a cabo la primera de las misiones sagradas que su hermana le había encomendado. Iba conduciendo a lo largo del camino de la costa cuando se dio cuenta de la existencia de un embarcadero que estaba oculto, casi imposible de ver desde la carretera. Enseguida comprendió que había encontrado el lugar perfecto.
Eran más de las once cuando llegó y torció por el camino; apagó los faros. Su padre todavía estaba inconsciente, pero había empezado a gemir débilmente. Se apresuró a soltar la cuerda atada al asiento y luego le sacó del coche. Su padre gemía al ser arrastrado hacia el embarcadero. Allí le volvió de espaldas y le ató de brazos y piernas en las argollas que había en el embarcadero. Pensó que su padre estaba tensado como la piel de un animal. Vestía un traje arrugado. Llevaba la camisa desabrochada hasta el vientre. Hoover le quitó los zapatos y los calcetines. Luego fue al coche a buscar la mochila. El viento era muy débil. Algún coche pasaba por la carretera muy de vez en cuando. La luz de los faros nunca alcanzaba el embarcadero.
Cuando volvió con la mochila, su padre había vuelto en sí. Miraba fijamente. Movía la cabeza de un lado a otro. Tiraba de sus brazos y piernas sin poder soltarse. Hoover no pudo más que quedarse en las sombras y contemplarlo. Ya no veía a una persona normal delante de él. Había sometido a su padre a la transformación que él había decidido. Ahora era un animal.
Hoover salió de las sombras y se adentró en el embarcadero. Su padre le miró fijamente con los ojos abiertos de par en par. Hoover comprendió que no le reconocía. Los papeles estaban cambiados. Pensaba en todas las veces que había sentido un miedo terrorífico cuando su padre le miraba. Ahora era al revés. El miedo había cambiado de aspecto. Se inclinó muy cerca de la cara de su padre para que pudiera ver a través de las pinturas y descubrir que tras ellas estaba la cara de su hijo. Y sería lo último que vería. Era esa imagen la que se llevaría al morir. Hoover desenroscó el tapón de la botella de cristal. La llevaba en una mano a la espalda. Luego la sacó y vertió rápidamente unas gotas de ácido clorhídrico en el ojo izquierdo de su padre. Desde alguna parte por debajo de la cinta adhesiva empezó a dar alaridos. Estiró con todas sus fuerzas de las cuerdas. Hoover luchó hasta abrirle el otro ojo y vertió en él ácido clorhídrico. Luego se levantó y arrojó la botella al mar. Lo que veía ante sí era un animal que se revolcaba violentamente en su agonía. Hoover miró sus manos. Los dedos le temblaban ligeramente. Eso era todo. En el embarcadero, el animal que tenía ante sí se agitaba presa de espasmos. Hoover sacó el cuchillo de la mochila y le cortó al animal la piel de la coronilla. Levantó la cabellera hacia el cielo oscuro. Luego sacó el hacha y asestó un hachazo en medio de la frente del animal con tanta fuerza que el filo se quedó clavado en la madera del embarcadero.
Se acabó. Su hermana estaba regresando a la vida otra vez.
Un poco antes de la una entró en Ystad. La ciudad estaba desierta. Durante mucho tiempo había dudado de si hacía lo correcto. Pero los latidos del corazón de Jerónimo le habían convencido. Había visto a los torpes policías en la playa, los vio moverse desorientados en las inmediaciones de la casa que había visitado durante la celebración de la verbena de San Juan. Jerónimo le instó a desafiarlos. Giró hacia la estación de ferrocarril. El lugar lo tenía decidido de antemano. Estaban cambiando las viejas tuberías de los desagües. Una lona cubría un hoyo. Apagó los faros y bajó el cristal. En la lejanía se oía berrear a un grupo de borrachos. Dejó el coche y retiró un trozo de la lona. Luego escuchó otra vez. No se acercaban ni gente ni coches. Rápidamente abrió las puertas de la furgoneta, sacó el cuerpo de su padre y lo metió en el hoyo. Tras volver a colocar la lona en su sitio arrancó el motor y se marchó. Eran las dos menos diez minutos cuando detuvo el coche en el aparcamiento al aire libre que había delante del aeropuerto de Sturup. Comprobó minuciosamente que no olvidaba nada. Había mucha sangre dentro del coche. Tenía sangre en sus pies. Pensó en toda la confusión que estaba creando, que haría andar a los policías aún más a ciegas en la oscuridad, una oscuridad que no eran capaces de comprender.
Fue entonces cuando se le ocurrió la idea. Había cerrado las puertas del coche. De repente se quedó inmóvil. «El hombre que se había ido al extranjero tal vez no regresase. Eso significaría que debía encontrar un sustituto. Pensó en los policías que vio en la playa junto a el bote volcado. Pensó en los que vio en los alrededores de la casa donde se celebró la verbena de San Juan. Uno de ellos. Uno de ellos podría ser sacrificado para que su hermana volviese a la vida. Elegiría a uno. Averiguaría sus nombres y luego echaría piedras en una cuadrícula, al igual que había hecho Jerónimo, y mataría a quien designase el azar.»