La falsa pista (24 page)

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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
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—¿Qué sería si no? —preguntó Wallander—. Podemos excluir el crimen contra la propiedad. Con mucha seguridad en cuanto a Gustaf Wetterstedt, del todo en el caso de Carlman.

—Un móvil puede tener muchos componentes —dijo Ekholm—. Incluso el crimen pasional puro puede construirse sobre un móvil invisible a primera vista. Un asesino en serie puede elegir a sus víctimas totalmente al azar desde nuestra perspectiva. Si consideramos las cabelleras, podemos preguntamos si está a la caza de un tipo especial de pelo. En las fotografías veo que Wetterstedt y Carlman tenían una abundante melena gris idéntica. No podemos excluir nada. Pero como profano en cuanto a la manera de la policía de concentrar sus pesquisas, estoy de acuerdo en que lo más importante ahora debe ser establecer la conexión.

—¿Puede ser que estemos totalmente equivocados? —dijo Martinsson de repente—. Tal vez el asesino crea que existe una conexión simbólica entre Wetterstedt y Carlman. Mientras nosotros estamos buscando y ahondando en la realidad, él quizá vea una coherencia invisible para nosotros. Algo del todo inconcebible para nuestras mentes racionales.

Wallander sabía que, en ocasiones especiales, Martinsson tenía la capacidad de hacer que la investigación girase alrededor de su eje para hacerla entrar en la pista correcta.

—Estás pensando en algo —dijo—. Continúa.

Martinsson se encogió de hombros y parecía que se retiraba de su iniciativa.

—Wetterstedt y Carlman eran personas ricas —continuó—. Los dos pertenecían a la clase alta. Como representantes simbólicos del poder político y económico, ambos son buenas elecciones.

—¿Estás insinuando quizá un móvil terrorista? —preguntó Wallander atónito.

—No estoy insinuando nada —contestó Martinsson—. Estoy escuchando lo que decís e intento pensar por mi cuenta. Tengo tanto temor como cualquiera en esta habitación de que ataque de nuevo.

Wallander miró a los que estaban sentados alrededor de la mesa. Caras pálidas, serias. A excepción de Svedberg con sus quemaduras.

Sólo ahora comprendió que todos tenían el mismo miedo que él.

No era el único que temía la próxima llamada telefónica.

Interrumpieron la reunión un poco antes de las diez. Sin embargo, Wallander le pidió a Martinsson que se quedara.

—¿Qué tal con lo de la chica? —preguntó—. Dolores María Santana.

—Todavía estoy esperando que la Interpol reaccione.

—Insísteles —dijo Wallander.

Martinsson le miró interrogativamente.

—¿Realmente tenemos tiempo para ella ahora?

—No. Pero tampoco podemos dejarlo.

Martinsson prometió enviar una nueva solicitud de información acerca de Dolores María Santana. Wallander entró en su despacho y llamó a Lars Magnusson. Tardó en contestar. Wallander se dio cuenta por su voz de que estaba borracho.

—Necesito continuar nuestra conversación —dijo.

—Llamas demasiado tarde —contestó Lars Magnusson—. A estas horas del día no entablo conversaciones.

—Haz café —dijo Wallander—. Y esconde las botellas. Iré dentro de media hora.

Colgó en medio de las protestas de Lars Magnusson. Luego leyó los informes preliminares de las autopsias que alguien había dejado sobre su mesa. Con el paso del tiempo, Wallander había aprendido a interpretar los informes, muchas veces difíciles de comprender, escritos por los patólogos y los forenses. Muchos años antes había hecho un cursillo organizado por la Jefatura Nacional de Policía. Estuvieron en Uppsala y Wallander todavía recordaba lo desagradable que era visitar la sala de autopsias.

No creyó ver nada inesperado en ninguno de los dos informes. Los apartó y miró por la ventana.

Intentó imaginarse al asesino que estaban buscando. ¿Qué aspecto tendría? ¿Qué estaría haciendo ahora?

La imagen seguía vacía. Wallander solamente miraba dentro de la oscuridad.

Lleno de frustración, se levantó y salió.

17

Wallander dejó la casa de Lars Magnusson después de más de dos horas de infructuosos intentos por entablar una conversación sensata. Lo que más deseaba era irse a su casa y darse un baño. La primera vez que visitó a Lars Magnusson no se había dado cuenta de la suciedad incrustada por todas partes. Pero ahora la decadencia era notable. La puerta exterior estaba entreabierta cuando llegó Wallander. Dentro del apartamento, Lars Magnusson yacía en el sofá mientras en la cocina la cafetera estaba a punto de rebosar. Saludó a Wallander diciéndole que mejor se fuera al infierno. Que no apareciera nunca más y olvidase que existía un hombre llamado Lars Magnusson. Pero Wallander se quedó. Interpretó el hecho del café quemado como que Lars Magnusson, a pesar de todo, por un momento había considerado abandonar la costumbre de no mantener conversaciones con la gente en pleno día. Wallander buscó en vano unas tazas limpias. En el fregadero había platos en los que la grasa y los restos de comida se habían solidificado y formaban protuberancias fósiles en la porcelana. Finalmente encontró dos tazas, las fregó y se las llevó al salón. Magnusson vestía únicamente unos sucios pantalones cortos. Estaba sin afeitar y tenía una botella de vino dulce entre las manos, como si se aferrase desesperadamente a un crucifijo. En un primer momento, Wallander se sintió muy afectado por la decadencia. Lo que más le repugnaba era ver que a Lars Magnusson se le habían empezado a caer los dientes. Luego se irritó y finalmente se enfureció porque el hombre del sofá no parecía escucharle. Le quitó la botella y le exigió respuestas a las preguntas que le hacía. No sabía a qué tipo de autoridad invocaba. Pero Lars Magnusson le obedeció. Incluso se arrastró hasta sentarse en el sofá. Wallander intentó profundizar más en el viejo mundo en el que Gustaf Wetterstedt era ministro de Justicia, envuelto en rumores y escándalos más o menos encubiertos. Pero al parecer Lars Magnusson lo había olvidado todo. Ya no recordaba qué le había dicho a Wallander durante la primera visita. Sólo cuando Wallander le devolvió la botella y pudo tornar unos tragos, empezaron a volver ciertas frágiles imágenes. Al marcharse, Wallander sólo había logrado saber una cosa que podía ser de interés. En un momento de lucidez, Magnusson recordó que hubo un policía en la sección de fraudes de Estocolmo que había mostrado un interés personal por Gustaf Wetterstedt. En el mundo del periodismo corrían rumores de que ese hombre, cuyo nombre recordó Magnusson después de mucho esfuerzo como Hugo Sandin, había creado un archivo propio sobre Wetterstedt. Por lo que Magnusson sabía, nunca salió nada a la luz. Pero en cambio sí sabía que Hugo Sandin, después de la jubilación, se fue al sur y ahora vivía con su hijo, dueño de una alfarería a las afueras de Hässleholm.

—Si es que todavía vive —dijo Lars Magnusson, sonriendo con su boca desdentada, como si en el fondo albergara la esperanza de que Hugo Sandin le hubiese precedido a la hora de cruzar la frontera.

Cuando Wallander salió a la calle decidió, a pesar de todo, investigar si Hugo Sandin vivía aún. Estuvo dudando si ir a casa a tomar un baño para quitarse el malestar después de respirar el aire viciado de casa de Lars Magnusson. Era casi la una. No tenía hambre, aunque apenas había desayunado. Volvió a la comisaría con el propósito de averiguar si Lars Magnusson tenía razón en que Hugo Sandin vivía cerca de Hässleholm. En la recepción se topó con Svedberg, que todavía sufría de las quemaduras en la cara.

—A Wetterstedt le entrevistó una periodista del
MagaZenit
—dijo Svedberg.

Wallander nunca había oído hablar de la revista.

—Todos los jubilados la reciben —añadió Svedberg—. La periodista se llama Anna-Lisa Blomgren. Fue con un fotógrafo. Como Wetterstedt ha muerto, no publicarán el material.

—Habla con ella —ordenó Wallander—. Y pídele las fotos al fotógrafo.

Wallander siguió hacia su despacho. Durante la breve conversación con Svedberg había recordado algo que tenía que comprobar de inmediato. Llamó a la recepción y les pidió que buscaran a Nyberg, que había salido. Después de un cuarto de hora, telefoneó Nyberg.

—¿Recuerdas que te di una bolsa con una cámara en casa de Wetterstedt? —preguntó Wallander.

—Taro que me acuerdo —contestó Nyberg con voz irritada.

—Sólo quiero saber si han revelado el carrete. Creo que había siete fotos.

—¿No te las han dado? —preguntó Nyberg atónito.

—No.

—Te las iban a enviar ya el sábado pasado.

—No las he recibido.

—¿Estás seguro?

—Habrán quedado olvidadas en alguna parte.

—Lo voy a comprobar —dijo Nyberg—. Te llamaré.

Wallander colgó el teléfono con la sensación de que alguien sería muy pronto objeto de la ira de Nyberg. En aquel momento estaba contento de no ser él.

Buscó el número de teléfono de la policía de Hässleholm y después de varios intentos logró hablar con un empleado que le dio el número de teléfono de Hugo Sandin. A la pregunta directa de Wallander contestó que Hugo Sandin tenía cerca de ochenta y cinco años, pero que aún tenía la cabeza clara.

—Suele venir a vernos un par de veces al año —comentó el empleado, que se había presentado con el nombre de Mörk.

Wallander tomó nota del número y le dio las gracias. Luego volvió a levantar el auricular y llamó a Malmö. Estuvo de suerte y pudo hablar con el médico que le había practicado la autopsia a Wetterstedt.

—No pone nada acerca de cuándo murió —dijo Wallander—. Ese dato es muy importante para nosotros.

El médico se disculpó diciendo que tenía que ir a buscar sus papeles. Regresó al cabo de un minuto, lamentándose.

—Lo siento, no está en el informe. A veces mi dictáfono falla. Pero Wetterstedt murió como máximo unas veinticuatro horas antes de que lo encontrasen. Todavía estamos esperando algunos resultados del laboratorio, que pueden reducir aún más el margen de tiempo.

—Estaremos esperándolos dijo Wallander dándole las gracias.

Entró en el despacho de Svedberg, que estaba trabajando en su ordenador.

—¿Has hablado con aquella periodista?

—Es lo que estoy escribiendo ahora.

—¿Te dijo a qué hora estuvieron allí?

Svedberg buscó entre sus anotaciones.

—Llegaron a casa de Wetterstedt a las diez. Y estuvieron hasta la una.

—¿Después de esa hora nadie más le vio con vida?

Svedberg reflexionó.

—No, que yo recuerde.

—Entonces ya sabemos algo —dijo Wallander, y se marchó.

Estaba a punto de llamar al viejo policía Hugo Sandin, cuando Martinsson entró en su despacho.

—¿Tienes un minuto? —preguntó.

—Siempre —respondió Wallander—. ¿Qué quieres?

Martinsson agitó una carta en la mano.

—Esto ha llegado en el correo de hoy —dijo—. Es una persona que afirma que llevó a una joven que hacía autostop desde Helsingborg hacia Tomelilla el lunes veinte de junio por la noche. Por las descripciones que ha visto en los periódicos de la chica que se suicidó cree que puede haber sido ella.

Martinsson le entregó la carta a Wallander, que la sacó del sobre y leyó el contenido.

—No hay ninguna firma —dijo.

—Pero el membrete es interesante.

Wallander asintió con la cabeza.

—«Parroquia de Smedstorp» —dijo—. Auténtico papel de la Iglesia estatal.

—Tendremos que comprobarlo —dijo Martinsson.

—Claro que sí —contestó Wallander—. Si tú te dedicas a la Interpol y todo lo demás que tienes entre manos, yo me encargaré de esto.

—Todavía no entiendo cómo tenemos tiempo para ella —dijo Martinsson.

—Lo tenemos porque es nuestra obligación —respondió Wallander.

Sólo cuando estuvo a solas, Wallander se dio cuenta de que Martinsson le había hecho una crítica velada por no posponer todo lo relacionado con la chica muerta. Por un momento pensó que Martinsson tenía razón. No había tiempo para otra cosa que Wetterstedt y Carlman. Luego decidió que la crítica era infundada. No hay límite para la resistencia de la policía. Debían tan sólo encontrar la energía y el tiempo para todo.

Como si quisiera probar que su juicio era el correcto, Wallander abandonó la comisaría y, con el coche, salió de la ciudad, hacia Tomelilla y Smedstorp. El viaje también le permitió pensar en Wetterstedt y Carlman. El paisaje veraniego por el que viajaba era un marco irreal para sus pensamientos. «Dos hombres muertos a hachazos y con las cabelleras arrancadas» , pensó. «Además, una chica sale a un campo de colza y se suicida. Y a mi alrededor es verano. Escania no puede ser más hermosa que de esta forma. Hay un paraíso escondido en cada rincón perdido de este mundo. Con sólo mantener los ojos abiertos, descubres el paraíso. Pero tal vez también se vean los invisibles coches fúnebres que acechan a lo largo de las carreteras.»

Sabía dónde estaba el despacho parroquial de Smedstorp. Cuando hubo pasado Lunnarp, torció a la izquierda. También sabía que las casas de la comunidad tenían unos horarios de atención a los fieles muy raros. Pero al llegar al edificio blanco vio unos coches aparcados delante. Un hombre estaba cortando el césped en las cercanías. Wallander empujó la puerta. Estaba cerrada. Pulsó el timbre mientras leía en una placa metálica que el despacho parroquial no abriría hasta el miércoles. Esperó. Luego volvió a llamar, a la vez que golpeaba la puerta. Al fondo se oía el traqueteo del cortacésped. Wallander estaba a punto de marcharse cuando en la planta de arriba se abrió una ventana. La cabeza de una mujer se asomó.

—Abrimos los miércoles y los viernes —gritó.

—Lo sé —respondió Wallander—. Pero tengo un asunto urgente. Soy de la policía de Ystad.

La cabeza desapareció. Poco después se abrió la puerta. Una mujer rubia, totalmente vestida de negro, estaba delante de él. Llevaba puesto mucho maquillaje. Calzaba unos zapatos de tacón alto. Pero lo que más le sorprendió a Wallander fue el pequeño alzacuello de clérigo que contrastaba con todo el resto negro. Le estrechó la mano y le saludó.

—Gunnel Nilsson —se presentó—. Soy pastora de esta parroquia.

Wallander entró tras ella. «Si estuviera en un club nocturno sería más comprensible», pensó rápidamente. «Los pastores ya no tienen el aspecto que recordaba.»

Abrió la puerta de un despacho y le invitó a entrar y sentarse. Wallander observó que Gunnel Nilsson era una mujer muy atractiva. Sin embargo, no pudo decidir si el hecho de que fuese pastora contribuía a su atractivo.

Wallander vio un sobre en su escritorio. Reconoció el membrete de la parroquia.

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