Wallander reflexionó mucho antes de continuar.
—De todos modos, puede ser importante para la policía saber cosas —añadió—. La causa de su enfermedad. De hecho he venido para solicitar su permiso para verla. Hablar con ella. Ahora comprendo que no es oportuno. Pero en cambio, usted tiene que contestar a mis preguntas.
—No sé qué contestar —dijo—. Enfermó. Le vino de la nada.
—La encontraron en el parque de Pildammsparken —dijo Wallander.
Tanto el hijo como la madre se quedaron paralizados. Incluso el niño pequeño en su regazo reaccionó, contagiado por los demás.
—¿Cómo lo sabéis? —preguntó.
—Hay un informe sobre cómo y cuándo la llevaron al hospital. Pero es todo lo que sé. Todo lo relacionado con su enfermedad es un secreto entre ella y su médico. Y usted. Después he sabido que había tenido problemas en la escuela algún tiempo antes de enfermar.
—Nunca había tenido problemas. Pero siempre fue muy sensible.
—Seguro que lo era. De todos modos, suelen ser unos acontecimientos determinados los que desencadenan una repentina enfermedad mental.
—¿Cómo lo puede saber? ¿Es usted médico?
—Soy policía. Pero sé lo que digo.
—No ocurrió nada.
—Pero usted debió de cavilar sobre ello. Noche y día.
—No he hecho otra cosa desde aquel día.
Wallander empezó a sentir el ambiente tan insoportable que pensó en interrumpir la conversación y marcharse. Las respuestas que le daban no conducían a ninguna parte, aun creyendo que casi todo fuera la verdad, o al menos parte de ella.
—¿Tiene usted quizás una foto de ella para que pueda verla?
—¿Quiere verla?
—Con mucho gusto.
Wallander notó que el chico que estaba a su lado hizo ademán de decir algo. Fue muy rápido. Pero Wallander tuvo tiempo de percibirlo. Se preguntó por qué. ¿El chico no quería que viera a su hermana? Y en ese caso, ¿por qué no?
La madre se levantó con el niño pequeño agarrado a su cuerpo. Abrió un cajón de un armario y volvió con unas fotografías. Wallander las colocó delante de él en la mesa. La chica llamada Louise sonreía. Era rubia y se parecía a su hermano mayor. Sin embargo, en sus ojos no había nada de la atención que ahora le rodeaba. Sonreía abiertamente y confiada al fotógrafo. Era muy guapa.
—Una chica muy bella —dijo—. Naturalmente, debemos esperar que un día se recupere.
—Ya no tengo esperanza —dijo—. ¿Para qué la iba a tener?
—Los médicos son buenos —contestó Wallander inseguro.
—Un día Louise abandonará ese hospital —dijo el chico de repente. Su voz era decidida. Sonrió a Wallander.
—Lo más importante es que tenga una familia que la apoye —dijo Wallander, irritándose por expresarse de una forma tan brutal.
—La apoyamos de todas las maneras posibles —continuó el chico—. La policía debe buscar al hombre que mató a nuestro padre. No molestarla a ella.
—Si voy a verla al hospital no es para molestarla —dijo Wallander—. Forma parte de la investigación.
—Preferimos que la dejen en paz —dijo el muchacho tercamente.
Wallander asintió con la cabeza. El chico era muy tajante.
—Si el fiscal que lleva la instrucción del sumario así lo determina, tendré que visitarla —añadió Wallander—. Probablemente será así. Muy pronto. Hoy o mañana. Pero prometo no decirle que su padre ha muerto.
—¿Entonces para qué va a ir?
—Para verla —dijo Wallander—. Una fotografía sólo es una fotografía. Pero necesito llevármela.
—¿Para qué?
La pregunta del chico llegó fulminante. Wallander se sorprendió de la hostilidad que acumulaba su voz.
—Necesito enseñar la fotografía a un par de personas —dijo—. Para ver si la reconocen. Nada más.
—Se la dará a los periodistas —agregó el chico—. Su cara estará en todas las portadas.
—¿Para qué iba a hacer eso? —preguntó Wallander.
El chico se levantó del sofá en un arrebato, se inclinó sobre la mesa y agarró las dos fotografías. Sucedió tan deprisa que Wallander no tuvo tiempo de reaccionar. Luego se calmó pero se dio cuenta de que estaba molesto.
—Ahora me obligarán a volver con una resolución judicial para que me entreguen las fotos —dijo sin ser totalmente honesto—. Entonces existirá el riesgo de que lo averigüen los periodistas y me sigan hasta aquí. No podré detenerlos. Si ahora me dejan una foto prestada y la copio, no tiene por qué pasar.
El chico miró a Wallander fijamente. La atención anterior se había convertido en otra cosa. Sin pronunciar una palabra, le devolvió una de las fotografías.
—Sólo me quedan un par de preguntas más —dijo Wallander—. ¿Sabéis si Louise conoció alguna vez a un hombre llamado Gustaf Wetterstedt?
La madre parecía no entender nada. El chico se levantó del sofá y, dándoles la espalda, se quedó mirando por la puerta abierta del balcón.
—No —dijo.
—¿Le dice algo el nombre de Arne Carlman?
Ella negó con la cabeza.
—¿Åke Liljegren?
—No.
«Ella no lee los periódicos», pensó Wallander. «Debajo de esa manta, seguramente habrá una botella de vino. Y en esa botella está su vida.»
Se levantó de la silla. El chico se volvió desde la puerta del balcón.
—¿Irá a visitar a Louise? —preguntó de nuevo.
—Es posible —contestó Wallander.
Wallander se despidió y abandonó el apartamento. Al salir de la casa se sintió aliviado. El chico le miraba desde una ventana. Wallander se sentó en el coche y decidió por el momento olvidar la visita a Louise Fredman. Lo que sí quería averiguar inmediatamente era si Elisabeth Carlén la reconocía por la fotografía. Bajó el cristal de la ventanilla y marcó el número de Sjösten en el teléfono. Ya había desaparecido el chico de la ventana del cuarto piso. Mientras esperaba que contestaran, estuvo buscando en la memoria la explicación a la angustia que sintió en su subconsciente a la vista del niño pequeño asustado. Pero no la encontraba. Sjösten contestó. Wallander dijo que estaba camino de Helsingborg. Tenía una fotografía que quería mostrar a Elisabeth Carlén.
—Según el último informe estaba tomando el sol en su balcón —dijo Sjösten.
—¿Qué hay de los colaboradores de Liljegren?
—Estamos intentando localizar al que debió de ser su mano derecha. Una persona llamada Hans Logård.
—¿Liljegren no tenía familia? —preguntó Wallander.
—Parece que no. Hemos hablado con un bufete de abogados que velan por sus negocios más privados. Curiosamente no existe ningún testamento. Pero ellos tampoco tenían información de herederos directos. Åke Liljegren parece haber vivido en un universo totalmente particular.
—Está bien —dijo Wallander—. Estaré en Helsingborg dentro de una hora.
—¿Quieres que traiga a Elisabeth Carlén?
—Hazlo. Pero trátala con amabilidad. No la vayas a buscar en un coche patrulla. Tengo la sensación de que nos va a hacer falta durante cierto tiempo. Puede ponerse en nuestra contra si deja de venirle bien.
—Iré a buscarla yo mismo —contesto Sjösten—. ¿Cómo estaba tu padre?
—¿Mi padre?
—¿No ibas a verle esta mañana?
Wallander había olvidado la excusa que le había dado a Sjösten para salir del apartamento durante la noche.
—Está bien —contestó—. Pero era importante verlo, muy importante.
Wallander volvió a colgar el teléfono. Miró hacia las ventanas del cuarto piso. Nadie le estaba observando.
Puso el motor en marcha y se fue. Echó un vistazo al reloj del coche. Estaría en Helsingborg antes de las doce.
Hoover llegó a su sótano poco después de la una. Cerró la puerta con llave y se quitó los zapatos. El frío del suelo de piedra le invadió el cuerpo. La luz del sol se vislumbraba a través de unas grietas de la pintura con la que había tapado el cristal del sótano. Se sentó en la silla y contempló su cara en los espejos.
No podía permitir que el policía visitase a su hermana. Ahora estaban tan cerca de la meta, el momento sagrado, en el que los malos espíritus serían expulsados para siempre de su cabeza. No podía permitir que nadie la importunase.
Comprendió que su idea había sido la correcta. La visita del policía era un recordatorio de que ya no podía esperar más. Para mayor seguridad su hermana tampoco podía quedarse más tiempo del necesario en el lugar donde se encontraba.
Lo que faltaba tenía que hacerlo ahora.
Pensó en la chica con la que le fue tan fácil relacionarse. De algún modo se parecía a su hermana. Eso también era una buena señal. Su hermana necesitaría todas las fuerzas que él pudiera ofrecerle.
Se quitó la chaqueta y miró a su alrededor. Todo lo que le hacía falta estaba allí. No había olvidado nada. Las hachas y los cuchillos brillaban allí donde descansaban, encima de la tela negra.
Luego tomó uno de los pinceles anchos y se trazó una única línea en la frente.
El tiempo, si alguna vez había existido, se había acabado.
Wallander colocó la fotografía de Louise Fredman boca abajo.
Elisabeth Carlén seguía sus movimientos con la mirada. Llevaba un vestido de verano blanco cuyo valor Wallander estimaba que era muy alto. Se encontraban en el despacho de Sjösten, Wallander junto al escritorio, Sjösten al fondo, apoyado contra la jamba de la puerta, Elisabeth Carlén sentada en la silla de las visitas. Eran las doce y diez minutos. El calor del verano entraba por la ventana abierta. Wallander notó que estaba sudando.
—Vas a ver una fotografía —dijo—. Y tienes que contestar a la sencilla pregunta de si reconoces a la persona que aparece en ella.
—¿Por qué los policías tenéis que ser tan innecesariamente dramáticos? —preguntó.
Su altiva impasibilidad enfureció a Wallander. Pero se dominó.
—Estamos intentando encontrar al hombre que ha matado a cuatro personas —dijo Wallander—. Que además les arranca el pelo, les vierte ácido clorhídrico en los ojos y les mete la cabeza dentro del horno.
—Un loco así no debe andar suelto, por supuesto —dijo ella con tranquilidad—. ¿Vamos a ver la fotografía ahora?
Wallander se la acercó y asintió con la cabeza. Se inclinó hacia delante y la giró. La sonrisa de Louise Fredman era amplia. Wallander miraba a la cara de Elisabeth Carlén. Tomó la fotografía en la mano y pareció reflexionar. Pasó casi medio minuto. Luego negó con la cabeza.
—No —dijo—. No la he visto nunca. Al menos que yo recuerde.
—Es muy importante —dijo Wallander sintiendo aumentar la decepción.
—Soy buena fisonomista —añadió—. Y estoy segura. No la he visto nunca. ¿Quién es?
—Por ahora no importa —dijo Wallander—. Piensa.
—¿Dónde te gustaría que la hubiese visto? ¿En casa de Åke Liljegren?
—Sí.
—Naturalmente puede haber estado allí alguna vez que yo no estuviera presente.
—¿Ocurría a menudo?
—Los últimos años, no.
—¿A cuántos años te refieres?
—Más o menos cuatro.
—Pero ¿podría haber estado allí?
—A algunos hombres les gustan las chicas jóvenes. A los desgraciados de verdad.
—¿Qué desgraciados?
—Los que probablemente sólo tienen un único sueño en la cabeza. Meterse en la cama con sus propias hijas.
Wallander empezaba a enfadarse de nuevo. Lo que decía era verdad, por supuesto. Pero su impasibilidad le irritaba. Formaba parte de todo ese mercado que arrastraba cada vez a más niños inocentes y les destrozaba la vida.
—Si tú no puedes contestar si ha participado en una de las fiestas de Liljegren, ¿quién lo podría hacer?
—Algún otro.
—Contesta bien. ¿Quién? Quiero su nombre y dirección.
—Todo se hacía muy anónimamente —contestó Elisabeth Carlén—. Era una de las condiciones de esas fiestas. Pero reconocías alguna que otra cara. De todos modos no se intercambiaban tarjetas.
—¿De dónde venían las chicas?
—De diferentes sitios. Dinamarca, Estocolmo, Bélgica, Rusia.
—¿Llegaban y desaparecían?
—Más o menos, sí.
—Pero tú vives aquí, en Helsingborg.
—Yo era la única.
Wallander miró a Sjösten, como si buscase una confirmación de que la conversación todavía no estaba desencaminada, antes de proseguir.
—La chica de la foto se llama Louise Fredman —dijo—. ¿Te dice algo ese nombre?
Frunció el ceño.
—¿No se llamaba así aquél? ¿Ése al que mataron? ¿Fredman?
Wallander asintió con la cabeza. Miró otra vez la foto. Por un momento pareció alterarse por la relación.
—¿Es su hija?
—Sí.
Negó de nuevo con la cabeza.
—No la he visto nunca.
Wallander sabía que decía la verdad. Al menos, porque no tenía nada que ganar si mentía. Se acercó la fotografía y volvió a dejarla boca abajo, como si quisiera evitarle más molestias a Louise Fredman.
—¿Estuviste alguna vez en casa de un hombre llamado Gustaf Wetterstedt? —preguntó—. ¿En Ystad?
—¿Qué iba a hacer allí?
—Lo mismo que haces para tu sustento. ¿Era cliente tuyo?
—No.
—¿Seguro?
—Sí.
—¿Seguro del todo?
—Sí.
—¿Estuviste alguna vez en casa de un marchante en obras de arte llamado Arne Carlman?
—No.
A Wallander se le ocurrió una idea. Tal vez sucedía lo mismo allí, que nunca se mencionaban nombres.
—Pronto verás otras fotografías —dijo levantándose.
Se llevó a Sjösten fuera de la habitación.
—¿Qué crees? —preguntó.
Sjösten se encogió de hombros.
—No miente —contestó.
—Necesitamos fotografías de Wetterstedt y Carlman —dijo Wallander—. De Fredman también. Están en el material de investigación.
—Lo tiene Birgersson —dijo Sjösten—. Iré a buscarlo.
Wallander regresó a la habitación y le preguntó si quería café.
—Mejor un gintonic —contestó.
—El bar no está abierto aún —respondió Wallander.
Ella sonrió. Su respuesta le había agradado. Wallander salió al pasillo otra vez. Elisabeth Carlén era muy atractiva. El fino vestido dejaba entrever su cuerpo. Pensó que Baiba probablemente estaría furiosa porque no se ponía en contacto con ella. Sjösten salió del despacho de Birgersson con una carpeta de plástico en la mano. Regresaron al suyo. Elisabeth Carlén estaba fumando. Wallander dejó una fotografía de Wetterstedt delante de ella.
—Le reconozco —dijo—. De la tele. ¿No es aquel que se iba de putas por Estocolmo?