La falsa pista (55 page)

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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
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—Se marchó a Estocolmo esta mañana —dijo Svedberg.

—Pero si es ahora cuando le necesitamos —contestó Wallander atónito.

—Volverá mañana por la mañana —dijo Ann-Britt Höglund—. Creo que a uno de sus hijos le ha atropellado un coche. Nada grave. Pero aun así, un atropello.

Wallander asintió con la cabeza. En el momento en que iba a continuar, sonó el teléfono. Era Hansson, que quería hablar con Wallander.

—Baiba Liepa ha llamado unas cuantas veces desde Riga —dijo Hansson—. Quiere que te pongas en contacto con ella inmediatamente.

—Ahora no puedo —respondió Wallander—. Explícaselo si vuelve a llamar.

—Si la he entendido bien, la irás a recoger a Kastrup el sábado. Para iros de vacaciones juntos. ¿Cómo has pensado solventar eso?

—Ahora no —contestó Wallander—. La llamaré más tarde.

Al parecer, nadie, excepto Ann-Britt Höglund, se fijó en el carácter privado de la conversación. Wallander captó su mirada. Ella sonrió. Pero no dijo nada.

—Sigamos —dijo—. Estamos buscando a un hombre que ha intentado matarnos a mí y a Sjösten. Hemos encontrado a unas chicas encerradas en una finca rural a las afueras de Bjuv. Podemos partir de la base de que Dolores María Santana se escapó una vez de uno de esos grupos que pasan por Suecia hacia los burdeles y yo qué sé qué otros lugares del resto de Europa. Chicas que son engañadas para venir por gente relacionada con Liljegren. Y sobre todo con un hombre llamado Hans Logård. Si es que ése es su verdadero nombre. Creemos que fue él quien disparó. Pero no sabemos nada. Ni siquiera tenemos una fotografía suya. Los guardias de seguridad a los que robó el coche quizá puedan dar una descripción útil. Pero parecían tener los nervios de punta. Seguramente sólo vieron su pistola. Ahora le estamos buscando. Pero ¿estamos persiguiendo al verdadero asesino? ¿El que mató a Wetterstedt, Carlman, Fredman y Liljegren? No lo sabemos. Y quiero manifestar aquí y ahora que por mi parte lo dudo. Sólo podemos esperar que el hombre que está conduciendo el coche de los guardias de seguridad sea capturado cuanto antes. Mientras tanto, tenemos que trabajar como si esto sólo fuese un suceso en la periferia de la gran investigación. Me interesa tanto o más lo que le pueda haber ocurrido a Louise Fredman. Y lo que tenemos de Sturup. Pero naturalmente primero quiero saber si hay alguna objeción a cómo lo veo por ahora.

Se produjo un silencio en la estancia. Nadie dijo nada.

—A mí, que vengo de fuera y no tengo que temer el pisarle los pies a nadie, puesto que seguramente se los estoy pisando a todo el mundo una y otra vez, me parece una actitud correcta. Los policías acostumbramos tener una tendencia a poder sólo con un pensamiento a la vez. Mientras que el autor del delito al que perseguimos piensa diez.

Era Hamrén el que había tomado la palabra. Wallander escuchó con aprobación, aunque no estaba seguro de que Hamrén pensara realmente lo que decía.

—Louise Fredman desapareció sin dejar rastro —dijo Ann-Britt Höglund—. Recibió una visita. Luego la acompañó hasta fuera. El resto del personal nunca había visto al visitante. El nombre que estaba apuntado en el libro de visitas era totalmente ilegible. Como sólo trabajan los sustitutos de verano, el habitual sistema de control casi no funciona.

—Alguien tiene que haber visto quién fue a buscarla —objetó Wallander.

—Sí —dijo Ann-Britt Höglund—. Una auxiliar llamada Sara Pettersson.

—¿Ha hablado alguien con ella?

—Se ha ido de viaje.

—¿Dónde está?

—Está viajando con un Interrail. Puede estar en cualquier sitio.

—Mierda.

—Podríamos encontrarla a través de la Interpol —dijo Ludwigsson apaciblemente—. Sería posible.

—Sí —dijo Wallander—. Creo que lo vamos a intentar. Y esta vez no esperaremos. Quiero que alguien se ponga en contacto con Per Åkeson esta misma noche.

—Esto es jurisdicción del distrito de Malmö —indicó Svedberg.

—Me importa una mierda el distrito policial en que nos encontremos. Arréglalo. Será problema de Per Åkeson.

Ann-Britt Höglund prometió encargarse de ello. Wallander se dirigió a Ludwigsson y Hamrén.

—He oído rumores acerca de una motocicleta —dijo—. Un testigo que ha visto algo interesante en el aeropuerto.

—Sí —dijo Ludwigsson—. El horario coincide. Una motocicleta se dirigió hacia la E 65 la noche en cuestión.

—¿Qué tiene de interés?

—Que el guardia está bastante seguro de que la motocicleta desapareció al mismo tiempo que llegó la furgoneta. El Ford de Björn Fredman.

Wallander cayó en la cuenta de que lo que Ludwigsson decía era muy importante.

—Estamos hablando de una hora de la noche en la que el aeropuerto está cerrado —prosiguió Ludwigsson—. No ocurre nada. No hay taxis, nada de tránsito. Todo está muy quieto. Una furgoneta llega y aparca. Al poco rato se va una motocicleta.

Un silencio glacial recorrió la estancia.

Todos comprendieron que por primera vez se encontraban muy cerca del asesino que buscaban. Si es que existían momentos mágicos en una investigación criminal complicada, éste era uno de ellos.

—Un hombre en una motocicleta —dijo Svedberg—. ¿Realmente puede ser cierto?

—¿Hay alguna descripción? —preguntó Ann-Britt Höglund.

—Según el guardia, quien conducía la motocicleta llevaba un casco integral en la cabeza. Por tanto no pudo verle la cara. Ha trabajado durante muchos años en Sturup. Era la primera vez que una motocicleta se alejaba durante la noche.

—¿Cómo puede estar seguro de que se dirigía hacia Malmö?

—No lo estaba. Tampoco lo he dicho.

Algo hizo que Wallander aguantase la respiración. Las voces de los demás se oían distantes, casi como un ruido impreciso lejano en el espacio.

Aún no sabía qué era lo que veía.

Pero se dio cuenta de que ahora estaba cerca, muy cerca.

37

En algún lugar, Hoover oía la tormenta a lo lejos.

En silencio, para no despertar a su hermana, que estaba durmiendo, contaba los segundos que separaban los relámpagos del estampido de los truenos. La tormenta se alejaba. No llegaría a Malmö. Continuó mirándola. Dormía en el colchón. Habría deseado ofrecerle algo completamente diferente. Pero todo había ocurrido muy deprisa. El policía al que ahora odiaba, el coronel de caballería con los pantalones azules, al que había dado el nombre de Perkins, porque pensaba que le iba bien, y también el de Hombre con Gran Curiosidad, cuando en el silencio le anunciaba sus mensajes a Jerónimo con el tambor, había venido y exigido ver unas fotografías de Louise. También había amenazado con ir a verla. En aquel momento había entendido que tenía que cambiar sus planes enseguida. Iría a buscar a Louise antes de que la línea de cabelleras y la última ofrenda, el corazón de la chica, estuviesen enterrados debajo de su ventana. De repente todo apremiaba. Era por eso por lo que solamente tuvo tiempo de bajar un colchón y una manta al sótano. Se había imaginado otra cosa diferente para ella. Había una gran casa vacía en Limhamn. La mujer que vivía sola en ella iba cada verano a Canadá a visitar a sus familiares. En una ocasión fue su maestra. Después la había visitado a veces para hacerle recados. Por eso sabía que estaría fuera. Hacía tiempo que había hecho una copia de la llave de la puerta de fuera. Podían haber vivido en esa casa mientras planeaban su futuro. Pero ahora el policía curioso se había interpuesto en su camino. Hasta que no muriese, y eso ocurriría muy pronto, tendrían que contentarse con el colchón y el sótano.

Ella dormía. Había sacado medicamentos de un armario cuando la fue a recoger en el hospital. Había ido sin pintarse la cara. Pero llevaba el hacha y unos cuchillos, por si alguien intentaba impedir que se la llevara. El hospital estaba muy tranquilo, casi no había personal. Todo había sido mucho más fácil de lo que se había imaginado. Al principio Louise no le había reconocido, o al menos había dudado. Pero al oír su voz no se resistió. Le había traído ropa. Caminaron por el parque del hospital, subieron a un taxi y todo resultó fácil. Ella no dijo nada, no preguntó por qué le hacía dormir en un colchón. Se acostó y se quedó dormida casi enseguida. Él también estaba cansado. Se acostó junto a ella y se durmió un rato. Justo antes de dormirse pensó que estaban más cerca del final que nunca. El poder de las cabelleras que había enterrado estaba surtiendo efecto. Ella estaba de nuevo saliendo a la vida. Pronto todo habría cambiado.

La miró. Era de noche, pasadas las diez. Su decisión estaba tomada. Al alba del día siguiente volvería a Ystad por última vez.

En Helsingborg era casi medianoche. Un gran número de periodistas asediaba el círculo exterior que el intendente Birgersson había establecido. El jefe de policía estaba en su puesto, habían dado alerta nacional en busca del coche de la compañía de seguridad, pero aún no tenían rastro de él. Para obedecer la insistente petición de Wallander, se estaba buscando a través de la Interpol a la joven Sara Pettersson, que viajaba con Interrail con una amiga. A través de sus padres estaban reconstruyendo el posible trayecto de las chicas. Era una noche ajetreada en la comisaría. Hansson estaba en Ystad con Martinsson y recibían información continuamente. De esta forma podían enviar a Wallander el material de la investigación que precisaba en cada momento. Per Åkeson se encontraba en su casa. Pero estaría localizable todo el tiempo. A pesar de que era tarde, Wallander envió a Ann-Britt Höglund a Malmö para visitar a la familia Fredman. Quería asegurarse de que no hubieran sido ellos quienes se habían llevado a Louise del hospital. Habría preferido ir él mismo. Pero no podía estar en dos lugares al mismo tiempo. Ella se fue en el coche a las diez y media, después de que Wallander hablase con la viuda de Fredman. Wallander calculaba que estaría de vuelta sobre la una.

—¿Quién cuida de tus hijos mientras estás aquí? —le había preguntado cuando se disponía a salir para Malmö.

—Tengo una vecina fantástica —respondió—. Si no, no podría ser.

Cuando se había marchado, Wallander llamó a su casa. Linda estaba allí. Le explicó como pudo lo ocurrido. No sabía cuándo volvería, tal vez durante la noche, tal vez de madrugada. Dependía.

—¿Vendrás antes de que me marche? —preguntó.

—¿Marcharte?

—¿Has olvidado que me voy a Gotland? Nos vamos, Kajsa y yo, el sábado. Cuando tú te vayas a Skagen.

—Claro que no lo he olvidado —dijo evasivo—. Naturalmente que estaré en casa para entonces.

—¿Has hablado con Baiba?

—Sí —respondió Wallander esperando que no descubriese la mentira.

Le dio el número de teléfono de Helsingborg. Después estuvo pensando en llamar a su padre. Pero era tarde. Seguramente ya se habrían acostado.

Entró en la central de operaciones, donde Birgersson coordinaba el trabajo de investigación. Habían transcurrido cinco horas sin que nadie hubiese encontrado el coche robado de los guardias de seguridad. Birgersson estaba de acuerdo con Wallander en que eso sólo significaría que Logård, o quien fuese, no estaba usando el coche.

—Tiene dos barcos a su disposición —dijo Wallander—. Y una casa a las afueras de Bjuv que encontramos con dificultad. Con toda seguridad tiene más escondites.

—Un par de hombres están ahora examinando los barcos —dijo Birgersson—. Y la finca de Hördestigen. Les he dicho que buscaran posibles direcciones de los otros escondrijos.

—¿Quién es ese jodido Hans Logård? —preguntó Wallander.

—Están examinando sus huellas dactilares —contestó Birgersson—. Si alguna vez ha tenido algo que ver con la policía, le encontraremos pronto.

Wallander continuó hasta las dependencias en las que estaban interrogando a las cuatro chicas. Era cansado, puesto que todo se hacía por mediación de un intérprete. Además, las chicas estaban asustadas. Wallander les había explicado a los policías que en primer lugar tenían que decirles que no se las acusaba de ningún delito. Pero en su interior se preguntaba cuán profundos serían en realidad sus temores. Pensaba en el miedo de Dolores María Santana, el más grande que jamás había visto. Pero ahora, a las doce de la noche, se le estaba formando una imagen. Todas las chicas eran de la República Dominicana. Sin conocerse entre ellas, se habían acercado desde el pueblo a una de las grandes ciudades en busca de trabajo como asistentas del hogar o trabajadoras en una fábrica. A todas las recibieron hombres distintos, todos igual de simpáticos, y les habían ofrecido trabajo como asistentas del hogar en Europa. Les habían mostrado fotos de grandes mansiones hermosas en el mar Mediterráneo, los sueldos serían casi diez veces lo que se podía esperar en su país, si es que allí encontraban trabajo. Algunas habían dudado, otras no, pero finalmente todas aceptaron. Les daban pasaportes pero no podían quedarse con ellos. Después habían ido en avión hasta Amsterdam; al menos dos de las chicas creían que ése era el nombre de la ciudad en la que habían aterrizado. De allí fueron en un pequeño autobús a Dinamarca. Una noche oscura, hacía una semana, las llevaron en barco hasta Suecia. Todo el tiempo estaban rodeadas por hombres distintos y su amabilidad se reducía cuanto más se alejaban de su país. El verdadero temor se presentó cuando las encerraron en aquella finca solitaria. Les dieron de comer y un hombre les explicó en un español deficiente que pronto continuarían el viaje, el último trayecto. Pero ahora ya empezaban a entender que nada sería como les habían prometido. El temor se estaba convirtiendo en terror.

Wallander les pidió a los policías encargados de los interrogatorios que fueran minuciosos al preguntar por los hombres que habían visto durante su encierro. ¿Había sido más de uno? ¿Podían describir el barco que les trajo a Suecia? ¿Cómo era el capitán? ¿Había tripulación? Les dijo que llevaran a una de las chicas al club náutico para ver si reconocía la cabina del crucero de Logård. Quedaron muchas preguntas por responder. Pero se estaba dibujando un patrón. Wallander daba vueltas todo el rato buscando una estancia vacía, donde encerrarse y reflexionar a solas.

Esperaba impaciente el regreso de Ann-Britt Höglund. Y sobre todo que pudiesen identificar a Hans Logård. Intentó encontrar una relación entre una motocicleta en el aeropuerto de Sturup, un hombre que arranca cabelleras y mata con un hacha y otro que dispara con un arma semiautomática. Toda la investigación iba y venía de forma precipitada por su mente. Ya tenía el dolor de cabeza que antes había presentido e intentó combatirlo con una aspirina sin que desapareciera del todo. Era como un dolor sordo. El aire era sofocante. Había tormenta sobre Dinamarca. En menos de cuarenta y ocho horas debería estar en Kastrup.

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