La falsa pista (59 page)

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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
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—Iré.

—¿Solo?

—Sí. Solo.

Wallander colgó el auricular. Pensó con frenesí. No tenía la menor intención de ir solo. Pero tampoco quería que Hansson empezara a organizar una tropa numerosa. «Ann-Britt Höglund y Svedberg», pensó. Pero Svedberg estaba en casa. Le llamó. Le dijo que quería encontrarse con él delante del hospital en cinco minutos. Con el arma reglamentaria. ¿La tenía en casa? Sí, la tenía. Wallander le dijo escuetamente que iban a detener a Hans Logård. Cuando Svedberg empezó a hacer preguntas, Wallander le interrumpió. Dentro de cinco minutos delante del hospital. Hasta entonces, silencio telefónico. Abrió con llave el cajón del escritorio y sacó su pistola. Detestaba llevarla en la mano. La cargó y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Se fue a la sala de reuniones e hizo señas a Ann-Britt Höglund para que se acercara. Se la llevó a su despacho y se lo explicó. Se encontrarían fuera de la comisaría inmediatamente. Wallander le dijo que se llevara su arma reglamentaria. Se marcharon en el coche de Wallander. Le había dicho a Hansson que iba a casa a ducharse. Hansson asintió con la cabeza, bostezando. Svedberg estaba esperando delante del hospital. Se sentó en el asiento trasero.

—¿Qué es lo que está pasando? —preguntó.

Wallander hizo un resumen de la conversación telefónica. Si la pistola no estaba en el coche, lo dejarían correr. Lo mismo si la puerta no estaba abierta. O si Wallander sospechaba que algo andaba mal. Se mantendrían invisibles, pero preparados.

—Supongo que habrás pensado que aquel cabrón puede tener otra pistola —dijo Svedberg—. Puede intentar tomarte como rehén. Esto no me gusta. ¿Cómo sabe dónde se encuentra Stefan Fredman? ¿Qué es lo que quiere sacar de ti?

—Tal vez sea lo bastante imbécil como para intentar negociar una reducción de la pena. La gente cree que esto es América. Pero aún no estamos allí.

Wallander pensó en la voz de Hans Logård. Algo le decía que realmente sí sabía dónde se encontraba Stefan Fredman.

Dejaron el coche fuera de la vista desde la casa. Svedberg iba a vigilar el lado de la playa. Cuando llegó allí estaba completamente solo. A excepción de una chica que estaba sentada encima del bote de remos debajo del cual habían encontrado el cadáver de Wetterstedt. Ella parecía totalmente fascinada por el mar y la nube negra que se estaba acercando a toda prisa. Ann-Britt Höglund se quedó en la parte exterior del garaje. Wallander vio que la puerta estaba abierta. Se movía muy lentamente. El coche de la empresa de seguridad estaba en el garaje. La pistola estaba en la guantera. Sacó su propia pistola y le quitó el seguro. Se movía con cuidado hacia la puerta principal que estaba abierta. Escuchaba. Todo estaba en profundo silencio. Se acercó a la puerta. Hans Logård estaba allí dentro en la penumbra. Tenía las manos encima de la cabeza. Wallander sintió un repentino malestar. No sabía de dónde le venía. De manera instintiva intuyó un peligro. Pero entró. Hans Logård le estaba mirando. Después todo ocurrió muy deprisa. Una de las manos de Logård resbaló de la cabeza. Wallander vio la herida abierta de un hachazo. El cuerpo de Logård cayó al suelo. Detrás de él estaba la persona que le había aguantado derecho. Stefan Fredman. Tenía líneas pintadas en la cara. Con una fuerza tremenda se abalanzó sobre Wallander. Llevaba el hacha levantada. Wallander alzó la pistola para disparar. Pero era demasiado tarde. Se agachó instintivamente y tropezó con una alfombra. El hacha erró la cabeza, pero le rozó el hombro con una parte del filo. La pistola se disparó y el proyectil se incrustó en el óleo que colgaba de una de las paredes. Al mismo tiempo, Ann-Britt Höglund apareció en la puerta. Estaba agachada en posición de disparar. Stefan Fredman la vio en el momento en que iba a clavar el hacha en la cabeza de Wallander. Se tiró a un lado, y Wallander quedó en la línea de fuego. Stefan Fredman desapareció por la puerta abierta de la terraza. Wallander pensó en Svedberg. El lento de Svedberg. Le gritó a Ann-Britt Höglund que disparase a Stefan Fredman.

Era demasiado tarde. Svedberg, que había oído el primer disparo, no sabía qué hacer. Le gritó a la chica que estaba encima del bote que se pusiera a cubierto. Pero no se movió. Después se fue corriendo hacia la cancilla del jardín. Le dio en plena cara al abrirse. Vio un rostro que jamás olvidaría mientras viviera. Se le había caído la pistola con el golpe. El hombre llevaba un hacha en la mano. Svedberg hizo lo único que podía hacer. Se fue corriendo pidiendo auxilio a gritos. Stefan Fredman fue a buscar a su hermana, que continuaba sentada inmóvil encima del bote de remos. Puso en marcha la motocicleta. Desaparecieron en el momento en que Wallander y Ann-Britt Höglund llegaron corriendo.

—¡Da el aviso! —gritó Wallander—. ¿Y dónde cojones está Svedberg? Intentaré seguirles con el coche.

En ese momento empezó a llover. La lluvia se tornó torrencial en menos de un minuto. Wallander se fue corriendo a su coche a la vez que intentaba acertar qué camino habría elegido Stefan Fredman. La visibilidad era pésima, a pesar de que los limpiaparabrisas funcionaban a toda velocidad. Creyó que los había perdido, cuando de repente los descubrió. Iban por la carretera hacia el hotel de Saltsjöbadshotellet. Wallander se mantenía a una distancia prudente. No quería asustarlos. Además, la motocicleta iba muy rápida. Wallander intentó pensar con rapidez en cómo acabar con todo. Estaba a punto de avisar por teléfono cuando ocurrió algo. Tal vez era por el agua que se había acumulado en el firme. Wallander vio cómo se tambaleaba la motocicleta. Frenó. La motocicleta se salió de la calzada y chocó contra un árbol. Vio cómo la muchacha saltaba del asiento trasero, directa al tronco del árbol. Stefan Fredman cayó en alguna parte a su lado.

«Mierda», pensó Wallander. Detuvo el coche en medio de la carretera y corrió hacia la motocicleta.

Enseguida vio que Louise Fredman estaba muerta. Tal vez se había roto las vértebras de la nuca. Su vestido blanco era extrañamente claro en contraste con la sangre que corría por su cara. Stefan Fredman había salido casi indemne. Wallander no podía distinguir qué era pintura y qué era sangre en su cara. En cambio, ahora sólo veía ante sí a un chico de catorce años. No dijo nada. Sólo vio cómo Stefan Fredman caía de rodillas junto a su hermana. Llovía torrencialmente. El chico empezó a llorar. A los oídos de Wallander sonaba como un aullido. Se agachó al lado del chico.

—Está muerta —dijo—. No podemos hacer nada.

Stefan Fredman le miró con su cara deformada. Wallander se levantó precipitadamente. Temía que el chico se le arrojara encima. Pero no ocurrió nada. El chico continuó aullando.

En algún lugar detrás de él oyó los vehículos de emergencias. Sólo cuando Hansson estuvo a su lado se dio cuenta de que él mismo estaba llorando.

Wallander dejó todo el trabajo para los demás. Sólo a Ann-Britt Höglund le explicó brevemente lo ocurrido. Cuando vio a Per Åkeson, se lo llevó a su coche. La lluvia tamborileaba contra el capó.

—Se acabó —dijo Wallander.

—Sí —contestó Per Åkeson—. Se acabó.

—Me voy de vacaciones mañana —dijo Wallander—. Comprendo que hay que escribir un montón de informes. Pero me iré de todas formas.

La respuesta de Per Åkeson llegó sin vacilación.

—Hazlo —ordenó—. Vete.

Per Åkeson salió del coche. Wallander pensó que debía haberle preguntado cómo iban los preparativos de su viaje a Sudán. ¿O era a Uganda?

Se fue a casa. Linda no estaba. Se metió en la bañera. Cuando la oyó cerrar la puerta de un golpe, se levantó y se secó.

Aquella noche le contó lo que realmente había ocurrido. Y cómo se sentía.

Después llamó a Baiba.

—Pensé que no llamarías nunca —dijo sin ocultar su enfado.

—Te pido disculpas —dijo Wallander—. ¡He tenido tantísimo trabajo!

—Pienso que es una excusa muy mala.

—Lo sé. Pero es la única que tengo.

Ninguno de los dos decía nada más. El silencio iba y venía entre Ystad y Riga.

—Nos vemos mañana —dijo Wallander finalmente.

—Sí —respondió—. Tal vez lo hagamos.

Así terminaron la llamada. Wallander notó que el corazón le daba un vuelco. ¿Quizá no vendría?

Después Linda y él hicieron sus respectivas maletas.

La lluvia cesó poco después de la medianoche. Olía a aire fresco cuando salieron al balcón.

—El verano es muy hermoso —dijo Linda.

—Sí —contestó Wallander—. Es hermoso.

Al día siguiente tomaron juntos el tren a Malmö. Se despidieron saludándose con las manos.

Después Wallander se fue a Copenhague en el aerodeslizador.

Contemplaba el agua que corría a lo largo del barco. Pidió distraído un café y coñac.

El avión de Baiba aterrizaría dentro de dos horas.

Le invadió algo parecido al pánico.

De repente deseó que la travesía a Copenhague durase mucho más.

Pero cuando ella llegó, allí estaba él.

Sólo entonces desapareció la imagen de Louise Fredman de su cabeza.

Escania

16-17 de septiembre de 1994

Epílogo

El viernes 16 de septiembre apareció de repente el otoño sobre el sur de Escania. Llegó inesperadamente, como si la gente guardase aún el recuerdo de un verano que había sido el más caluroso y seco que jamás habían vivido.

Kurt Wallander se despertó muy pronto esa mañana. Abrió los ojos en la oscuridad, precipitadamente, como si le hubiesen arrancado de un sueño. Se quedó inmóvil e intentó recordar. Pero sólo quedaba el eco de algo que ya se había ido y nunca volvería. Movió la cabeza y miró el reloj de al lado de la cama. Las manecillas brillaban en la oscuridad. Las cinco menos cuarto. Se giró de lado para continuar durmiendo. Pero le mantuvo despierto la conciencia del día que era. Se levantó y entró en la cocina. La farola que había delante de la ventana se balanceaba solitaria en el viento. Vio en el termómetro que la temperatura había descendido a siete grados. Sonrió al recordar que en menos de cuarenta y ocho horas estaría en Roma. Allí todavía hacía calor. Se sentó a la mesa de la cocina y tomó café. Repasó mentalmente todos los preparativos del viaje. Unos días antes había ido a casa de su padre para arreglar por fin la puerta que se vio obligado a romper cuando aquél, en un ataque de gran confusión, se había encerrado y empezado a quemar sus zapatos y sus cuadros. Ese día admiró el pasaporte nuevo de su padre. Había ido al banco a cambiar dinero y tenía unas liras y un talonario de cheques de viaje. Los billetes de avión los iría a recoger por la tarde a la agencia de viajes. Ahora le quedaba acudir a su último día de trabajo antes de empezar la semana de vacaciones. La terca investigación sobre la banda que exportaba coches robados a los antiguos estados del Este todavía le perseguía. Pensó que hacía casi un año que trabajaba en el asunto. Aún no se podía ver el final. La policía de Göteborg había hecho recientemente una redada en uno de los talleres donde se daba un nuevo aspecto y una nueva matrícula a los coches robados antes de llevarlos fuera del país mediante distintas líneas de transbordadores. Pero todavía quedaban muchas cosas turbias en aquella extensa investigación. Pensó que tendría que volver a ese triste trabajo al regresar de Italia.

Descontando los robos de coches, el distrito policial de Ystad había estado tranquilo durante el último mes. Wallander había notado en sus colegas que empezaban a tener tiempo para ordenar sus escritorios. La tremenda tensión de la persecución de Stefan Fredman por fin empezaba a relajarse. A propuesta de Mats Ekholm, unos psicólogos analizaron cómo habían reaccionado los policías de Ystad al tremendo estrés al que habían estado sometidos durante la intensa investigación. A Wallander le entrevistaron en varias ocasiones y entonces tuvo que enfrentarse de nuevo con los recuerdos. Durante un largo periodo experimentó una sensación de tristeza depresiva. Aún recordaba una noche de finales de agosto en la que, sin poder dormir, se había marchado con el coche a la playa de Mossby Strand. Paseó por la orilla pensando cosas tristes sobre la época y el mundo en el que vivía. ¿Era posible entenderlo? Chicas pobres a las que, engañadas, se las hacía venir a burdeles europeos. La trata de jovencitas que conducía directamente a las habitaciones secretas, escondidas tras la fachada de aquello que debería ser lo más selecto de la sociedad. Allí se sepultaban los secretos, se archivaban, no se hacían públicos. El retrato de Gustaf Wetterstedt continuaría colgando en los pasillos en los que la fuerza superior de la policía recibía sus órdenes. En aquel momento Wallander pensó que había descubierto el poder de los señores que una vez había pensado que estaba destruido, pero que ahora veía volver. La idea le producía náuseas. Tampoco podía sacarse de encima la espeluznante información que Stefan Fredman le había dado. Que había sido él quien tomó sus llaves y que en varias ocasiones estuvo en su apartamento, con la intención de matarlos a él y a Linda. Desde aquel día, Wallander ya no podía contemplar el mundo de la misma manera que antes.

En algún momento durante aquella noche en la playa había escuchado el susurro de miles de aves migratorias que ya estaban iniciando su regreso al sur. Había sido un momento de gran soledad, pero también de gran belleza, y le invadió la certeza de que algo había concluido y que vendría otra cosa. Supo que aún conservaba la capacidad de sentir quién era.

También recordaba una de las últimas conversaciones que había tenido con Ekholm. Se produjo cuando la investigación del asesino hacía un mes que había acabado.

Ekholm volvió a mediados de agosto para repasar todo el material de la investigación. Wallander le invitó a casa la última noche antes de que regresara para siempre a Estocolmo. Preparó una cena sencilla, espaguetis. Luego estuvieron hablando hasta las cuatro de la madrugada. Wallander había comprado una botella de whisky y ambos se emborracharon. Wallander preguntó una y otra vez cómo podía ser que personas jóvenes, niños apenas, pudieran cometer crueldades de esa calaña. Se irritó por los comentarios de Ekholm, que según su opinión sacaba demasiadas conclusiones solamente de ideas sobre la psique humana. Wallander creía que la culpa de todo la tenía el entorno, el mundo incomprensible, todo ese proceso de deformación al que nadie puede escapar. Ekholm insistía en que el presente no era peor que cualquier otra época. Que la sociedad sueca se tambalease y se derrumbase tampoco era algo que pudiera interpretarse como la causa de la existencia de personas como Stefan Fredman. Suecia era todavía una de las sociedades más seguras, una sociedad en la que se cuidaban los detalles —Wallander recordó que Ekholm repetía la palabra
más limpia
— del mundo. Stefan Fredman era una excepción que no confirmaba nada más que su propia existencia. Era una excepción que seguramente nunca tendría una réplica. Esa noche Wallander intentó hablar de todos los niños que sufrían. Pero le habló a Ekholm como si en realidad no tuviese a nadie con quien hablar. Se sentía confuso, pero no podía negar la sensación que le invadía. Estaba preocupado. Por el futuro. Por las fuerzas que al parecer se concentraban ocultas a todas las miradas.

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