La falsa pista (60 page)

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Authors: HENNING MANKELL

Tags: #Policiaca

BOOK: La falsa pista
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Pensaba a menudo en Stefan Fredman. Pensaba por qué él mismo había seguido una pista falsa con tanta obstinación. La idea de que un chico de catorce años estuviera detrás de los asesinatos había sido tan inconcebible que se había negado a creerlo. Pero ahora sabía que algo en su interior, quizá ya desde que le conoció en el apartamento de Rosengård, le había estado diciendo que se encontraba muy cerca de la espantosa verdad que impregnaba los acontecimientos que le habían perseguido durante tanto tiempo. Aunque lo sabía, eligió seguir la falsa pista porque le había resultado imposible aceptarla verdad.

A las siete y cuarto abandonó el apartamento y se dirigió a su coche. El aire era fresco. Se subió la cremallera de la cazadora y se estremeció al sentarse en el asiento del conductor. Durante el viaje a la comisaría pensaba en la reunión que iba a tener esa mañana.

Eran las ocho en punto cuando llamó a la puerta del despacho de Lisa Holgersson.

Al oír su voz, abrió la puerta. Ella le saludó con la cabeza y le invitó a sentarse. Wallander pensó rápidamente que sólo prestaba sus servicios desde hacía tres semanas en sustitución de Björk, quien continuaba ascendiendo en su carrera. De todos modos había tenido tiempo de dejar su marca en gran parte del trabajo y en el ambiente.

Muchos mostraban escepticismo con aquella mujer que venía de un distrito policial de la región de Småland. Además, Wallander estaba rodeado de colegas que vivían en la antigua creencia de que las mujeres no estaban hechas para ser policías en activo. ¿De qué modo, pues, podrían incluso ser sus jefes? Pero Lisa Holgersson pronto mostró su capacidad. A Wallander le impresionó su integridad, su valentía y su capacidad de pronunciar charlas comprensibles y ejemplares, fuera cual fuere el tema.

El día anterior Lisa Holgersson pidió una reunión con él. En aquel momento, cuando Wallander estaba sentado en la silla de las visitas, aún no sabía qué quería.

—Te vas de vacaciones la semana que viene —dijo—. Oí que vas a Italia con tu padre.

—Es uno de sus sueños —respondió Wallander—. Probablemente será la última ocasión que tengamos. Tiene casi ochenta años.

—Mi padre tiene ochenta y cinco —contestó—. A veces tiene la cabeza muy lúcida, pero otras no me reconoce. Me he dado cuenta de que uno no se separa nunca de sus padres. De repente los papeles se invierten. Te vuelves padre de tus padres.

—Es más o menos lo que yo pienso —comentó Wallander. Movió algunos papeles de su escritorio.

—En realidad no tenía ningún asunto en concreto que comentarte —dijo—. Pero de pronto he comprendido que no he tenido oportunidad de darte las gracias por tu trabajo de este verano. Fue un trabajo de investigación ejemplar en muchos aspectos.

Wallander la miró inquisitivamente. ¿Lo decía en serio?

—No es cierto —dijo—. Cometí muchos errores. Llevé la investigación hacia una pista falsa. Podría haberse ido a pique.

—Una buena capacidad para dirigir una investigación muchas veces supone saber cuándo se tiene que cambiar de pie —respondió—. Mirar hacia el lado que acabas de descartar. La investigación fue modélica en muchos aspectos. Sobre todo por vuestra perseverancia. La capacidad de concebir ideas inesperadas. Quiero que lo sepas. He oído que el director del departamento de Investigación Criminal ha expresado su satisfacción en diversas ocasiones. Probablemente recibirás una invitación para pronunciar unas cuantas conferencias sobre esta investigación en la Escuela Superior de Policía.

Wallander se opuso enseguida.

—No puedo —dijo—. Que lo haga otro. Yo no sé hablar delante de gente que no conozco.

—Lo discutiremos cuando vuelvas —dijo sonriendo—. Lo más importante por ahora era decirte lo que pienso.

Se levantó en señal de que el breve encuentro se había acabado.

Cuando Wallander caminaba por el pasillo pensó que ella había dicho lo que realmente sentía. Aunque intentó rechazar la sensación, el aprecio le alegró. Sería fácil colaborar con ella en el futuro.

Fue a buscar café e intercambió unas palabras con Martinsson sobre una de sus hijas, que tenía anginas. Al entrar en su despacho, llamó a la peluquería para pedir hora. En la mesa tenía una lista recordatoria que había escrito el día anterior. Pensaba marcharse de la comisaría a las doce para poder hacer todos los recados que aún le quedaban pendientes. Acababa de firmar unos papeles que estaban en su mesa cuando sonó el teléfono. Era Ebba desde la recepción.

—Tienes una visita —dijo—. Al menos eso creo.

Frunció el ceño.

—¿Crees?

—Hay un hombre aquí que no habla nada de sueco. Ni una palabra. Lleva una carta. En inglés. Pone que es para Kurt Wallander. En otras palabras, es contigo con quien quiere hablar.

Wallander suspiró. En realidad no tenía tiempo.

—Iré a buscarlo —dijo, acabando la conversación, y se levantó.

El hombre que le esperaba en el pasillo era bajo, moreno y llevaba barba de varios días. Vestía de manera muy sencilla. Wallander se acercó a él y le saludó. El hombre le contestó en español, o tal vez en portugués, al mismo tiempo que le entregaba la carta.

La leyó. Estaba escrita en inglés. Una sensación de impotencia se apoderó de él con una fuerza terrible. Miró al hombre que estaba delante de él. Aferró su mano y le invitó a acompañarlo. Fue a buscar café y se lo llevó a su despacho.

La carta era de un sacerdote católico llamado Estéfano.

Le pedía a Kurt Wallander, un nombre que había conseguido a través de la Interpol, que prestase un poco de su tiempo, seguramente muy preciado, a Pedro Santana, que tan trágicamente había perdido a su hija unos meses antes allá en el lejano norte.

La carta explicaba la conmovedora historia de un hombre sencillo que quería ver la tumba de su hija en un país extranjero. Había vendido casi todas sus pertenencias para poder hacer el largo viaje. Por desgracia no hablaba inglés. Pero se entenderían de todos modos.

Tomaron su café en silencio. Wallander sentía una gran tristeza.

Cuando salieron de la comisaría había empezado a llover. El padre de Dolores María caminaba tiritando al lado de Wallander, al que apenas le llegaba a los hombros. En el coche de Wallander se fueron hasta el cementerio. Caminaron entre pequeñas lápidas y se detuvieron en la loma donde estaba enterrada Dolores María. Estaba señalizada con un palo de madera y un número. Wallander la indicó con la cabeza y retrocedió un paso.

El hombre cayó de rodillas delante de la tumba. Después empezó a llorar. Inclinó la cara sobre la tierra mojada, gemía, pronunciaba palabras que Wallander no entendía. Wallander notaba que a él también se le subían las lágrimas a los ojos. Miró al hombre que había hecho el largo viaje, pensó en la chica que se apartó de él en el campo de colza y luego ardió como una antorcha. Sintió una ira tremenda en su interior.

«La barbarie siempre tiene forma humana», pensó. «Eso es lo que hace que sea tan inhumana.» Lo había leído en alguna parte. Ahora sabía que era verdad.

Pronto cumpliría cincuenta años. En ese tiempo había visto transformarse la sociedad a su alrededor, y él mismo había participado en esa transformación. Pero sólo ahora se daba cuenta de que únicamente se había visto una parte de esa transformación. Algo había sucedido de forma soterrada, oculta. La construcción había tenido su sombra en la invisible destrucción que se producía al mismo tiempo. Lo mismo que una enfermedad vírica, con un tiempo de incubación largo y asintomático. Cuando era un joven policía le parecía evidente que todos los problemas se resolverían sin usar la violencia más que en casos de extrema necesidad. Luego se produjo un desplazamiento gradual hacia un punto en el que nunca se podía excluir la necesidad de la violencia para resolver ciertos problemas. Y hoy ese desplazamiento había llegado a su fin.

¿Ya no se podían resolver los problemas sin recurrir a la violencia?

Si fuese así, cosa que temía cada vez más, el futuro le daba miedo. En ese caso la sociedad habría girado sobre sí misma y se había convertido en un monstruo.

Todavía existen imágenes cándidas: la del niño que aparece en las cajas de cerillas con fines benéficos, la del muchacho rubio que anuncia el caviar.

Todavía existen, pero no es lo mismo. Después de media hora, el hombre se incorporó. Se santiguó y se volvió. Wallander bajó los ojos. Le costaba mirar la cara que tenía delante de él.

Se lo llevó entonces a la calle de Mariagatan. Le dejó darse un baño caliente.

Canceló la hora del peluquero. Mientras Pedro Santana se relajaba en la bañera, Wallander registró sus bolsillos y encontró su pasaporte y su billete de avión. Volvería a la República Dominicana el domingo. Wallander llamó a la comisaría y le pidió a Ebba que localizase a Ann-Britt Höglund. Le explicó lo sucedido. Ella escuchó sin preguntar. Después prometió hacer lo que le pedía.

Ann-Britt llegó al apartamento media hora más tarde. En el recibidor le dio a Wallander lo que él estaba esperando.

—Naturalmente es ilegal lo que estamos haciendo —dijo ella.

—Claro —respondió él—. Pero yo asumo la responsabilidad.

Ella saludó a Pedro Santana, que estaba sentado erguido y formal en el sofá de Wallander. Le habló con el poco español que sabía.

Luego Wallander le entregó la joya que habían encontrado en el campo de colza. La estuvo mirando durante un buen rato. Luego se volvió hacia ellos y sonrió.

Se despidieron en el recibidor. Dormiría en casa de Ann-Britt Höglund.

Ella se ocuparía de que tomara su avión el domingo. Wallander permaneció en la ventana de la cocina observando cómo subía al coche. La ira era enorme en su interior. Al mismo tiempo comprendió que la investigación concluía en ese mismo momento. Stefan Fredman estaba en algún lugar, retenido y atendido. Él viviría. Su hermana Louise estaba muerta. Al igual que Dolores María Santana, ella estaba en su tumba. La investigación había acabado.

Lo que le quedaba a Wallander era la ira.

Aquel día no regresó a la comisaría. El encuentro con Pedro Santana había significado verse obligado una vez más a revivir todo lo sucedido. Hizo su maleta sin ser plenamente consciente de lo que hacía. En varias ocasiones se puso junto a la ventana mirando con distracción hacia la calle, a la lluvia que arreciaba. No fue hasta bien entrada la tarde cuando logró quitarse el malestar de encima. Pero le quedaba la ira. No le abandonaría. A las cuatro y cuarto fue a la agencia de viajes a buscar los billetes. También se detuvo en la tienda de licores para comprar una botella pequeña de whisky. Al llegar a casa llamó a Linda. Prometió enviarle una postal desde Roma. Ella tenía prisa, pero no quiso preguntarle por qué. Intentó alargar la conversación todo lo que pudo. Le contó lo de Pedro Santana y su largo viaje. Pero era como si no le entendiera, o no tuviera tiempo para escucharle. La conversación se acabó antes de lo que hubiera deseado. A las seis llamó a Löderup y le preguntó a Gertrud si todo estaba en orden. Le contó que su padre estaba tan excitado por el viaje que apenas podía estarse quieto. Parte de la anterior alegría se despertó en Wallander. Caminó hasta el centro y cenó en una pizzería. Al regresar a Mariagatan llamó a Ann-Britt Höglund.

—Es un hombre muy bueno —dijo—. Ya se lleva muy bien con mis hijos. No les hace falta un idioma común para entenderse. Les ha cantado canciones. Y bailado. Creo que piensa que ha llegado a un país muy extraño.

—¿Ha dicho algo de su hija? —preguntó Wallander.

—Era hija única. La madre murió poco después de nacer ella.

—No se lo expliques todo —dijo Wallander—. Evítale lo más duro.

—Ya lo he pensado —respondió—. Le cuento lo menos posible.

—Está bien —dijo Wallander.

—Buen viaje.

—Gracias. Mi padre está ilusionado como un niño.

—Creo que tú también.

Wallander no contestó. Pero después, cuando la conversación había finalizado, pensó que tenía razón. La inesperada visita de Pedro Santana había despertado las dormidas sombras. Ahora tendrían que descansar de nuevo. Merecía el descanso. Se sirvió una copa de whisky y extendió un plano de Roma delante de él. Nunca había estado allí. No sabía una palabra de italiano. «Pero somos dos», pensó. «Mi padre tampoco ha estado allí más que en sus sueños. Tampoco él habla italiano. Nos introduciremos juntos en este sueño y seremos guías el uno del otro.»

Atrapado por un repentino impulso, llamó a la torre de control de Sturup y preguntó a uno de los controladores aéreos si sabía qué tiempo hacía en Roma. Se conocían de nombre.

—Hace calor en Roma —dijo el controlador aéreo—. En este momento, a las ocho y diez minutos, tienen allí veintiún grados. Sopla viento del sudeste, un metro por segundo, lo que en la práctica significa que no hace viento. Además hay una ligera neblina. La previsión del tiempo para las próximas veinticuatro horas es que continúe siendo estable.

Wallander le agradeció su ayuda.

—¿Te vas de viaje? —preguntó el controlador aéreo.

—Voy de vacaciones con mi anciano padre —respondió Wallander.

—Parece una buena idea —dijo el controlador—. Les pediré a los colegas de Copenhague que os guíen con cuidado por las rutas aéreas. ¿Vas con Alitalia?

—Sí. A las diez cuarenta y cinco.

—Pensaré en ti. Buen viaje.

Wallander repasó su maleta una vez más. Comprobó el dinero y los billetes. A las once llamó a Baiba. Luego se acordó de que ya se habían despedido la noche anterior. Hoy estaba visitando a unos familiares que no tenían teléfono.

Se sentó con una copa de whisky a escuchar
La traviata
. El volumen estaba bajo. Pensó en el viaje que había realizado con Baiba a Skagen. Cansado y exhausto la había estado esperando en Copenhague. Su aspecto en el aeropuerto de Kastrup era el de un fantasma, e iba sin afeitar. Sabía que ella se había decepcionado al verle, aunque no dijo nada. Sólo cuando llegaron a Skagen y él durmió tranquilo unas noches, le explicó todo lo que había sucedido. Después de eso, empezaron de verdad sus días juntos.

Uno de los últimos días le preguntó si quería casarse con él.

Contestó que no. Al menos de momento. Ahora no. El pasado todavía estaba demasiado reciente. Su marido, el capitán de policía Karlis, al que Wallander también había conocido, aún habitaba en su conciencia. Su violenta muerte aún le perseguía como una sombra. Ante todo dudaba si podría imaginarse casada de nuevo con un policía. Él la entendía. Pero buscaba cierta seguridad. ¿Cuánto tiempo necesitaba para pensárselo?

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