—¿Y no me lo dices hasta ahora?
Sjösten negó con la cabeza sin entender.
—En realidad no me lo has preguntado hasta ahora.
Wallander se quedó inmóvil. La chica que ardía volvía a agitar sus pensamientos.
—He cambiado de idea —dijo luego—. Me quedo a dormir.
Eran las cinco. Todavía era miércoles 6 de julio.
Volvieron al despacho de Sjösten en ascensor.
Un poco después de las siete, en una hermosa noche veraniega, Wallander y Sjösten tomaron el trasbordador hasta Helsingör y cenaron en un restaurante que conocía el segundo. Como por un acuerdo tácito, Sjösten entretuvo a Wallander durante la cena con historias del barco que estaba arreglando, de sus muchos matrimonios y de sus numerosos hijos. Hasta el café no volvieron a hablar de la investigación de los asesinatos. Wallander escuchaba a Sjösten, que era una narrador fascinante. Estaba muy cansado. Después de la fantástica cena se sentía somnoliento. Pero tenía la mente descansada. Sjösten tomó algunos aguardientes y cerveza, mientras que Wallander se contentó con agua mineral. Cuando les sirvieron el café, intercambiaron los papeles. Sjösten escuchaba mientras Wallander hablaba. Habló de todo lo que había pasado. Por primera vez dejó que la chica que se suicidó en el campo de colza fuese la introducción a la serie de asesinatos de la que desconocían si había acabado. Le habló a Sjösten de una manera que le hizo aclararse ciertas cosas. Lo que hasta ahora era inverosímil, que la muerte de Dolores María Santana pudiera relacionarse con lo que ocurrió después, lo admitió como una conclusión sacada por error, o quizá ni siquiera como una conclusión, tan sólo como una manifestación de irresponsable y pasiva equivocación. Sjösten era un oyente atento que enseguida le atacaba en cuanto se expresaba de manera confusa.
Más tarde recordaría la noche de Helsingör como el momento en el que la investigación dio un giro. Se confirmó el patrón que le pareció descubrir cuando estuvo sentado en el banco al lado de la caseta de salvamento marítimo. Se llenaron lagunas, se taparon huecos, algunas preguntas obtuvieron sus respuestas, o al menos se plantearon con más claridad y se contextualizaron. Wallander desfilaba por el paisaje de la investigación y, por primera vez, le pareció obtener una visión global. Pero todo el tiempo sentía el remordimiento de que debería haber visto antes todo lo que ahora veía, que había seguido una pista falsa con una determinación inconcebible en vez de darse cuenta de que la dirección a seguir era totalmente diferente. Sin hacerse la pregunta a Sjösten, lo tenía presente en su fuero interno todo el tiempo. Alguno de los asesinatos, al menos el último, por ahora, el de Liljegren, ¿se podría haber evitado? No podía responder a la pregunta, sólo la podía plantear, y sabía que le perseguiría durante mucho tiempo, tal vez sin tener jamás una respuesta lógica con la que poder vivir.
Lo único que realmente le desconcertaba era que no hubiera ningún culpable. Tampoco había pistas directas que le llevasen en una dirección determinada. No había ningún sospechoso, ni siquiera un grupo de personas entre las cuales pudieran lanzar un anzuelo esperando pescar al que buscaban.
Antes, por la mañana, cuando Elisabeth Carlén se había marchado y Sjösten estaba en la escalera de la comisaría y mencionó que existían sospechas de que Suecia, y más precisamente Helsingborg, funcionaba como un país de tránsito y ciudad de tráfico de chicas de América del Sur destinadas a los burdeles del sur de Europa, la reacción de Wallander había sido inmediata. Volvieron al despacho donde el olor a los cigarrillos de Elisabeth Carlén todavía flotaba en el aire, a pesar de que la ventana estaba abierta. Sjösten se sorprendió por la repentina energía de Wallander, quien, sin pensárselo, se sentó en la silla de Sjösten mientras éste se tuvo que contentar con ser el invitado de su propio despacho. Cuando Wallander le contaba después todo lo que sabía sobre Dolores María Santana, y que evidentemente estaba huyendo cuando la recogieron haciendo autostop desde Helsingborg, Sjösten empezó a comprender el interés de Wallander.
—Una vez por semana llegaba un coche negro a la casa de Wetterstedt —dijo Wallander—. La mujer de la limpieza lo descubrió por pura casualidad. Estuvo aquí y, como ya sabes, le pareció reconocer el coche que estaba en el garaje de Liljegren. ¿A qué conclusiones llegas?
—A ninguna —contestó Sjösten—. Hay un montón de Mercedes negros con cristales ahumados.
—Añádelo a los rumores que circulaban sobre Liljegren. Los rumores de trata de blancas. ¿Qué es lo que impide que no sólo celebrara fiestas en su propia casa? ¿Por qué no pudo haber ofrecido servicio a domicilio?
—Nada lo impide —dijo Sjösten—. Pero parece muy difícil de probar.
—Quiero saber si ese coche dejaba la casa de Liljegren los jueves —dijo Wallander—. Y volvía los viernes.
—¿Cómo vamos a poder averiguarlo?
—Los vecinos pueden haber visto algo. ¿Quién conducía el coche? Hay extraños vacíos en torno a Liljegren. Tenía a gente empleada. Tenía un ayudante. ¿Dónde está todo el mundo?
—Trabajamos en ello —contestó Sjösten.
—Prioricemos —dijo Wallander—. La moto es importante. Al igual que el ayudante de Liljegren. Y el coche de los jueves. Empieza con eso. Destina todo el personal que tengas a indagar sobre eso.
Sjösten salió del despacho para organizar el trabajo de investigación. Luego pudo confirmar que ya habían puesto a Elisabeth Carlén bajo vigilancia.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Wallander.
—Está en su apartamento —contestó Sjösten—. Sola.
Wallander llamó después a Ystad y habló con Per Åkeson.
—Creo que no puedo evitar hablar con Louise Fredman —dijo.
—Entonces tendrás que exponer unas causas muy importantes para la investigación —respondió Åkeson—. Si no, no podré ayudarte.
—Sé que puede ser de capital importancia.
—Tienen que ser motivos claros y evidentes, Kurt.
—Siempre hay una manera de saltarse las dificultades burocráticas.
—¿Qué es lo que crees que te puede aportar?
—Decir si le han cortado las plantas de los pies con un cuchillo. Por ejemplo.
—¡Dios mío! ¿Por qué habrían hecho eso?
Wallander no se molestó en contestar.
—¿Su madre no me podría dar el permiso? —preguntó—. La viuda de Fredman.
—Es justo lo que estoy pensando —contestó Per Åkeson—. Tenemos que ir por ahí.
—Entonces iré a Malmö mañana —dijo Wallander—. ¿No necesitaré algún documento tuyo?
—No, si ella te da el permiso —dijo Per Åkeson—. Pero no puedes presionarla.
—¿Suelo amenazar a la gente? —preguntó Wallander sorprendido—. No lo sabía.
—Solo digo lo que tienes que acatar. Nada más.
Fue después de la conversación con Per Åkeson cuando Sjösten le propuso cruzar el Estrecho e ir a cenar para tener tiempo de hablar con tranquilidad. Wallander aceptó. Aún era pronto para llamar a Baiba. O quizá no era pronto para llamar, pero sí para él mismo. Pensó por un momento que Sjösten, con toda su experiencia matrimonial, tal vez podría aconsejarle sobre cómo explicarle a Baiba, que estaba tan contenta, que el viaje tendría que posponerse indefinidamente o cancelarse. Cruzaron el Estrecho, Wallander habría deseado que el viaje hubiese durado más, y luego disfrutaron de la cena, que Sjösten insistió en pagar. Eran aproximadamente las nueve y media cuando caminaban por la ciudad para regresar con el transbordador. Sjösten se detuvo delante de un portal.
—Aquí vive un hombre que aprecia mucho a los suecos —dijo sonriendo.
Wallander leyó en el letrero del portal que allí había una consulta médica.
—Receta medicamentos para adelgazar prohibidos en Suecia —continuó Sjösten—. Aquí hay colas de suecos con sobrepeso cada día.
—¿Adónde van los daneses? —preguntó Wallander mientras continuaban hasta la terminal de transbordadores.
Sjösten no lo sabía.
Se encontraban en la escalera de la terminal de salidas cuando sonó el móvil de Sjösten. Sjösten continuó andando mientras escuchaba.
—Un colega llamado Larsson ha encontrado algo que parece ser una mina de oro —dijo Sjösten al acabar la conversación—. Un vecino de la casa de Liljegren que ha visto muchas cosas.
—¿Qué es lo que ha visto?
—Coches negros, motos. Hablaremos con él mañana.
—Hablaremos con él esta noche —dijo Wallander—. Solamente serán las diez cuando estemos de vuelta en Helsingborg.
Sjösten asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Llamó a la comisaría y pidió que Larsson les fuera a recibir a la terminal.
Un policía joven, que a Wallander le recordó a Martinsson, les estaba esperando. Se sentaron en su coche y se dirigieron hacia el barrio de Tågaborg. Durante el viaje Larsson les habló del hombre que había localizado. Wallander observó que un banderín del club de fútbol de Helsingborg colgaba en el espejo retrovisor.
—Se llama Lennart Heineman y ha sido consejero de embajada —dijo Larsson en una dialecto escaniano tan cerrado que Wallander tenía que esforzarse para entenderle—. Tiene casi ochenta años. Pero es muy juvenil. Su esposa también vive, pero está de viaje. Heineman tiene un jardín que está diagonalmente opuesto a la entrada principal del jardín de Liljegren. Ha observado muchas cosas y las recuerda.
—¿Sabe que vamos? —preguntó Sjösten.
—Le llamé —contestó Larsson—. Dijo que le parecía estupendo, porque nunca se acostaba antes de las tres de la madrugada. Afirmó estar escribiendo un ensayo crítico sobre la administración del cuerpo diplomático sueco. Lo que no sé qué significa.
Wallander recordó con desagrado a una mujer inoportuna del departamento de Exteriores que les visitó en Ystad unos años antes, en relación con la investigación que luego le llevó a conocer a Baiba. Intentó en vano recordar su nombre. Tenía algo que ver con rosas, eso sí lo recordaba. Desechó el pensamiento cuando se detuvieron delante del chalet de Heineman. Al otro lado de la calle había un coche de policía aparcado frente a la casa de Liljegren. Un hombre alto, con el cabello corto y blanco, salió a su encuentro por el otro lado de la verja. Les saludó con un fuerte apretón de manos. A Wallander enseguida le inspiró confianza. El gran chalet al que les invitó a pasar parecía pertenecer a la misma época que el de Liljegren. Aun así, la diferencia era enorme. La casa irradiaba algo vital, una expresión del enérgico anciano que allí vivía. Les invitó a sentarse y les ofreció algo de beber. Wallander tuvo la sensación de que estaba acostumbrado a ser anfitrión, a recibir a gente que no conocía de antes. Todos declinaron su oferta.
—Terribles las cosas que suceden —dijo Heineman cuando se sentó.
Sjösten le indicó a Wallander con un movimiento casi imperceptible que fuera él quien condujese la conversación.
—Esa es la razón por la que no podemos posponer esta conversación hasta mañana —dijo Wallander.
—¿Para qué íbamos a posponerla? —añadió Heineman—. Nunca he entendido por qué los suecos se acuestan tan irrazonablemente pronto por las noches. La costumbre continental de la siesta es mucho más sana. Si yo me hubiese acostado pronto por las noches, estaría muerto hace tiempo.
Wallander reflexionó por un momento sobre la vigorosa crítica de Heineman respecto de las costumbres suecas.
—Nos interesa todo lo que haya podido observar —dijo—. Sobre el ir y venir del chalet de Liljegren. Sin embargo, hay preguntas que nos interesan más que otras. Empecemos hablando del Mercedes negro de Liljegren.
—Debía de tener al menos dos —dijo Heineman.
La respuesta sorprendió a Wallander. No se había imaginado más que un coche, aunque cabían dos o tres en el enorme garaje de Liljegren.
—¿Qué le hace pensar que había más de un coche?
—Propongo que nos tuteemos —dijo Heineman—. Creí que solamente ciertos círculos anticuados dentro del departamento de Asuntos Exteriores se aferraban a esa costumbre irrazonable de hablarse de usted.
—Dos coches —repitió Wallander—. ¿Por qué crees eso?
—No solamente lo creo —dijo Heineman—. Lo sé. Dos coches podían salir de la casa al mismo tiempo. O regresar juntos. Cuando Liljegren estaba fuera los coches se quedaban aquí. Desde el piso superior de mi casa se ve su jardín. Allí había dos coches.
«Eso significa que falta uno», pensó Wallander. «¿Dónde estará el otro en este momento?»
Sjösten sacó su libreta de apuntes. Wallander le vio tomar nota.
—Me gustaría preguntar por los jueves —continuó Wallander—. ¿Puedes recordar si uno o tal vez los dos coches salían regularmente de la casa de Liljegren avanzada la tarde o la noche de los jueves? ¿Y si volvían durante la noche o bien a la mañana siguiente?
—No soy hombre de fechas —contestó Heineman—. Pero es verdad que uno de los coches solía salir de la casa por la noche, y no volver hasta la mañana siguiente.
—Es muy importante si podemos afirmar que se trata de los jueves —continuó Wallander.
—Mi esposa y yo nunca hemos mantenido esa ridícula tradición sueca de comer sopa de guisantes los jueves —dijo Heineman.
Wallander esperó mientras Heineman intentaba recordar. Larsson miraba al techo, Sjösten golpeaba la libreta con suavidad contra la rodilla.
—Posiblemente —dijo Heineman de repente—. Posiblemente pueda recomponer una respuesta. Recuerdo con seguridad que la hermana de mi esposa estuvo aquí en una ocasión el año pasado cuando el coche salía en una de sus excursiones habituales. No puedo decir por qué lo sé. Pero no me equivoco. Ella reside en Bonn y muy raras veces nos visita. Es por eso por lo que lo he retenido.
—¿Qué te hace pensar que fuera un jueves? —preguntó Wallander—. ¿Lo tienes anotado en una agenda?
—Nunca he querido tener nada que ver con agendas —contestó Heineman con voz de disgusto—. Durante todos mis años en el departamento de Asuntos Exteriores nunca anoté ni una sola cita. Y durante cuarenta años de servicio tampoco fallé en ninguna. Algo que sucedía muchas veces a los que no hacían nada más que apuntar en sus agendas.
—¿Por qué un jueves? —repitió Wallander.
—No sé si era un jueves —dijo Heineman—. Pero era el santo de mi cuñada. Eso lo sé con seguridad. Se llama Frida.
—¿Qué mes? —preguntó Wallander.
—Febrero o marzo.
Wallander palpó el bolsillo de su chaqueta. En su agenda de bolsillo no aparecía el año anterior. También Sjösten negó con la cabeza. Larsson ni siquiera tenía una agenda.