A las seis y media se volvió policía otra vez. Guardó los recuerdos. Mientras se vestía intentó decidir en qué orden ejecutaría las tareas que se había impuesto para el día. A las siete entró por la puerta de la comisaría después de intercambiar unas palabras con Norén, que llegaba en ese momento. En realidad, para Norén debía haber sido su último día de trabajo antes de las vacaciones, pero las había pospuesto como muchos de sus colegas.
—Seguramente empezará a llover cuando detengáis al asesino —dijo—. ¿Qué dios del tiempo se preocupa por un simple policía cuando está actuando un asesino en serie?
Wallander masculló una respuesta ininteligible. Pero admitió que podría haber cierta verdad en lo que Norén había dicho.
Fue al despacho de Hansson, que al parecer pasaba todo su tiempo en la comisaría apesadumbrado por la preocupación ante la difícil investigación y la carga de ser jefe en funciones. Tenía la cara gris como el adoquín de una acera. Se estaba afeitando con una máquina eléctrica prehistórica cuando Wallander entró en su despacho. Llevaba la camisa arrugada y tenía los ojos rojos de cansancio.
—Tienes que intentar dormir unas horas de vez en cuando —dijo Wallander—. Tu responsabilidad no es mayor que la de los demás.
Hansson desconectó la máquina de afeitar y contempló con pesimismo el resultado en un espejo de bolsillo.
—Anoche me tomé una pastilla para dormir —dijo—. Pero tampoco me dormí. Lo único que conseguí fue tener dolor de cabeza.
Wallander miró a Hansson en silencio. Sentía compasión por él. Ser jefe nunca había sido uno de los sueños de Hansson. Creía conocerlo bien en ese aspecto.
—Vuelvo a Malmö —dijo—. Quiero hablar con la familia de Björn Fredman una vez más. Especialmente con los que no estaban presentes ayer.
Hansson le miró atónito.
—¿Vas a interrogar a un niño de cuatro años? No está permitido.
—Estaba pensando en la hija —respondió Wallander—. Tiene diecisiete años. Y no la voy a interrogar.
Hansson asintió con la cabeza y se levantó del escritorio. Señaló un libro que estaba abierto encima de la mesa.
—Me lo ha dado Ekholm —dijo—. Es un tratado sobre el comportamiento basado en el estudio de casos famosos de asesinos en serie. Es increíble lo que puede organizar la gente cuando está realmente mal de la cabeza.
—¿Dice algo de cabelleras? —preguntó Wallander.
—En este libro, las cabelleras son trofeos menores. Si supieras lo que han encontrado en casa de algunos, te pondrías enfermo.
—Ya me encuentro mal ahora —dijo Wallander—. Creo que me puedo imaginar qué dice ese libro.
—Gente corriente —dijo Hansson resignado—. Por fuera completamente normales. Debajo de la superficie, los enfermos mentales son bestias salvajes. Un hombre en Francia, el encargado de un depósito de carbón, solía abrir los estómagos de sus víctimas e introducía la cabeza para intentar ahogarse. Es sólo un ejemplo.
—Bien, bien, es suficiente —rechazó Wallander.
—Ekholm quiere que te dé el libro cuando lo haya leído —dijo Hansson.
—Seguro —contestó Wallander—. Pero dudo de que realmente tenga tiempo de leerlo. O ganas.
Wallander se preparó un bocadillo en el comedor y se lo llevó cuando abandonó la comisaría. Lo iba comiendo en el coche mientras pensaba en si atreverse a llamar a Linda o no. Pero lo descartó. Era demasiado temprano.
Llegó a Malmö sobre las ocho y media. La calma veraniega ya se estaba extendiendo por el país. El tráfico en las autovías que se cruzaban en la entrada de Malmö era más escaso de lo normal. Torció hacia Rosengård y detuvo el coche delante de la casa en la que había estado el día anterior. Paró el motor. Luego permaneció sentado, intentando explicarse a sí mismo por qué razón había vuelto tan pronto. Habían decidido dirigir la investigación hacia la vida de Björn Fredman. Hasta ahí sabía los motivos. Además era necesario conocer a la hija ausente. El niño de cuatro años no era tan importante. Encontró un viejo recibo de gasolina en la guantera y sacó el bolígrafo que llevaba en el bolsillo de la camisa. Con enfado vio que estaba roto y que se había derramado la tinta. La mancha era tan grande como media palma de la mano. En contraste con la camisa blanca parecía que le hubiesen disparado en medio del corazón. La camisa era casi nueva. Baiba se la compró en Navidad cuando hizo limpieza de su armario y tiró la ropa vieja.
Su primer impulso resignado fue volver a Ystad y meterse en la cama. No recordaba la cantidad de camisas que tiraba al año por olvidar cerrar los bolígrafos antes de guardarlos en el bolsillo.
Dudó si ir al centro a comprarse una nueva. Tendría que esperar al menos una hora antes de que abrieran las tiendas. Desechó esa idea. Tiró el bolígrafo roto y manchado por la ventanilla y encontró otro entre la porquería que llenaba la guantera. Al dorso del recibo de gasolina escribió unas palabras clave. «Los amigos de B.F. Entonces y ahora. Sucesos inesperados.» Dobló la nota, y al ir a introducirla en el bolsillo de la camisa se detuvo. Salió del coche y se quitó la chaqueta. La tinta no había tenido tiempo de manchar el forro. La llevó en la mano contemplando sombrío su camisa. Después entró en la casa y empujó la puerta del ascensor. Los cristales del día anterior todavía seguían allí. Se bajó en el cuarto piso y llamó al timbre. No se oía nada en el apartamento. Tal vez aún estaban durmiendo. Esperó más de un minuto. Luego volvió a llamar. La puerta se abrió. Era el chico llamado Stefan. Pareció sorprenderse al ver a Wallander, pero sonrió. Sin embargo, sus ojos continuaban estando alerta.
—Espero no llegar demasiado temprano —dijo Wallander—. Naturalmente debí llamar antes, pero estaba en Malmö por otro motivo. Pensé aprovechar la ocasión.
«La mentira es mala», pensó. «Pero es la más fácil.»
Stefan le hizo pasar al recibidor. Vestía una camiseta y un par de pantalones vaqueros. Iba descalzo.
—Estoy solo en casa —dijo—. Mi madre ha salido con mi hermano pequeño. Iban a Copenhague.
—Es un bonito día para ir a Copenhague —dijo Wallander con adulación.
—Sí, le gusta ir allí. Para olvidarse de todo.
Las palabras resonaban desoladas en el recibidor. Wallander pensó que la voz del chico sonaba indiferente cuando afloraba la muerte del padre. Entraron en el salón. Wallander dejó la chaqueta encima de una silla y señaló la mancha de tinta.
—Siempre me pasa —dijo.
—A mí no me pasa nunca —respondió el chico, y sonrió—. Puedo preparar café si quieres.
—No, gracias.
Estaban sentados el uno frente al otro a la mesa. Una manta y una almohada en el sofá indicaban que alguien había dormido allí. Debajo de una silla Wallander vio asomar el cuello de una botella de vino vacía. El chico descubrió enseguida que Wallander la había visto. No bajaba la guardia en ningún momento. Wallander se preguntó rápidamente si tenía derecho a exponer a un menor de edad a una conversación que tratase de la muerte del padre, sin que se hiciera bajo las formas correctas, con la presencia de un familiar. Por otra parte no quería dejar pasar la ocasión. Además el chico era increíblemente maduro. Wallander tenía la sensación de estar hablando con alguien de su edad. Incluso Linda, que era varios años mayor, podía parecer infantil en comparación con él.
—¿Qué vas a hacer este verano? —preguntó Wallander—. Hace buen tiempo.
El chico sonrió.
—Tengo mucho que hacer —respondió.
Wallander estuvo esperando una continuación que no llegó.
—¿Qué curso empezarás en otoño?
—Octavo.
—¿Te va bien?
—Sí.
—¿Qué es lo que más te gusta?
—Nada. Pero las matemáticas son lo más sencillo. Hemos formado un club sobre la mística de los números.
—No sé qué es.
—Los tríos sagrados. Los siete años difíciles. Intentar leer tu futuro combinando las cifras de tu propia vida.
—Parece interesante.
—Sí.
Wallander notaba que el chico que estaba sentado delante de él le fascinaba cada vez más. Su cuerpo corpulento contrastaba con la cara infantil. Pero obviamente no le faltaba nada en la cabeza.
Wallander sacó el recibo arrugado de la chaqueta. Las llaves de su apartamento se le cayeron al suelo. Las volvió a meter en el bolsillo de la chaqueta. Wallander se sentó de nuevo.
—Tengo algunas preguntas —dijo—. Pero no es en absoluto un interrogatorio. Si quieres esperar hasta que vuelva tu madre, dímelo.
—No hace falta. Contestaré si puedo.
—Tu hermana —dijo Wallander—. ¿Cuándo volverá?
—No lo sé.
El chico le estaba mirando. La pregunta no parecía haberle incomodado. La respuesta llegó sin dudar. Wallander empezó a pensar que se había equivocado el día anterior.
—Supongo que estáis en contacto con ella. Que sabéis dónde está.
—Simplemente se marchó. No es la primera vez. Vuelve cuando ella quiere.
—Espero que entiendas que a mí me parece un poco raro.
—A nosotros no.
El chico era impasible. Wallander estaba convencido de que sabía dónde se encontraba su hermana. Pero no le obligaría a contestar. Tampoco podía pasar por alto la posibilidad de que la chica estuviese tan alterada que realmente hubiese huido de toda aquella situación.
—¿No estará en Copenhague? —preguntó con cautela—. ¿Y tu madre la ha ido a visitar hoy?
—Iba a comprar zapatos.
Wallander asintió con la cabeza.
—Hablemos de otra cosa —continuó—. Has tenido tiempo para pensar. ¿Puedes imaginarte quién ha podido quitarle la vida a tu padre?
—No.
—¿Estás de acuerdo con tu madre en que podría haber muchos que tuvieran deseos de hacerlo?
—Sí.
—¿Por qué?
Por primera vez era como si la amabilidad imperturbable y cortés empezara a quebrarse. Su respuesta llegó con una fuerza inesperada.
—Mi padre era un hombre malo —dijo—. Hacía tiempo que había perdido el derecho a vivir.
A Wallander le sentó muy mal la respuesta. ¿Cómo una persona tan joven podía estar tan llena de odio?
—No se puede decir eso —respondió—. Que una persona pierda el derecho a la vida. Haga lo que haga.
El chico estaba impasible de nuevo.
—¿Qué fue lo que hizo tan mal? —continuó Wallander—. Hay muchos ladrones. Mucha gente vende cosas robadas. Por eso no son monstruos.
—Nos asustaba.
—¿Cómo?
—Todos le teníamos miedo.
—¿Tú también?
—Sí. Pero no este último año.
—¿Por qué no?
—El miedo desapareció.
—¿Y tu madre?
—Tenía miedo.
—¿Tu hermano?
—Iba corriendo a esconderse cuando creía que llegaba mi padre.
—¿Tu hermana?
—La que más miedo tenía de todos.
Wallander notó un cambio casi imperceptible en la voz del chico. Percibió un atisbo de duda, estaba seguro de ello.
—¿Por qué? —preguntó con cuidado.
—Era la más sensible.
Wallander decidió rápidamente arriesgarse.
—¿Tu padre la tocaba?
—¿Cómo?
—Creo que entiendes lo que quiero decir.
—Sí. Pero no la tocaba nunca.
«Ahí lo tenemos», pensó Wallander intentando no mostrar su reacción. «Tal vez haya abusado de su propia hija. Quizá también del pequeño. Y del chico con quien estoy hablando.»
Wallander no quiso continuar. No quería tratar a solas la cuestión de dónde se encontraba la hermana y lo que le podía haber pasado. Pensar en el posible abuso le alteraba.
—¿Tu padre tenía algún amigo íntimo? —preguntó.
—Se veía con mucha gente. Pero no sé si alguien era su amigo.
—Si me dijeras una persona que le conocía bien, ¿con quién debería hablar entonces?
Una sonrisa involuntaria se esbozó en los labios del chico, pero enseguida se dominó.
—Peter Hjelm —contestó. Wallander anotó el nombre.
—¿Por qué te reías?
—No lo sé.
—¿Conoces a Peter Hjelm?
—Le he visto, claro.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
—Está en el listín de teléfonos «obreros no cualificados» . Vive en la calle de Kungsgatan.
—¿De qué manera se conocían?
—Se emborrachaban juntos. Eso sí que lo sé. No puedo decir si hacían algo más.
Wallander paseó la mirada por la habitación.
—¿Dejó tu padre algunas cosas aquí en el apartamento?
—No.
—¿Nada?
—Nada de nada.
Wallander se metió el papel en el bolsillo del pantalón. No tenía nada más que decir.
—¿Cómo es ser policía? —preguntó el chico de repente.
Wallander vio que realmente estaba interesado. Los ojos vigilantes destellaron.
—Hay pros y contras —contestó Wallander, inseguro de pronto sobre lo que en ese momento pensaba de su profesión.
—¿Qué se siente al detener a un asesino?
—Frío, tristeza y miseria —respondió pensando con disgusto en todas las falsas series de televisión que el chico seguramente había visto.
—¿Qué harás cuando atrapes al que ha matado a mi padre?
—No lo sé —contestó Wallander—. Depende.
—Debe de ser peligroso, ya que ha matado a más personas, ¿no?
La curiosidad del chico incomodó a Wallander.
—Lo atraparemos —dijo con determinación para terminar con la conversación—. Tarde o temprano lo atraparemos.
Se levantó de la silla y preguntó por el lavabo. El chico señaló hacia una puerta en el pasillo que llevaba a los dormitorios. Wallander cerró la puerta. Miró su cara en el espejo. Lo que más necesitaba era un poco de sol. Después de orinar, abrió el armario del baño con cuidado. Había unos botes de pastillas. En uno de ellos estaba el nombre de Louise Fredman. Vio que había nacido el nueve de noviembre. Memorizó el nombre del medicamento y del médico que lo había recetado.
Saroten
. Nunca había oído hablar de ese medicamento. Lo buscaría en el catálogo farmacéutico de la policía al volver a Ystad.
Cuando regresó al salón el chico estaba sentado en la misma posición que antes. Wallander se preguntó si de verdad era normal del todo. Su precocidad y autocontrol le causaban una sensación extraña.
El chico se volvió hacia él y sonrió. Por un momento la atención de sus ojos parecía haber desaparecido. Wallander desechó sus pensamientos y agarró su chaqueta.
—Me pondré en contacto con vosotros de nuevo —dijo—. No te olvides de decirle a tu madre que he estado aquí. Sería bueno que le explicaras lo que hemos estado comentando.