—Debía de estar muy apegada a su padre —dijo Ann-Britt Höglund.
Wallander no contestó. Cambió de tema.
—¿Notaste algo extraño cuando estuvimos en casa de la familia Fredman?
—¿Extraño?
—Un viento helado que cruzaba la habitación.
Enseguida se arrepintió de la manera de expresarse. Ann-Britt Höglund frunció el ceño, como si hubiese dicho algo inadecuado.
—Que parecían evasivos cuando les pregunté por Louise —aclaró Wallander.
—No —respondió—. Pero noté que tú cambiaste de actitud.
Le explicó la sensación que había tenido. Ella reflexionó e intentó recordar antes de contestar.
—Tal vez tengas razón —dijo—. Ahora que lo dices, parecieron ponerse alerta. El viento helado del que hablaste.
—La cuestión es si se trataba de los dos o sólo de uno de ellos —dijo Wallander misteriosamente.
—¿Lo crees así?
—No lo sé. Hablo de una sensación que tuve.
—¿No fue cuando el chico contestó a las preguntas que en realidad le habías hecho a su madre?
Wallander asintió con la cabeza.
—Precisamente eso —dijo—. Me pregunto por qué.
—A lo mejor no tiene importancia —sugirió ella.
—Naturalmente —admitió—. A veces tengo tendencia a detenerme en minucias insignificantes. Pero de todos modos me gustaría mucho hablar con esa chica.
Ahora fue ella la que cambió de tema.
—Se me hiela la sangre al pensar en lo que Anette Fredman dijo sobre sentirse aliviada porque el hombre nunca más entraría por su puerta. Me temo que me cuesta mucho comprender qué significa vivir en semejantes circunstancias.
—La maltrató —dijo Wallander—. Quizá también pegaba a los niños. Pero nadie le ha denunciado.
—El chico parecía normal —dijo—. Además de ser muy educado.
—Los niños aprenden a sobrevivir —dijo Wallander pensando por un momento en su propia juventud y en la que le había ofrecido a Linda.
Se levantó.
—Creo que trataré de encontrar a la chica —dijo—. Louise Fredman. Mañana mismo si es posible. Tengo el presentimiento de que no se ha ido de viaje.
Se dirigió a su despacho y de paso fue a buscar una taza de café. Estuvo a punto de chocar con Norén y se acordó de las fotos que había solicitado que hicieran del gentío que estaba fuera de la zona acordonada y que seguía el trabajo de la policía.
—Le he dado los carretes a Nyberg —dijo Norén—. Pero creo que no soy muy buen fotógrafo.
—¿Y quién coño crees que es bueno? —contestó Wallander, con voz simpática. Cerró la puerta tras de sí al entrar en el despacho. Se quedó mirando el teléfono, serenándose antes de llamar a la ITV para pedir una nueva cita. Al ver que la hora que le ofrecían coincidía con el periodo que pretendía pasar con Baiba en Skagen, se enfadó. Cuando le explicó a la mujer que contestó al teléfono todos los horrores que estaba intentando resolver, le dio una hora reservada que de repente había sido cancelada. Sin decirle nada, se preguntó a sí mismo para quién habría estado reservada. Al colgar decidió que esa noche haría la colada. Si no hubiera una hora libre en la lista de la lavandería, al menos se apuntaría en ella. Sonó el teléfono. Era Nyberg.
—Tenlas razón —dijo—. Las huellas dactilares del trozo de bolsa que encontraste detrás de la caseta de los trabajadores de Obras Públicas son las mismas que las de la revista rota de
Fantomas
. Ya no tenemos que dudar que se trata de la misma persona. Dentro de un par de horas sabremos si también la podemos relacionar con el coche ensangrentado de Sturup. También estamos intentando sacar huellas de la cara de Björn Fredman.
—¿Se puede?
—Si alguien le ha vertido ácido en los ojos tiene que haber usado una mano para abrirle los párpados —añadió Nyberg—. Es desagradable, pero es así. Con un poco de suerte encontraremos huellas precisamente en los párpados.
—Menos mal que la gente no nos oye hablar entre nosotros —dijo Wallander.
—O al revés —objetó Nyberg—. Entonces tal vez cuidarían un poco mejor a los que intentamos mantener limpia esta sociedad.
—La farola —preguntó Wallander—. La farola rota junto a la verja del jardín de Wetterstedt.
—Ahora iba a eso —respondió Nyberg—. Tenías razón ahí también. Hemos encontrado huellas dactilares.
Wallander se irguió en la silla. La melancolía de antes había desaparecido. Sentía aumentar la tensión. La investigación empezaba a moverse.
—¿Le tenemos en los archivos? —preguntó.
—Por desgracia, no —dijo Nyberg—. Pero he pedido al registro central que lo controlen una vez más.
—Supongamos de todos modos que sea como tú dices —continuó Wallander—. Eso significa que nos las vemos con una persona sin antecedentes penales.
—Es posible.
—Pasa las huellas a la Interpol. Y a la Europol —ordenó Wallander—. Solicita prioridad máxima. Diles que se trata de un asesino en serie.
Nyberg prometió hacer lo que le pedía. Wallander colgó y volvió a levantar el auricular enseguida. Le pidió a la chica de la recepción que localizase a Mats Ekholm. Después de unos minutos le llamó informándole que se había ido a comer.
—¿Adónde? —preguntó Wallander.
—Me parece que dijo en el Continental.
—Búscalo allí —dijo Wallander—. Pídele que venga cuanto antes.
Eran las dos y media cuando Ekholm llamó a la puerta. Wallander estaba hablando por teléfono con Per Åkeson. Señaló la silla invitándole a sentarse. Wallander puso fin a la conversación después de convencer a un escéptico Åkeson de que, a corto plazo, nada referente a la investigación se haría mejor con un equipo de investigación más numeroso. Finalmente Åkeson se dio por vencido y decidieron posponer la decisión un par de días más.
Wallander se recostó en el respaldo de la silla y entrelazó las manos detrás de la nuca. Informó a Ekholm sobre la confirmación de que las huellas dactilares eran las mismas.
—Las huellas que encontremos en el cuerpo de Björn Fredman también serán las mismas —dijo—. Ya no tenemos que suponer ni sospechar nada. A partir de ahora sabemos que es el mismo asesino. La cuestión sólo es conocer su identidad.
—He pensado en los ojos —dijo Ekholm—. Todas las experiencias con que contamos nos dicen que después de los órganos sexuales los ojos son la parte del cuerpo más expuesta a la venganza final.
—¿Qué significa eso?
—Dicho de un modo sencillo, que raras veces se empieza por quemarle los ojos a alguien. Se acaba con eso.
Wallander le indicó que continuara.
—Puede verse desde dos perspectivas —dijo Ekholm—. Podemos preguntarnos por qué precisamente a Björn Fredman le vertieron ácido en los ojos. También podemos darle la vuelta y preguntarnos por qué no ocurrió con los otros dos.
—¿Cuál es tu respuesta?
Ekholm levantó las manos en señal de negativa.
—No tengo ninguna —dijo—. Cuando hablamos de la psique de las personas, y en especial de la de un perturbado o enfermo, personas con actitudes mentales deformadas frente al mundo, nos movemos en un terreno en el que no existen respuestas absolutas.
Ekholm parecía esperar un comentario. Pero Wallander negó con la cabeza.
—Intuyo un esquema —continuó Ekholm—. La persona que ha hecho esto había elegido a sus víctimas desde el principio. Existe una razón básica para todo esto. De alguna manera está relacionado con esos hombres. Tal vez no los haya conocido personalmente. Puede ser una relación simbólica. Excepto en el caso de Björn Fredman. Ahí estoy completamente convencido de que los ojos delatan que el asesino conocía a su víctima. Muchas cosas me hacen suponer que también tenían una relación estrecha.
Wallander se inclinó contemplando a Ekholm con ojos inquisitivos.
—¿Hasta qué punto estrecha? —preguntó.
—Pueden haber sido amigos. Compañeros de trabajo. Rivales.
—¿Y luego sucedió algo?
—Sucedió algo. En la realidad o en la fantasía del asesino.
Wallander intentó descifrar qué significaban las palabras de Ekholm para la investigación. Al mismo tiempo se preguntaba si creía en lo que Ekholm le había dicho.
—Dicho de otra manera, deberíamos concentrarnos en Björn Fredman —puntualizó al terminar de pensar.
—Puede ser una posibilidad.
A Wallander le irritó de repente que Ekholm parecía rehusar cualquier compromiso al exponer sus puntos de vista. Le molestó, aunque comprendió que hacía bien en dejar casi todas las puertas abiertas.
—Supongamos que estuvieras en mi lugar —dijo Wallander—. Prometo no citarte. O acusarte si te equivocas. Pero ¿qué harías?
La respuesta de Ekholm fue inmediata.
—Me concentraría en elaborar un mapa de la vida de Björn Fredman —dijo—. Pero mantendría los ojos abiertos y echaría una mirada sobre el hombro de vez en cuando.
Wallander asintió con la cabeza. Lo había entendido.
—¿A qué tipo de persona estamos buscando en realidad? —preguntó después.
Ekholm movió las manos para ahuyentar a una abeja que había entrado por la ventana.
—Las conclusiones prácticas las puedes sacar tú mismo —dijo—. Que es un hombre. Que probablemente es fuerte. Que es práctico, minucioso y no teme la sangre.
—Además no se encuentra en los registros de criminales —replicó Wallander—. En otras palabras, es la primera vez que actúa.
—Eso refuerza mi idea de que básicamente lleva una vida normal y corriente —dijo Ekholm—. El yo psicótico, la alteración mental, se oculta ante los otros. Se puede sentar a cenar con buen apetito y tener las cabelleras en el bolsillo. Entiéndeme.
Wallander creía entenderte.
—De modo que sólo habrá dos maneras de atraparlo —dijo—. O lo sorprendemos
in fraganti
, o tenemos una prueba en la que su nombre brille con letras de fuego.
—Más o menos es así. Por tanto, no es una tarea fácil la que os espera.
En el momento en que Ekholm se iba, Wallander lanzó su última pregunta.
—¿Atacará de nuevo?
—Puede haber acabado —dijo Ekholm—. Björn Fredman y sus ojos como punto final.
—¿Lo crees así?
—No. Volverá a atacar. Lo que hemos visto hasta ahora es solamente el principio de una cadena muy larga.
Cuando Wallander se quedó a solas hizo salir a la abeja por la ventana con ayuda de su chaqueta. Después se quedó completamente quieto en su silla con los ojos cerrados, reflexionando sobre todo lo que Ekholm le había dicho. A las cuatro se levantó y fue a buscar más café. Luego continuó hasta la sala de conferencias donde le esperaba el resto del equipo de investigación.
Le pidió a Ekholm que repitiera todo lo que él ya había oído. Después hubo un largo silencio. Wallander esperó. Sabía que todos y cada uno de ellos intentaban abarcar el significado de lo que acababan de oír. «Es el proceso de deducción particular de cada uno lo que está en marcha», pensó. «Después averiguaremos qué piensa en realidad el equipo de investigación».
Estaban de acuerdo con Ekholm. Se centrarían en la vida de Björn Fredman. Pero no olvidarían echar unas miradas hacia atrás, sobre el hombro, al mismo tiempo.
Terminaron la reunión planificando cómo seguir los próximos días.
Levantaron la sesión poco después de las seis. Martinsson fue el único que abandonó la comisaría. Iba a buscar a sus hijos. Los demás volvieron al trabajo.
Wallander se colocó en su ventana contemplando la tarde de verano.
Algo en su interior le seguía preocupando.
La idea de que, después de todo, seguían una pista falsa. «¿Qué era lo que no veía?»
Se volvió paseando la mirada por la habitación como si hubiese entrado una visita invisible.
«Es así», pensó. «Estoy persiguiendo a un fantasma, cuando debería buscar a un ser humano, que tal vez se encuentre todo el tiempo en el lado opuesto al que estoy mirando.»
Se quedó trabajando en la investigación hasta medianoche. Al abandonar la comisaría se acordó de que la ropa sucia continuaba en el suelo de su casa.
Al amanecer del día siguiente, Wallander bajó a la lavandería medio dormido, y para sorpresa suya alguien había llegado antes que él. La lavadora estaba ocupada y tuvo que apuntarse para otra hora aquella misma tarde. Trató de retener un sueño que había tenido durante la noche. Era erótico, apasionado y con intenso deseo, y en él Wallander se veía a sí mismo a distancia, actuando en un drama que nunca había vivido estando despierto. No era Baiba la que entraba en su sueño, la que abría la puerta de su dormitorio. Al subir la escalera de la lavandería se dio cuenta de que la mujer del sueño se parecía a la pastora que conoció en el despacho parroquial de Smedstorp. Primero se sorprendió, después sintió un poco de vergüenza por su sueño, que luego, cuando subía a su apartamento, se transformó en lo que en realidad había sido: un sueño creado y borrado por completo según sus propias reglas. Se sentó a la mesa de la cocina a tomar el café que ya había preparado. Por la ventana entreabierta sentía el calor. Tal vez la abuela de Ann-Britt Höglund tenía razón, y estaban ante un verano que sería muy bonito. Eran poco más de las seis. Se bebió el café pensando en su padre. A menudo, y especialmente por las mañanas, sus pensamientos retrocedían en el tiempo, a la época de los Jinetes de Seda, cuando la relación entre ellos era buena y cada mañana se despertaba con la sensación de ser un niño amado por su padre. Pero ahora, más de cuarenta años después, le costaba vislumbrar cómo había sido su padre de joven. Sus cuadros eran los mismos, pintaba los paisajes con o sin urogallo con el mismo sentido infalible de no cambiar nada de un cuadro a otro. Wallander pensaba a veces que su padre en realidad había pintado un solo cuadro en la vida. Ya desde el principio le satisfacía el resultado. Nunca intentó mejorar nada. El resultado era perfecto desde el primer intento. Se acabó el último sorbo del café e intentó imaginarse una existencia en la que su padre ya no estuviera vivo. Era difícil. Se preguntó lo que haría con el vacío que quedaría de su eterna mala conciencia. El viaje a Italia que emprenderían en septiembre tal vez sería la última posibilidad de entenderse, de reconciliarse y enlazar el tiempo feliz, la época de los jinetes de Seda, con todo lo que vino después. No quería que el recuerdo se acabase cuando sacaba los últimos cuadros y los llevaba al cochazo de los compradores, y luego, junto a su padre, saludaba con la mano al Jinete de Seda, que desaparecía en una nube de polvo camino de vender los cuadros por un precio tres o cuatro veces superior a la suma que habían arrancado de un fajo de billetes al pagar a su padre.