La forja de un rebelde (61 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Después de esto, los hombres nos fuimos a beber algo. En aquella época, los cafés en Córdoba eran exclusivamente para uso de los hombres; ninguna mujer arriesgaba entrar en ellos, ni sola ni en compañía. Las mujeres de nuestra reunión consideraban como natural que las dejáramos solas. Pero tan pronto como estuvimos en la calle, Manuel, uno de los maridos, preguntó:

—Ahora, ¿dónde vamos a llevar al primo que vea un poquillo de la vida?

—A casa de Antonio.

—Está bien —dijo Gonzalo—, vosotros os vais allí y me esperáis, mientras voy a casa a mudarme de ropa. —Y se marchó a largos pasos.

—Lo peor es que las mujeres se enterarán —gruñó mi hermano—. En este pueblacho todo el mundo se conoce. Mañana por la mañana están enteradas, podéis estar seguros.

—¿Y qué? Que se enteren. Se les dice que nos hemos traído aquí a Arturo, porque es el único sitio donde se puede beber un montilla decente. ¿Qué saben las mujeres de eso?

Yo no sé si verdaderamente Antonio fue o no un picador famoso en la cuadrilla del Guerra, pero en todo caso las paredes de su taberna eran un museo de trofeos taurinos: cabezas de toro disecadas con una placa grabada en metal contando su historia de quince minutos famosos; banderillas cruzadas con los pegotes de sangre reseca ya de veinticinco años antes; estoques famosos por haber servido para matar famosos toros; capas bordadas protegidas en vitrinas encristaladas; viejos programas impresos en seda; viejas fotografías conservando aún vivo el color de ciruela madura de los daguerrotipos, y otras más modernas, descoloridas ya y enfermizas, blanqueadas por la luz.

La taberna estaba llena de gente, pero Manuel nos guió a la trastienda, donde un camarero agitanado nos recibió y condujo a un reservado minúsculo con paredes de tablas, la puerta cortada a medio metro del suelo, de manera que se pudiera ver lo que pasaba dentro sin entrar.

—Mira, Rafaelillo, somos seis con Gonzalo, que va a venir en un momento. Éste es el primo que estaba en Melilla. Díselo a Antonio, y que vea si hay alguien para armar una juerguecilla.

—El Currillo está ahí con los niños, si quiere usted llamarle.

Nos trajo una bandeja monstruosa cargada de vasos de vino, «De parte del señor Antonio»; y apareció Currillo, un gitano de setenta años con patillas de chuleta, una colilla colgando de la esquina de los labios y una guitarra bajo el brazo.

—A la paz de Dios, señor Manuel y la compañía. —Se descolgó la colilla del labio—. Déme usted lumbre, sargento. —Le alargué uno de los paquetes de tabaco de contrabando. El viejo gitano abrió unos ojos atónitos y cogió el paquete como si fuera una cosa delicada y frágil.

—Usted viene de África, compadre, esto está claro. ¡Las cosas que esto me recuerda! Los buenos tiempos en que yo era un buen mozo, porque uno ha sido un tipo bien plantao, con su permiso; y usted no sabe los miles de fardos de esto que tengo metidos, a veces a tiros con los del resguardo.

El viejo, mientras, se lió un cigarrillo grueso como una estaca.

—Quédese usted con el paquete; tengo de sobra. Después de lo de Melilla no nos miran el equipaje.

—Dios se lo pague, hijo; y aunque ya tenga uno la voz cascada, la primera copla la voy a cantar yo a su salud.

Los «niños» habían entrado silenciosos tras él: un muchacho de piel aceituna y chaquetilla corta, con tufos, sombrero cordobés, pantalones abotinados ceñidos de cintura y faja de seda; y una muchacha alta y cimbreña, color caoba, con el pelo aceitado sostenido hacia arriba por una profusión de peinecillos rojos y azules, una blusa con mangas abullonadas y falda de volantes salpicada de flores. El mozo iba a cantar y la muchacha a bailar.

—Y aquí estamos todos —dijo el viejo Currillo, haciendo las introducciones— para servir a la buena gente. Pero primero va usted a oír mi coplilla, que no se me ha olvidado.

Rasgueó la guitarra templándola durante un largo rato, carraspeó y entonó al fin:

Marinero, sube al palo

Y dile a la madre mía

Si se acuerda de aquel hijo

Que en el África tenía.

Entró Gonzalo, desconocido en su traje de paisano, un sombrero cordobés caído sobre una oreja a lo flamenco, una cadena de oro a través del chaleco, y calzado con zapatos de charol. —¡Hola, Currillo, hola, muchachos! —Tomó la barbilla de la muchacha—. ¡Cada día estás más guapa, Currilla!

—Y tú más sinvergüenza —replicó la gitanilla, riéndose y mirándole de arriba abajo.

La juerga se puso a tono. Hasta la medianoche nos dedicamos concienzudamente a beber, escuchar cante flamenco y mirar a Currilla taconear sobre el círculo de la mesa. A veces aparecían en la puerta cabezas de amigos y conocidos. Entraban, bebían y correspondían a la cortesía enviando una de las enormes bandejas cargadas de chatos de manzanilla. A medianoche, Gonzalo declaró de pronto que no bebía más, porque tenía que decir misa en la mañana; poco después estábamos en la calle, un poquito borrachos.

A la mañana siguiente salimos todos en parada: mis cuatro primas en negro con mantilla, mi hermano en negro con corbata también negra y yo en uniforme y condecorado, porque mis primas querían exhibirme. En el pórtico de la catedral se nos reunió el resto de la familia, la mayoría de ellos también de negro, dando la apariencia de un duelo, muy serios, muy solemnes. Gonzalo dijo su misa con gran solemnidad, como si fuera una misa para nosotros solos. Después entramos en la sacristía, donde Gonzalo se desvestía sin interrumpirse por nuestra presencia.

—Anda, Gonzalito, enséñanos el tesoro.

Gonzalo abrió vitrinas y arcones y nos mostró las riquezas de la catedral: joyas y paños de altar, casullas y capas, cálices y custodias en oro y plata repujado y cincelado, y ofrendas de fieles en las que era difícil saber qué admirar más, si la ingenuidad o la buena fe. Había pendientes que alguien se había quitado de sus orejas para ofrendarlos a un particular santo; otros habían abandonado allí sus inmensos relojes de plata maciza, grandes como piedras de río atados a cadenas deformes, a las que hubiera podido atarse un perro.

Cuando muchacho, me habían enseñado ya el tesoro de la catedral, igual que se me habían mostrado los grandes festivales de la Iglesia con su suntuoso esplendor. Nunca me habían impresionado. Pero una vez, cuando yo era un chiquillo de diez u once años, alguien me había llevado a ver la columna del esclavo. Entre las ochocientas cincuenta columnas de la Gran Mezquita, que hoy es la catedral, existe una sobre la cual está esculpida una pequeñísima imagen de Cristo en la cruz, que no mide más de un palmo. La escultura es completamente primitiva y sus relieves se han borrado a fuerza de besos de beatas a través de siglos. Quienquiera que fuese el que me lo mostró, me contó la leyenda:

«Los moros —dijo— cogían cautivos a los españoles y los encadenaban a las columnas.» (Algunas de las columnas presentan restos de anillos de hierro embutidos en la piedra, pero yo personalmente no puedo creer que los califas de Córdoba llenaran su mezquita con prisioneros encadenados...) Uno de estos cautivos, encadenado durante años a una columna, había dejado crecer sus uñas y con ellas había emprendido la tarea de esculpir la imagen de Cristo a fuerza de rascar la piedra. Y allí estaba, una muestra palpable de la fe católica.

La cruz y la mezquita hicieron una honda impresión en mí; la mezquita como tal, no como catedral. Me había proporcionado un placer inmenso errar entre los cientos de columnas, perderme en los rincones húmedos y oscuros y surgir del bosque de piedra en un claro lleno de sol, donde la cruda luz venía a caer de lleno sobre las rotundas inscripciones árabes de dibujo perfecto, brotando en relieve del contraste violento de los blancos de luz y los negros de sombra; de allí se sumergía nuevamente en el laberinto de columnas y en la soledad de sus hileras. Me divertía en remirar sus capiteles y en escudriñar los rincones, donde se descubrían restos de los viejos relieves de geométricas líneas que aún conservaban los restos de los oros, rojos y azules descoloridos por el tiempo, y que dejaban ver a través de sus grietas su fundación de estuco.

Aun cuando era un chiquillo, no podía contener mi indignación porque el centro de la vieja mezquita hubiera sido destruido y profanado por los católicos, para incrustar allí su altar mayor, su coro y sus pulpitos horribles, sobre todo uno que descansaba sobre un toro de mármol, aplastado por el peso, mostrando los intestinos desbordantes de su vientre estallado.

Ahora, mientras me mostraban las riquezas de la catedral, recordaba las luces y sombras, la diminuta imagen del Cristo en la mezquita. Después de dejar a Gonzalo, me despedí de los otros en el pórtico.

—¿Adónde vas? —me preguntaron.

—Voy a echar una mirada a la mezquita.

—Ah, ¿te quieres quedar un ratito en la catedral?

—No. Quiero estar en la mezquita. La catedral no me interesa.

—Bendito sea Dios. ¡Qué raro eres, Arturito! José se quedará para acompañarte.

—No, tú te vas a casa, o haces lo que quieras.

—¿Es que te molesto?

—No, pero no me dejarías en paz o te aburrirías.

Me dejaron solo como una cosa sin remedio. Veía lo que estaban pensando entre ellos: «Pobrecillo, las fiebres de África le han trastornado un poco».

En el Patio de los Naranjos, los árboles eran masas verdes cargadas de bolas casi amarillas. La mezquita en toda su inmensidad parecía vacía. La poca gente que allí había estaba rezando, o bien ante la reja de una de las capillas o entre los bancos y sillas del crucero, ante el altar mayor. Pero los rincones frescos de humedad, los rincones sin sol escondidos entre el laberinto de pilares, estaban desiertos, y mis pasos resonaban huecos, remotos, como podían haber sonado sobre las losas de un castillo en ruinas.

Tenía una vaga idea de dónde encontraría la columna del Cristo. Recordaba que era de una piedra negra, y la busqué dando vueltas entre los pilares. La encontré al fin. Alrededor de la imagen de Cristo habían puesto una reja y un cepillo para limosnas, cerrado con un candado niquelado. Una placa niquelada pedía limosnas para una cosa u otra, no sé. Sólo sé que habían destruido mi leyenda.

Aquella tarde, mi hermano y yo nos fuimos juntos de paseo. Cruzamos el puente romano, pero José se negó a ir más lejos en los campos. Volvimos a la ciudad y le arrastré a través del barrio que aún se llamaba de la Morería, con sus calles moriscas estrechas y retorcidas, sus casitas bajas con azoteas, sus chiquillos descalzos, tostados de sol, medio desnudos, sus mujeres pequeñas y morunas aún desgreñadas, una flor incrustada en el pelo, dando de mamar a sus chiquillos con un pecho desbordante sobre la blusa abierta.

Al fin, José se quejó agrio:

—Tienes un gusto raro. Vámonos al Gran Capitán, que esta tarde toca allí la banda.

Fuimos a la gran avenida y nos sentamos a una mesa de un puesto de refrescos. Una banda militar tocaba ruidosamente y fuera de tono.

—¿Y qué planes tienes? —me preguntó José.

—¿Cómo que qué planes?

—¿Te vas a hacer oficial?

—¿Oficial yo? Tú estás loco.

—Bueno. A mí me parece que es lo mejor que podrías hacer. Aquí en Córdoba está la Academia para sargentos. Vendrías aquí, vivirías con nosotros y te convertirías en un oficial en tres años. Tendrías asegurado el porvenir.

—¿A qué llamas tú tener el porvenir asegurado?

—¿A qué le voy a llamar? A tener asegurada la vida, una paga decente, una posición social. Tú todavía eres joven y en Marruecos se puede hacer carrera. Tú no eres ningún tonto... Al menos esto es lo que a mí me parece, claro que no es más que una opinión personal.

—Que da la casualidad no es la mía.

—Creo que cometes una tontería.

Quedamos en silencio por largo rato.

—¿Sabes lo que estaba pensando? —dijo al fin.

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Estaba pensando que en lugar de haber estado enfermo tan gravemente con tifus, podías haber tenido la suerte de que te dieran un tiro, claro, sin matarte. Te hubiéramos traído al Hospital de Córdoba, porque se lo hubiéramos pedido al tío Antonio, que está de comandante en Sevilla, y lo hubiera arreglado y lo hubieras pasado estupendamente aquí.

—¿Así que tú crees que debían haberme pegado un tiro?

—Hombre..., hubiera sido por tu bien; mejor que esto. Bueno, también nos hubiera sido útil a nosotros. Desde la muerte del tío Juan y la liquidación del negocio, la gente nos ha dado un poquito de lado. Pero si tú, por ejemplo ahora, estuvieras aquí herido grave, puf, no puedes imaginarte... Están dando fiestas cada día en casa del duque de Hornachuelos y de Cruz Conde. Imagínate.

—Me lo imagino. Tú solo con las cuatro primas, que empiezan a ser solteronas viejas y la moneda acabándose. ¡Ya lo creo que me lo imagino! Dime otra cosa, ¿a qué hora pasa por aquí el expreso de la noche para Madrid?

—Hombre, ¿qué te pasa? Tienes tiempo de sobra para estar aquí, ¿por qué te entran de pronto prisas? El expreso pasa a las diez.

—Bueno, mira: esta noche a las diez me voy. Te acordarás que una vez tuvimos un serio disgusto en Madrid. Te dije entonces que no volvería a dirigirte la palabra en mi vida. He venido aquí porque tú lo has pedido y porque madre también lo quería, pero no creo que nos vayamos a volver a ver, al menos por mi parte.

Aquella noche cogí el expreso para Madrid.

Capítulo 10

Recolecciones

Un día, cuando tenía diecisiete años, sufrí una mala caída en el gimnasio y perdí el conocimiento. Me llevaron a la casa de socorro y de allí a casa. Volví en mí en mi cama envuelto en vendas y con un dolor agudo. Fue un mal trastazo que pudo haberme costado la vida, pero una semana más tarde estaba en la calle. La única reliquia del accidente fue el choque que recibí al despertar en mi casa, sin haber ido a ella conscientemente, y el encontrarme rodeado por las caras ansiosas de los míos. Un choque que se me repitió al encontrar las cosas y las personas tan absolutamente diferentes la primera vez que pisé la calle.

Cuando llegué a Madrid, me acometió el mismo sentimiento. Llevaba conmigo una pintura clara y rotunda de Madrid y de mi gente. Pero cuando en la estación me dieron la bienvenida mi madre, mi hermana y mi hermano, y cuando al salir de la estación me enfrenté con Madrid, mi Madrid, todo era distinto. Existía un vacío de dos años entre mi familia y yo, entre Madrid y yo. Habíamos roto el hilo de la vida diaria. Si queríamos reanudar nuestras vidas juntas otra vez, teníamos que atar con un nudo las puntas rotas; pero un nudo no es una continuidad, es la unión de dos trozos con un roto entremedias.

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