La forja de un rebelde (106 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Tenía que encontrar a mi pueblo. Esta carroña había que barrerla antes de que infestara todo. Necesitábamos un ejército. Mañana, hoy, me iría a ver a Rubiera. Volveríamos a trabajar juntos otra vez, como habíamos hecho años antes, y haríamos algo útil.

Durante un rato me adormilé en el balcón. Uno de los chicos, en la alcoba, detrás de mí, comenzó a llorar. Me puse a pensar qué pasaría a mis hijos. La oficina tendría que interrumpir el trabajo. ¿De qué iba a vivir la gente sin trabajo? Tenía medios para sostenerme unos meses, pero ¿qué pasaría a los que el día 18 habían cobrado la última semana de jornal?

Un claxon ladraba impaciente, abajo en la calle. Estaba amaneciendo. El chiquillo lloraba más fuerte. La puerta de nuestra casa se abrió y salió Manolo, el hijo de nuestra portera, con correaje y fusil. Le llamé:

—¿Dónde vais?

—A la Sierra con éstos. Vamos a tirar unos cuantos tiros. ¿Quieres venir?

El camino estaba lleno de milicianos en mono azul que ahora era ya uniforme. Muchos de ellos llevaban la estrella de cinco puntas de los comunistas. Había tres muchachas.

El camión se marchó calle abajo con sus ocupantes cantando a voz en cuello. En un piso de abajo se abrió una puerta y llegó hasta mi balcón el olor de café recién hecho. Me vestí y bajé al bar de Emiliano. El encargado, que era un hermano de Emiliano, tenía los ojos enrojecidos, hinchados de sueño.

—Esto es una vida de perros. Aquí tenía que estar Emiliano y hacerse él las cosas. Mañana me voy al frente.

Comenzaron a entrar los primeros clientes, el sereno, los milicianos de guardia en la calle, los mozos de la panadería, un chófer:

—¡Salud!

—¡Salud!

Una banda de gorriones picoteaba entre las junturas de los adoquines y se encaramaba en las buhardillas de los balcones. De uno de los balcones más altos surgía la clara llamada de una codorniz: ¡Pal—pa—lá!

La calle estaba desierta, inundada de luz y de paz.

Capítulo 9

La caza del hombre

El trabajo en nuestra oficina estaba prácticamente paralizado. La firma estaba enfrentada con el problema de continuar trabajando en el vacío, o cerrar y correr el riesgo de incautación por uno de los comités obreros. Porque, por aquel entonces, estos comités habían comenzado a apoderarse de los negocios privados, fábricas y casas de vecinos en todos los casos en que se sabía que los propietarios simpatizaban con las derechas, o cuando los propietarios habían abandonado sus oficinas o sus edificios, bien por ser realmente culpables de conspiración con los rebeldes o simplemente por miedo. En estas emergencias, los empleados y los obreros formaron comités de casa que continuaron el trabajo; pero otros comités se formaron también por los sindicatos e impusieron su control sobre firmas cuyos propietarios eran sospechosos.

Este movimiento era un acto de autodefensa contra un colapso económico. Pero se produjeron muchos casos de mala fe y de puro robo, porque el sistema se desarrolló sin orden ni concierto. Sin embargo, con todas sus faltas y todos sus errores, evitó que el hambre estallara en Madrid en una semana y que surgiera un mercado negro.

Nuestro jefe decidió que mantener el negocio, aun sin producir, era un mal menor. Al mismo tiempo, parecía que la situación se iba a resolver por sí sola, por razones ajenas a él: el mismo día 18, un empleado de la oficina desapareció, sin que ni aun su propia familia supiera dónde estaba. Otros dos de los empleados, que eran oficiales de la reserva, se presentaron en el Ministerio de la Guerra y los destinaron fuera de Madrid. Nuestros dos empleados alemanes habían desaparecido. Habíamos quedado tres hombres y cuatro mujeres, sin contar a Carlitos, el botones, y a mí mismo. Acordamos que la oficina estaría abierta de diez a doce. No había más dificultades, ya que el negocio de patentes nada tenía que hacer con la guerra y su única mercancía eran papeles, una cosa que no tenía interés para ninguno de los grupos obreros que se habían lanzado a incautarse de negocios cuyos productos tenían un valor inmediato.

Mi hermano Rafael estaba al frente del almacén de una gran casa de perfumería al por mayor. Su jefe era un autócrata inteligente odiado por la totalidad del personal, y dentro de las veinticuatro horas siguientes al asesinato de Calvo Sotelo cruzó la frontera con toda su familia. El personal se hizo cargo del almacén, con el apoyo del Partido Comunista al cual pertenecían la mayoría de los empleados, y trató de continuar el negocio del que dependía su vida. Como me sobraba tiempo, iba a menudo allí y observaba cómo se desarrollaba la nueva organización; pero lo mismo ocurría en centenares de almacenes y tiendas de Madrid.

Simultáneamente, cada sindicato y cada partido comenzó a organizar su propia milicia. Fue la época en que surgían batallones de milicianos con nombres rimbombantes tomados de los cuadernos de novelas de indios y cow—boys, tales como Los Leones Rojos o Las Águilas Negras.

Fue aquélla también la época de los vales. Cada grupo, cada batallón, cada sindicato, hacía vales, les estampaba un sello de caucho y los presentaba a canjear por artículos de comer o beber, de uso personal o material de guerra.

Una mañana, dos milicianos, con el fusil en bandolera y el pañuelo negro y rojo de los anarquistas atado al cuello, se presentaron en el almacén de mi hermano y le alargaron, como encargado, un vale que decía:

Vale por:

5.000

máquinas de afeitar.

5.000

barras de jabón de afeitar.

100.000

hojas de afeitar (de buenas marcas).

5.000

botellas de agua colonia de marca.

10

damajuanas de cincuenta litros de agua colonia para barberías.

1.000

kilos de jabón de tocador.

Mi hermano se negó a aceptar el vale:

—Lo siento, pero no os puedo dar lo que pedís. Y a propósito, ¿para quién es todo esto?

—Puedes mirar el sello: para las Milicias Anarquistas del Círculo de Bellas Artes... ¿Qué quieres tú decir, que no nos vas a dar lo que pedimos? Bueno, eso es una broma.

—No hay bromas, compañeros. Un vale así yo no lo acepto, como no lo autorice el Ministerio de la Guerra.

—Está bien. Entonces, vente con nosotros.

El que en aquellos días le llevaran a uno al Círculo de Bellas Artes suponía correr el riesgo de amanecer a la mañana siguiente en la Casa de Campo con un tiro en la nuca. Los dos milicianos estaban solos, mientras que en el almacén había hombres de sobra con una pistola en el bolsillo. Mi hermano dijo a los dos milicianos que esperaran y llamó por teléfono al Círculo de Bellas Artes. Allí no sabían nada del vale y le pidieron a mi hermano que llevara a los dos milicianos al Círculo y el vale con ellos. Los llevaron a la fuerza y resultó que los dos individuos habían intentado un robo en gran escala. Los anarquistas los fusilaron aquella noche.

Pero los vales corrientes había que aceptarlos, y comenzaron a amontonarse sobre la mesa de mi hermano papeles mojados que nadie se hacía responsable de ellos. El único dinero que llegaba a manos del cajero era el procedente de las órdenes escasas de los comerciantes al por menor que seguían con su negocio y que, como ya no podían comprar a crédito, mandaban un muchacho con el dinero en mano a comprar algún artículo que no tenían en existencia y que alguien había pedido; alguien que también hubiera entrado en la tienda con el dinero en la mano.

La comida comenzó a escasear de una manera alarmante.

Y entonces ocurrió que los mismos sindicatos y grupos que habían hecho obligatorio el aceptar sus vales, se encontraron con que no podían rehusar el dar de comer a sus propios miembros. Se habían hecho cargo de la mayoría de los hoteles, cafés y restaurantes de Madrid y la única solución era, cuando un miembro del grupo quería una comida, darle un vale en turno y mandarle a uno de los restaurantes. Pero a medida que sueldos y jornales comenzaron a desaparecer, el vale de comida se convirtió en algo más valioso aún que el dinero.

Al principio las gentes se apretaban en las mesas lo mejor que podían, después las mesas se alinearon unas a otras en largas hileras y se convirtieron en mesas comunales. Las gentes se iban sentando a medida que llegaban, tratando de encontrar un sitio lo más cerca posible de la puerta de la cocina para que la comida llegara aún caliente y no deshecha de hundir el cazo en los grandes calderos. La comida se distribuía a la una en punto. No se daba pan y algunos traían en su bolsillo panecillos o trozos de pan que a veces cambiaban por cigarrillos, también escasos. Mientras duraba la comida, pasaba una larga fila de mujeres y chiquillos con pucheros que recogían la comida para las casas. El menú era, invariablemente, arroz, patatas y carne, cocidos juntos, pero la ración era limitada.

Albacete estaba en las manos del Gobierno, y como consecuencia las comunicaciones con Valencia estaban aseguradas; Valencia volcaba sobre Madrid arroz y patatas, y los sindicatos se hacían cargo de estos envíos, cada organización apoderándose de cuanto podía y distribuyéndolo entre los restaurantes comunales que estaban bajo su control. Como almacenes comenzaron a utilizarse las iglesias desiertas, y el olor a cera e incienso se cambió pronto por el olor de tienda de comestibles sucia que cada atrio echaba en bocanadas a la calle.

En la oficina de mi hermano el personal se distribuía el dinero a partes iguales al fin de cada mes y los vales de comida diariamente. Pero sus existencias de género desaparecían rápidamente y comenzaron a desesperarse.

El Gobierno era impotente ante este caos, porque no había un solo grupo que aceptara sus órdenes.

Los partidos políticos estaban divididos en grupos locales y los sindicatos en grupos profesionales, así como en grupos locales. Todos estos grupos centrales y derivados habían montado su centro de alimentación comunal, con sus propios comedores, aprovisionamiento y almacenes; y habían montado también su propio batallón de milicianos, su propia policía, su propia prisión con sus ejecutores y su lugar especial para las ejecuciones. Todos, con excepción de la UGT, hacían propaganda para atraer nuevos miembros. Las paredes de Madrid estaban cubiertas de carteles: «¡Afíliate a la CNT!». «¡Ingresa en el Partido Comunista!» «¡Incorpórate al POUM!» Los republicanos, simplemente, no figuraban para nadie. La gente acudía en masa a los centros de organización, se hacían introducir por uno o dos miembros y obtenían un carnet.

Los verdaderos fascistas encontraron útil este sistema. Eligieron los grupos que eran menos rigurosos en sus exigencias e ingresaron en gran número. Algunos pagaron grandes sumas por carnets con fecha de dos o tres años antes. Con todo este soporte, los fascistas conducían sus propios coches y los usaban para salvar a sus amigos y para matar a sus enemigos. Los criminales se acogieron al mismo procedimiento: formaron su propia «policía» y se dedicaron con toda impunidad a robar y matar. No había nadie seguro. Las embajadas y los consulados, después de amparar a sus conciudadanos, comenzaron a recibir refugiados; algunos de estos representantes diplomáticos lo convirtieron en una especie de negocio de hostelería en gran escala y hasta llegaron a comprar casas para este fin.

Simultáneamente con todo este caos, miseria y cobardía, la otra cosa que estaba viva detrás de los retumbantes nombres de Los Leones Rojos y Las Águilas Negras comenzó a tomar forma. Se suprimieron las excursiones de milicianos a la Sierra y se comenzaron a establecer posiciones en las montañas. Oficiales leales se lanzaron a la tarea de construir un ejército. Cada grupo podía crear los batallones que quisiera, pero las armas, las pocas armas que existían, estaban ahora en las manos del Ministerio de la Guerra; se distribuían a las milicias voluntarias, pero, en cambio, éstas tenían que aceptar el mando del Ministerio de la Guerra si querían existir. Y al mismo tiempo, los partidos y los sindicatos entablaron una competencia para mostrarse unos a otros como modelos de disciplina y de valor.

El ejército rebelde, a las órdenes del general Mola, fue rechazado más allá de Villalba; se reconquistó Toledo; se atacó Zaragoza a través de la provincia de Huesca; se hizo un desembarco en Baleares y se llevó a cabo un ataque por sorpresa sobre la misma Ceuta.

Pero aunque había entusiasmo de sobra, aún no existía cohesión. El orgullo de cada partido parecía mucho más fuerte que el sentimiento de defensa común. La victoria de un batallón anarquista se restregaba en la cara de los comunistas, y la victoria de una unidad comunista se lamentaba y desvirtuaba por los otros. La derrota de un batallón se volvía en ridículo para el grupo político a que pertenecía. Hasta cierto punto esto fortalecía el espíritu de lucha de las unidades aisladas, pero también creaba un semillero de resentimiento mutuo que perjudicaba las operaciones militares en su conjunto y anulaba un mando unificado.

Me había ido a ver a Antonio, el comunista, y a Rubiera, el socialista. Le dije a Antonio que quería trabajar pero que no quería ingresar en la milicia del Partido; y los líderes de la Unión de Empleados me dijeron que les podía ayudar en la organización del batallón de empleados. En desesperación, acepté la tarea. Dudaba mucho de la respuesta de los trabajadores de cuello planchado.

Nos dieron una casa del barrio de Salamanca que había sido requisada y que tenía un campo de tenis donde se podía instruir a cincuenta voluntarios a la vez. La instrucción teórica la dábamos en el inmenso
hall
todo en mármol, sostenido por pretenciosas columnas dóricas, en el cual habíamos alineado bancos de una escuela cercana, junto con la tarima del profesor, un encerado y un mapa de España enormes... El Ministerio de la Guerra nos dio dos docenas de fusiles y un cargador para cada fusil.

Formé los primeros en un pelotón en el campo de tenis y comencé a explicarles el manejo del fusil. Ante mí tenía una doble fila de caras anémicas surgiendo de cuellos planchados, aquí y allá una cabeza burda en lo alto de un blusón de dril o de la guerrera de una librea. La mayoría de los voluntarios eran empleados, pero había algunos ordenanzas y mozos. Unos eran demasiado jóvenes y otros demasiado viejos. Muchos tenían gafas que les hacían brillar los ojos y sus caras aparecían nerviosas.

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