La forja de un rebelde (103 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Pero aquella tarde me sentía agobiado. La lucha estaba entablada, era mi propia lucha, y sin embargo me sentía repelido y frío hasta el tuétano.

Rafael me llevó al puesto de Antonio en la verbena. Aún seguía viniendo gente y muchos de los recreos funcionaban. Antonio estaba excitadísimo y a punto de retirar el tenderete. La guarnición del Cuartel de la Montaña había hecho fuego de ametralladora sobre un camión cargado de muchachos de la juventud socialista que volvían de Puerta de Hierro cantando. La policía había tendido un cordón alrededor del cuartel que, al parecer, era el cuartel general de la insurrección en Madrid.

—Tenemos que ir allí —dijo Antonio.

Me negué. Allí no había nada que yo pudiera hacer. Había visto bastante y estaba muerto de cansancio. Rafael se marchó con Antonio y yo me volví a casa. Dormí cuatro horas y me desperté exactamente a las cuatro de la mañana, cuando ya era completamente de día. En la calle las gentes hablaban y disputaban. Me vestí y bajé a la calle. En la plaza de Antón Martín estaba parado un taxi, mientras los hombres bebían leche en la lechería del cuñado de Serafín. Entré y me bebí dos vasos de leche fría, casi helada.

—¿Adonde vais?

—Al Cuartel de la Montaña. La cosa se está poniendo seria allí.

—Me voy con vosotros.

En la plaza de España, los guardias de asalto detuvieron el coche. Me fui andando hacia la calle de Ferraz.

El cuartel, en realidad tres diferentes cuarteles, forma un edificio inmenso en la cima de un cerro bajo. En su frente hay un ancho glacis en el cual tiene cabida para ejercicios conjuntos un regimiento. Esta terraza se une a la calle de Ferraz por una pendiente rápida en uno de sus extremos, y en el opuesto se corta bruscamente sobre la estación del ferrocarril del Norte. Un grueso parapeto de piedra corre a todo lo largo de una pared vertical de cinco o seis metros, sobre una explanada inferior que separa el cuartel de los jardines de la calle de Ferraz. Por la parte posterior, el edificio domina la ancha avenida del Paseo de Rosales y los campos que rodean la ciudad al suroeste y al norte. El Cuartel de la Montaña es una fortaleza.

De la dirección del cuartel llegaba un crepitar de disparos de fusil. En la esquina de la plaza de España y la calle de Ferraz un grupo de guardias de asalto estaba cargando sus carabinas al abrigo de una pared. Entre los árboles y los bancos del jardín había una multitud de gente tumbada o en cuclillas. Surgía de ellos una oleada furiosa de tiros y gritos que se extendían a lo lejos, hacia el cuartel, por otros a quienes yo no podía ver. Debía haber un círculo de millares alrededor del edificio. La acera opuesta a los jardines, batida por las ventanas del cuartel, estaba desierta.

Un aeroplano, volando a gran altura, venía hacia el cuartel. La gente gritaba:

—¡Es uno de los nuestros!

El día antes, el domingo —aquel domingo en que muchos nos hemos ido al campo, pensando disipada la tormenta—, grupos de oficiales en los dos aeródromos cercanos a Madrid habían intentado sublevarse, pero habían sido sometidos por fuerzas leales.

La máquina voló en una curva amplia y comenzó a descender, hasta que me fue imposible verla más. Unos momentos después temblaba la tierra y el aire. Después de dejar caer sus bombas, el avión se alejó. La multitud se volvió loca de júbilo, muchos de los que estaban en los jardines se enderezaron manoteando y tirando al aire las gorras. Un hombre estaba haciendo una pirueta cuando se desplomó. El cuartel disparaba, y el tableteo de las ametralladoras se impuso sobre todos los ruidos.

Un grupo compacto, chillando y gritando, apareció en el otro extremo de la plaza de España. Cuando el grupo llegó a nuestra es—quina, vi que en medio de él llegaba un camión con un cañón de se—tenta y cinco milímetros. Un oficial de asalto comenzó a dar órdenes para descargar el cañón. La gente no escuchó. Cientos de personas se lanzaron sobre el camión como si fueran a devorarlo y lo hicieron desaparecer bajo su masa, como desaparece un trozo de carne podrida bajo un enjambre de moscas. Y en un momento el cañón estaba en tierra, sostenido a pulso, por brazos y hombros.

Se enderezó el oficial en lo alto y gritó pidiendo silencio:

—Ahora, tan pronto como yo haya disparado, tenéis que arrastrar el cañón tan de prisa como podáis, y ponerle allí. —Señalaba el otro extremo de los jardines—. Pero no os vayáis a matar vosotros mismos... Tenemos que hacerles creer que tenemos muchos cañones. Y los que no vayan a ayudar que se quiten de en medio.

Disparó el cañón, y antes de que hubiera terminado su retroceso la masa de gente lo hacía rodar con estrépito doscientos metros más allá. Volvió a estallar el cañón y a recomenzar su rodar loco sobre el empedrado, dejando tras él un reguero de hombres brincando sobre un pie y gritando de doior; las ruedas pasaban sobre los pies de los hombres. Una rociada de ametralladora se estrelló inmediata a nosotros. Me refugié en los jardines y me dejé caer dentro de un grueso tronco de árbol, justamente al iado de dos obreros tumbados en el césped.

¿Por qué diablos estaba yo allí y qué pintaba sin una mala arma en mis manos?

Uno de los dos hombres delante de mí se enderezó sobre sus hombros. Tenía empuñado con ambas manos un revólver y apoyaba el cañón contra el tronco del árbol. Era un revólver antiguo y enorme, con cañón niquelado y un punto de mira como una espuela. El tambor con los cartuchos era un bulto deforme sobre las dos manos agarrotadas en la culata. El hombre arrimó peligrosamente la cara al arma y tiró trabajosamente del gatillo. Le sacudió una explosión violenta y una oleada de humo espeso y agrio hizo un halo sobre su cabeza. Su compañero le sacudió un hombro:

—Ahora déjame tirar un tiro.

La explosión casi me hizo saltar sobre mis pies. Estábamos a doscientos metros del cuartel y el frente del edificio estaba oculto por la masa de árboles del jardín. ¿A quién creían estar tirando aquellos dos locos?

El que había disparado se volvió:

—No me da la gana. El revólver es mío.

El otro blasfemó:

—¡Déjame tirar un tiro, por tu madre!

—No me da la gana. Ya te lo he dicho. Si me matan, el revólver es tuyo. Si no, te conformas con mirar.

Se volvió el otro. Tenía una navaja en la mano, la hoja casi tan grande como un machete, y la levantó sobre el trasero de su amigo:

—¡Déjame el revólver o te pincho! —Y comenzó a clavar la punta del arma en las carnes del otro. El hombre saltó y chilló:

—¡Tú, que me has pinchado de verdad!

—¡Para que veas! O me dejas el revólver o te hago un agujero.

—Toma, aquí lo tienes. Pero sujétalo bien, porque da coces,

—¿Te crees que soy un idiota?

Como si estuviera siguiendo un rito, el hombre se levantó sobre sus codos y engarfió la culata con ambas manos, tan ceremoniosa y deliberadamente que casi parecía una plegaria. El cañón niquelado se elevaba lentamente.

—Bueno, ¡acaba ya! —gritó el propietario del revólver.

El otro volvió la cabeza:

—Ahora te esperas, es mi turno. Les tengo que enseñar yo a es—tos hijos de mala madre.

Otra vez nos sacudió la explosión y otra vez nos hizo carraspear el humo acre que se pegaba a la tierra a nuestro alrededor.

Las explosiones de los morteros y el tableteo de las ametralladoras seguían en el cuartel. De cuando en cuando, el cañón rugía a espaldas nuestras, una bala hacía zumbar el aire y la explosión resonaba en la distancia. Miré al reloj: las diez. ¡Era imposible!

Se hizo un silencio seguido por una explosión de alaridos. A través de la confusa batahola se iban formando las palabras:

—¡Se rinden! ¡Bandera blanca!

Los hombres se iban incorporando. Por vez primera me fijé que había muchas mujeres también. Todos echaron a correr en dirección al cuartel. Me arrastraban y corrí con ellos.

Podía ver ahora la doble escalera de piedras en el centro del parapeto. Era una doble masa negra de gentes vociferando que se empujaban unos a otros hacia lo alto. En la explanada superior, otra masa densa de seres humanos bloqueaba la escalera.

Un furioso tableteo de ametralladora cortó el aire. Con un grito sobrehumano, la multitud trató de dispersarse. El cuartel vomitaba metralla por todas sus ventanas. Volvieron a sonar los morteros, ahora más cercanos, con trallazos secos. Duró unos breves minutos, entre la ola de gritos más horrible que nunca.

¿Quién dio la orden de ataque?

Una masa sólida y viva de cuerpos se movió hacia adelante como una catapulta, hacia el cuartel, hacia la cuesta de entrada de la calle Ferraz, hacia la escalera de piedra en la pared, hacia la pared misma. La multitud era ahora un solo grito. Las ametralladoras funcionaban sin cesar.

Y así, en un instante, todos supimos, sin verlo, sin que nadie nos lo dijera, que el cuartel había sido asaltado. La ola de gritos y de disparos sonaba ahora dentro del edificio. Las figuras de las ventanas desaparecían en un instante y otras se veían repasar como relámpagos. En una de las ventanas apareció un miliciano, que levantó un fusil en alto y lo lanzó sobre la multitud que respondió con un rugido de alegría salvaje. Me encontraba sumergido en una parte de la masa que me llevaba hacia el cuartel. La explanada estaba sembrada de cuerpos, muchos de ellos retorciéndose y arrastrándose en su propia sangre. Me encontré de pronto en el patio del cuartel.

Las tres hileras de galerías que se abren sobre el patio cuadrado estaban llenas de figuras que corrían, gritaban y gesticulaban, agitando fusiles en lo alto y llamando con voces inaudibles a sus amigos abajo. Un grupo perseguía a un soldado que corría alocado de terror, pero sacudiendo de su lado a todo el que se cruzaba en su camino. Tropezó y cayó. El grupo se cerró sobre él. Cuando se disolvió, no se veía nada desde donde yo estaba.

En la galería más alta apareció un hombre gigantesco, llevando en las manos, sostenido en alto, un soldado que agitaba el aire con las piernas. El gigante gritó:

—¡Allá va eso!

Y lanzó el soldado al espacio. Cayó dando vueltas en el aire como una muñeca de trapo y se estrelló en las piedras con un golpe sordo. El gigante levantó los brazos:

—¡Voy por otro! —aulló.

A la puerta del almacén se había formado el grupo mayor. Los fusiles estaban allí. Uno tras otro surgían milicianos, con su fusil en alto, casi danzando de entusiasmo. De pronto hubo un nuevo empujón hacia la puerta del almacén:

—¡Pistolas! ¡Pistolas!

El almacén comenzó a vomitar cajas negras que pasaban de mano en mano por encima de las cabezas. Cada caja contenía una pistola Máuser reglamentaria —Astra calibre 9—, un cargador de repuesto, una baqueta y un destornillador. En unos momentos las piedras del patio estaban salpicadas de manchones blanco y negro —porque el interior de las cajas era blanco— y de papeles pringosos de grasa. La puerta del almacén seguía escupiendo pistolas.

Se dijo que en el Cuartel de la Montaña había cinco mil pistolas Astra. No lo sé. Lo que sí sé es que aquel día las cajas vacías, blanco y negro, salpicaban todas las calles de Madrid. Lo que no se encontró, sin embargo, fueron municiones para las pistolas. Los guardias de asalto habían logrado apoderarse de ellas.

Salí del cuartel. Cuando había sido soldado —un recluta destinado a Marruecos— había estado algunas semanas en aquel mismo cuartel. Hacía dieciséis años.

Eché una ojeada al salir al cuarto de banderas, abierto de par en par. Estaba lleno de oficiales, todos muertos, yaciendo en una confusión bárbara, unos con los brazos caídos sobre la mesa, otros sobre el suelo, algunos sobre el cerco de las ventanas. Algunos de ellos eran muchachos, casi niños.

Fuera, en la explanada, bajo un sol deslumbrante, yacían cientos de cadáveres. En los jardines todo estaba quieto.

Capítulo 8

La calle

El martes por la mañana —el día después del asalto del cuartel— me fui a la oficina y tuve una conferencia con mi jefe, para acordar lo que íbamos a hacer en aquella situación. Decidimos que la oficina seguiría funcionando y el personal seguiría viniendo por las mañanas, como hasta entonces. Incluso tratamos de reorganizar el trabajo para el día, pero tuvimos que dejarlo porque las comunicaciones postales estaban totalmente dislocadas. Había unos documentos que presentar en el ministerio y decidí ir. Los metí en una cartera y me marché.

Dos pisos más abajo de nosotros estaba la oficina central de Petróleos Porto—Pí, S.A., una compañía montada por Juan March después de la organización del monopolio de petróleo, sin otro fin que reclamar del Estado compensaciones fantásticas por supuestas propiedades petrolíferas. La puerta estaba abierta y dentro vi dos milicianos con fusil colgado al hombro y pistolas al cinto, revolviendo en los cajones. Uno de ellos se volvió y me vio.

—Pasa —dijo.

Entré. El miliciano se fue a la puerta y la cerró. Después se dirigió a mí:

—¡Hala, pájaro! ¿Qué te trae aquí? —Empuñó la pistola y se quedó con ella apuntando al suelo—. Bueno, deja la carterita esa tan mona que llevas y levanta las manos.

Ni miró si llevaba armas, sino simplemente fue vaciando uno por uno mis bolsillos sobre una de las mesas. Después, lo primero que le llamó la atención fue mi cartera personal. Comenzó a mirar uno a uno los papeles que había dentro. Mientras tanto, el otro miliciano se apoderó de la cartera de documentos:

—Me parece que os habéis tirado una plancha —dije.

—Tú te callas y hablas cuando te pregunten.

—Bueno. Supongo que se podrá fumar. Ya me diréis cuándo habéis terminado.

No había encendido el cigarrillo cuando el hombre me puso bajo la nariz el carnet de la UGT.

—¿De quién es esto?

—Supongo que es mío.

—No me vas a decir, con esa cara, que tú eres uno de los nuestros.

—Sí, lo voy a decir. Ahora lo que no sé es si lo vais a creer o no.

—Yo no me trago cuentos de vieja. ¿Y de quién es esta cédula personal?

—Supongo que también es mía.

Se volvió a su compañero:

—¿No te decía yo que ésta era una buena ratonera? Ya hemos cogido un pájaro. Fíjate, cédula de cien pesetas, como los marqueses, y un carnet de la UGT. ¿Qué te parece a ti?

—Puede ser, aunque me parece un poco difícil. Pero deja eso un momento y fíjate en lo que he encontrado aquí.

Cuando acabaron de manosear documentos oficiales y tratar de descifrar los complicados dibujos de una instalación para la producción de aire líquido, reanudaron su interrogatorio:

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