La forja de un rebelde (105 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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A la entrada de la calle de la Magdalena aparecieron tres camiones abarrotados de milicianos en pie que gritaban rítmicamente:

«¡UHP! ¡UHP! ¡UHP!».

La calle recogió el grito con los puños en alto. Cuando uno de los camiones se detuvo y los milicianos se apearon, la muchedumbre los rodeó. Muchos de ellos llevaban fusil y cartucheras del ejército; había también algunas mujeres en traje de hombre, con simples «monos» de mecánico.

—¿De dónde venís?

—Hemos tenido un día espléndido, les hemos dado un palizón a los fascistas que no se les va a olvidar en su vida; venimos de la Sierra, los fascistas están en Villalba, pero me parece que no les van a quedar ríñones para venir a Madrid. Cuando volvíamos, nos hemos cruzado con muchos soldados que iban para allá.

—Pero ¿cómo es que os han dejado venir? —preguntó una mujer hombruna a uno de los milicianos que parecía ser su marido, un albañil por las huellas en su traje, mediados los cuarenta y un poquito más que alegre.

—¡Anda ésta! Mirad lo que dice. ¿Y quién nos lo iba a impedir? Cuando hemos visto que pronto se iba a hacer de noche, pues todos hemos dicho que era hora de venirse a casita a dormir, para que no les diera miedo a las señoras de estar solas. Algunos se han quedado allí, pero ésos lo han sabido entender, se han llevado la mujer con ellos.

Después de la cena las calles estaban llenas de gente, huyendo del calor de sus casas y discutiendo, optimistas aún, la declaración del Gobierno y el inmediato fin de la revuelta. Rafael y yo nos fuimos a recorrer los puntos de reunión más populares del barrio. Quería ver a la gente.

Fuimos primero al Café Cantante de la calle de la Magdalena. Es un viejo café, famoso en el siglo pasado, cuando por él desfilaban generaciones de cantaores y bailarines gitanos; sus sucesores eran ahora «artistas nacionales y extranjeros» que después del furor del
cake—walk
, la rumba y la machicha, practicaban más y más abiertamente la exhibición pornográfica. Sus precios eran muy baratos y siempre estaba lleno de una masa de clientes más o menos ingenuos, obreros y empleadillos en su mayor parte, que se tomaban un café y se entusiasmaban con el primitivo espectáculo, rodeados de una corte de prostitutas con sus chulos en acecho y la policía nunca muy lejos.

Aquella noche unas doscientas personas bloqueaban la puerta tratando de entrar. Dos milicianos con el fusil al hombro guardaban la puerta y pedían la documentación. Rafael y yo nos empeñamos en entrar y lo conseguimos sin esfuerzo: el matón que oficiaba de portero y coleccionaba los billetes de entrada nos saludó con un untuoso:

—¡Salud, camaradas, pasen! —que forzó a la vez a los dos milicianos de guardia a no pedirnos documentos.

Rafael murmuró:

—¡Éste nos ha tomado por dos de la secreta!

El destartalado salón estaba abarrotado de parejas de hombres y mujeres sudorosos, que se balanceaban y empujaban en un intento fútil de seguir la música estridente de una banda toda metal y saxofones. Sobre las cabezas se espesaba una nube azulada que el polvo convertía casi en gris. Olía como un vagón de ovejas a quienes se hubiera rociado con agua de colonia barata. Hombres y mujeres estaban en su mayoría vestidos con «monos», como si fuera un uniforme, y de casi todos los cinturones pendía una pistola. Las grandes pistolas Astra del Cuartel de la Montaña lanzaban reflejos azules de su pavonado y chispas lívidas de la boca niquelada de los cañones.

Cuando se calló la banda, la multitud aulló por más. La banda comenzó a tocar el
Himno de Riego
, el himno nacional de la República. La masa comenzó a cantar la popular parodia:

Don Simeón tenía tres gatos, les daba de comer en un plato, por la noche les daba turrón. Vivan los gatos de don Simeón...

Cuando terminó el himno recrudeció el escándalo. La banda se lanzó a ejecutar una
Internacional
fantástica, con tambores y platillos y cencerros de jazz–hand. Se callaron todos, levantaron el puño cerrado y comenzaron a cantar religiosamente:

Arriba los pobres del mundo, en pie los esclavos sin pan...

Un hombretón sudoroso, con pelo negro rizado y cayéndole sobre las orejas y el cuello, un pañuelo negro y rojo anudado a la garganta, se empinó sobre los otros y vociferó:

—¡Viva la FAI!

Al grito de guerra de los anarquistas, pareció por un instante que aquello se iba a convertir en una batalla campal. El aire se espesó de insultos. Los pañuelos negros y rojos se agrupaban al fondo de la sala y dedos nerviosos comenzaron a alargarse hacia los cinturones y los bolsillos de atrás. Las mujeres chillaban como ratas acorraladas y se agarraban a sus parejas. La
Internacional
se ahogó como si la estrangulara un puño gigante.

Un hombrecillo ridículo, con un absurdo frac de camarero, había saltado sobre el tablado de la música y chillaba desesperadamente, mientras el bombo del jazz detrás de él servía de marco para sus contorsiones de simio y punteaba sus palabras con golpes sordos y retumbantes. Se calló el escándalo un momento y el hombrecillo se hizo oír con una voz aguda y rasposa:

—¡Camaradas! —debió de pensar que era mejor no hacer uso únicamente de esta apelación comunista, porque paró y siguió—: ¡Compañeros! Aquí hemos venido todos a pasar un buen rato y no olvidemos que todos somos hermanos en la batalla contra el fascismo, todos somos hermanos trabajadores. ¡UHP!

Se estremeció el salón cuando la multitud repitió las tres mágicas letras en un ritmo seco. La banda la emprendió con un fox—trot furioso y las parejas se lanzaron en un remolino desenfrenado. Había más sitio para bailar ahora, muchos se habían marchado.

íbamos abriéndonos paso hacia la puerta Rafael y yo cuando una masa de carnes, desbordante de un mono, se enganchó a mi brazo, con unos pechos opulentos casi a la altura de mis hombros y una ola de esencia barata asfixiante.

—Anda, salao, págame algo de beber. Estoy seca.

La había visto muchas noches haciendo la carrera en la plaza de Antón Martín. Me solté el brazo:

—Chica, has llegado tarde. Estábamos mirando por un amigo que no está aquí y nos tenemos que marchar.

—Me voy con vosotros.

No me atreví a rechazar a la mujer violentamente. Una frase malintencionada podía desatar fácilmente un ataque de esos milicianos tan temperamentales, sobre todo con la ropa que vestíamos Rafael y yo. La mujer no se separó de nosotros hasta que llegamos a la plaza de Antón Martín. La metimos en el bar Zaragoza, le pagamos una cerveza y desapareció absorbida por un grupo delirante de hombres y mujeres medio borrachos, salpicado de pistolas y pañuelos rojos y negros.

Cruzamos la calle y entramos en la taberna de Serafín. La tabernita estaba llena, pero pasamos a la trastienda. Allí las caras eran familiares.

El viejo señor Paco, el carpintero, estaba allí enjaezado en un correaje militar completamente nuevo y un fusil entre las rodillas, enfrentado con un auditorio pendiente de sus palabras:

—Como os digo, hemos tenido un día espléndido en la Sierra. Un verdadero día de campo, como si hubiéramos ido a matar conejos. Cerca de Villalba, un plantón de los de asalto nos paró en mitad de la carretera y nos mandó a lo alto de un cerro entre piedras y matas, con un cabo y dos guardias. La mujer me había hecho una tortilla y Serafín me había llenado la bota por la mañana, así que todo estaba de primera. Lo peor ha sido que nos hemos tostado todos, allí entre las piedras y el sol cayendo de plano. Pero ni un fascista ha asomado las narices y hemos pasado un día estupendo. Sonaron algunos tiros hacia la carretera y una vez me pareció oír una ametralladora muy lejos. El cabo nos dijo que nos había dejado allí de puesto para que no se nos escabulleran por los barrancos sin verlos, pero a él le habían dicho que la cosa estaba seria por el lado de Buitrago. Y eso ha sido todo. Hemos comido espléndidamente, se me ha pelado la nariz con el sol y nos hemos dado el gran día. La mayoría nos hemos venido por la tarde. El teniente de los guardias quería que nos quedáramos, pero yo le he dicho que no éramos soldados. Que se quedaran ellos, que para eso les pagaban.

—¿Vas a volver mañana, Paco?

—A las seis si Dios quiere. Bueno, es un decir, porque este señor ya no pinta nada.

Había un individuo en el corro a quien yo no había visto nunca. Olía a gasolina y tenía ojos grises, fríos, y labios delgados. Dijo:

—Mejor lo hemos pasado nosotros. Hemos hecho una limpieza.

—¿Has estado cazando fascistas por los tejados?

—Eso es para los chicos. Nosotros hemos estado despachando billetes para el otro barrio en la Casa de Campo. Billetes de ida sólo. ¡Como corderitos! Un tiro en la nuca y en paz. No tenemos muchas municiones para gastarlas. —Mientras hablaba, su mano derecha subrayaba con amplios gestos cada frase. Me corrió un escalofrío a lo largo del espinazo.

—Pero eso ahora es cosa del Gobierno, ¿no?

Se me quedó mirando con sus ojos sucios:

—Compañero, el Gobierno somos nosotros.

Mientras íbamos hacia casa, hablamos de él, Rafael y yo. Si esta clase de gentes se hacían los amos, iba a haber una matanza horrorosa. Había que esperar que el Gobierno interviniera... Nos miramos uno a otro y nos callamos.

Cuando llegamos a la esquina y dos milicianos nos pararon para pedir los documentos, sonó un disparo en el fondo de la calle del Ave María, el ruido de gritos, carreras, otro tiro y un grito final. Resonaron otra vez las carreras, alejándose, y la calle se quedó en silencio. Los dos milicianos no sabían qué hacer. Uno de ellos se volvió a nosotros:

—¿Vamos a ver?

La calle estaba desierta pero se sentía a las gentes cuchichear detrás de las puertas de los portales. Uno de los milicianos cargó el fusil y el otro le imitó. Los cerrojos resonaron estrepitosamente. En el fondo de la calle alguien gritó:

—¡Alto! —y los milicianos respondieron al grito.

Dos sombras arrimadas a la pared se fueron acercando a nosotros y avanzamos hacia ellos. Antes de que nos llegáramos a encontrar, vimos al muerto.

Estaba caído a través del arroyo, un agujerito negro en la frente, un almohadón de sangre bajo la cabeza. Los dedos crispados de las manos se contraían convulsivos. El cuerpo dio una sacudida espasmódica y quedó rígido. Nos inclinamos sobre él, y uno de los milicianos encendió una cerilla y la aproximó a su boca. La llamita ardió serena iluminando la cara contraída y los ojos vidriados. El pañolón negro y rojo, liado al cuello, parecía una herida más. Era el mismo que había gritado «¡Viva la FAI!» en el café de la Magdalena.

Uno de los milicianos dijo filósofo:

—Uno menos. —Otro fue a telefonear. Tres montaron guardia alrededor del cadáver. Los portales comenzaron a abrirse y se fueron aproximando caras curiosas, discos grises en la penumbra.

No podía dormir. El calor me sofocaba y a través del balcón abierto entraban los ruidos de la calle y la música de la radio. Me levanté y me senté en pijama al balcón.

No podía seguir evadiéndome.

Cuando fui el sábado a la Casa del Pueblo, lo hice porque quería servir en las filas de las formaciones antifascistas en lo que fuera más útil. Sabía que lo que faltaba y necesitábamos ante todo eran oficiales y grupos básicos de hombres entrenados, que pudieran dirigir y organizar las milicias. Estaba dispuesto a presentarme voluntario para un trabajo semejante, explotando mis odiadas experiencias de Marruecos. Pero cuando Azaña había nombrado aquel Gobierno de Martínez Barrio con Sánchez Román como un negociador discreto, un Gobierno tan claramente marcado para llegar a un acuerdo con los rebeldes, y cuando el comandante de las milicias socialistas había dicho a sus hombres que aceptaran aquello con disciplina, mientras las masas rugían con furia y forzaban al presidente a rectificar dentro de una hora, me había sentido incapaz de someterme a esta clase de ciega disciplina política.

Durante tres días con sus noches me había rozado con la masa de milicianos, de los que se llamaban a sí mismo milicianos y se aceptaban como tales. Esto era una parodia trágica de una organización militar en la cual yo no quería tomar parte.

Pero no podía continuar al margen de los acontecimientos. Sentía el deber y tenía la necesidad de hacer algo. El Gobierno había declarado que el levantamiento estaba sofocado, pero era evidente que lo contrario era la verdad. La batalla no había comenzado aún. Aquello era guerra, guerra civil, y una revolución. No podía ya terminar hasta que el país se hubiera convertido en un Estado fascista o en un Estado socialista. No tenía que elegir entre ellos. La elección estaba para mí hecha durante toda mi vida. O vencía una revolución socialista, o yo estaría entre los vencidos.

Era obvio que los vencidos, fueran los que fueran, serían fusilados o encerrados en una celda de cárcel. La vida burguesa a la cual había intentado resignarme y contra la cual había estado luchando entre mí, se había terminado el 18 de julio de 1936. Me encontrara entre los vencedores o los vencidos, había emprendido una nueva vida.

Estaba de acuerdo con la declaración de Prieto en
Informaciones
: «Aquello era guerra, y una guerra larga».

Una nueva vida significaba esperanza. La revolución, que era la esperanza de España, era también mi propia esperanza de una vida más llena, más clara y más lúcida.

Me liberaría de las dos mujeres. En alguna parte sería útil. Me encerraría a solas con el trabajo que fuera, como tras las murallas de una fortaleza. Porque el Gobierno tendría que tomar las cosas en su mano.

Pero suponiendo que no fuera así, suponiendo que revolución significaba el derecho de matar impunemente, ¿dónde íbamos a parar? ¿Nos íbamos a matar unos a otros por una palabra, por un grito, por un ademán? Entonces la revolución, la esperanza de España, se iba a convertir en la orgía sangrienta de una minoría brutal. Si el Gobierno era demasiado débil, tenían que ser las organizaciones políticas las que tomaran el mando y organizaran la lucha.

Indudablemente estaba bajo la impresión de lo que había visto aquella misma noche en el barrio de Lavapiés. Había visto la masa de prostitutas, ladrones, chulos y pistoleros en un frenesí desatado. No era aquélla la masa que había asaltado el Cuartel de la Montaña, simples cuerpos humanos con un espíritu de lucha, desnudos contra las ametralladoras. Esto era la espuma de la ciudad. No lucharían, ni llevarían a cabo ninguna revolución. Lo único que harían sería robar, destruir y matar por puro placer.

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