La forja de un rebelde (104 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Ahora nos vas a explicar quién eres tú y qué son todos estos dibujos.

Les di una explicación somera. Me bajaron al portero que estaba lívido de miedo, pero que les confirmó todo lo que les había dicho.

—Me parece que tenemos que subir a echar una ojeada a esa oficina.

Subimos en el ascensor y los metí en el confesonario.

—Y ahora, ¿qué es lo que queréis saber?

—Bueno, queremos saber qué clase de oficina es y qué gente hay aquí.

—Os los voy a presentar, será lo mejor. —Le dije a María—: Anda, diles a todos que vengan.

—Tú no te mueves —le dijo uno de ellos y apretó el timbre de mi mesa. Carlitos, nuestro ordenanza, se presentó.

—¡Hola, chaval! Tú eres el botones, ¿no? Escucha, les vas a decir a todos los que haya aquí, como si te lo hubiera mandado éste, que vengan. ¿Tú sabes quién es éste?

—Claro que lo sé. A vosotros os han dado el número cambiado.

Vinieron todos los empleados y formaron en círculo alrededor de nosotros.

—Ahora puedes hacer las presentaciones —dijo el que había asumido el mando.

—Lo mejor que pueden hacer, para acabar antes, es enseñar su carnet del sindicato. La única persona aquí que no lo tiene es este señor, que es uno de los socios de la firma.

Los dos milicianos aceptaron al fin los hechos, aunque claramente se les veían las ganas de registrar la oficina. Antes de marcharse, nos soltaron su última flecha:

—Está bien, pero volveremos. Este negocio hay que incautarlo. Se han acabado los patronos, así que tú —dirigiéndose a nuestro jefe— te puedes ir buscando el coscurro por otra parte.

Se estaba haciendo tarde para llegar al ministerio. La oficina de patentes se cerraba a la una y no existían taxis. Bajé las escaleras con los milicianos. Ahora se volvían amistosos.

—Sabes, chico, con ese traje que llevas como esnob y con la cédula que te traes, pues nos habíamos creído que eras un falangista. No te creas, que llevan también carnets de los sindicatos en el bolsillo. Y luego, vienes y te cuelas en esa cueva de ladrones...

—Estaba mirando porque me chocaba que hubiera alguien dentro. Lo peor es que se me ha hecho tarde para ir al ministerio con estos papelotes.

—No te apures; te llevamos nosotros en un vuelo.

Fuera había un automóvil y dos milicianos con pistolas del Cuartel de la Montaña en el cinto. Cuando nos vieron aparecer, se echaron a reír:

—¿Habéis hecho pesca?

—No, es uno de los nuestros, que le vamos a llevar a su ministerio.

Aquélla fue mi primera experiencia en un auto incautado, con un conductor nombrado por su propia y sola autoridad. Arrancamos con un salto brusco y nos disparamos calle de Alcalá abajo en desafío abierto a todas las regulaciones del tránsito. Los transeúntes levantaban el puño cerrado y nosotros todos, incluso el chófer, lo devolvíamos de manera idéntica. El coche respondía con una curva violenta que el chófer rectificaba con un tirón a la rueda del volante que producía una curva opuesta que nos lanzaba unos contra otros. No había nada que hacer, más que esperar el momento en que el coche desbocado se estrellara contra otro coche o camión, igualmente loco, de los que nos cruzaban, desbordantes de milicianos que nos saludaban a gritos, con sus puños también en alto; o el momento en que nos meteríamos en la acera, aplastaríamos a dos o tres transeúntes y terminaríamos contra una farola. Pero no nos pasó nada. Cruzamos el paseo del Prado a través de un laberinto de armazones y tablas de las barracas de la verbena, unas abandonadas y otras a medio desmontar.

Cuando llegamos al ministerio, mis compañeros decidieron que echarían una mirada, para ver qué era aquello. Ellos no habían vis9to un ministerio en su vida.

La guardia de asalto no dejaba entrar en el edificio más que a las personas con pase, y cuando los milicianos comenzaron a subir la amplia escalera de mármol pegados a mí, un cabo les gritó:

—¿Dónde vais vosotros?

—Vamos con éste.

—¿Van con usted?

—Parece.

—¿Llevan pase?

—No.

—Entonces no pueden entrar. Que llenen una hoja aquí y que esperen a que les den autorización.

—Bueno, chicos, si os dejan, ya sabéis dónde me encontraréis. —Me despedí con un sentimiento de triunfo infantil.

En el Registro todo estaba revuelto. Una docena de empleados de las diferentes agencias de patentes estaban en el salón, pero detrás de las ventanillas no había nadie. Unos pocos de los empleados se habían unido a los demás en el
hall
y discutían los últimos sucesos. Uno de los del Registro me vio y me dijo:

—Si traes algo para nosotros, dámelo y le daré entrada. No es mi trabajo, pero no ha venido nadie. El único que está ahí es don Pedro.

—Yo creía que hubiera preferido quedarse en casa.

—No le conoces. Anda, ve a verle.

Don Pedro estaba enterrado entre montañas de papeles, trabajando febril.

—¡Hola, Barea! ¿Quería usted algo de mí?

—Nada, don Pedro. Saludarle. Me han dicho que estaba usted aquí y he entrado a darle los buenos días. La verdad es que no esperaba verle hoy aquí.

—¿Qué quería usted que hiciera? ¿Esconderme? Nunca he hecho daño a nadie y nunca me he mezclado en política. Naturalmente, tengo mis opiniones, como usted sabe bien, Barea.

—Sí. Sé qué opiniones tiene usted y precisamente ahora me parecen un poco peligrosas.

—Conformes, lo son. Pero si uno tiene la conciencia limpia, no se tiene miedo. Lo que yo creo que estoy es asombrado y horrorizado. Estas gentes no respetan nada. Uno de los sacerdotes de San Ginés vino a casa y allí está aún, aterrorizado y temblando, haciendo morir de miedo a mi hermana. Y todas esas iglesias ardiendo... No creo, Barea, que apruebe usted esto, aunque pertenece a las izquierdas.

—No lo apruebo, pero tampoco apruebo que las iglesias se hayan convertido en depósitos de armas, ni que los Caballeros Cristianos se hayan reunido para conspirar con pretexto de la adoración nocturna.

—Estaban forzados a defenderse.

—También nosotros, don Pedro.

Una vez más nos enzarzamos en discusión, cuidadosos de no herir uno a otro en sus sentimientos, sin esperanza de llegar a un acuerdo y, sin embargo, tratando de obrar como si aún las discusiones sirvieran para algo. La verdad es que no ponía mucho interés en la discusión. Conocía de memoria todos sus argumentos, lo mismo que él conocía los míos. En realidad, estaba pensando del hombre en sí.

Su fe religiosa era fuerte, y su integridad tan completa que no cabía en su cabeza, ni podía admitir ni aun la posibilidad de que alguien, profesando la misma fe, tuviera una moral más baja que la suya. Era un hombre sencillo como un niño, que después de la muerte de sus padres se había refugiado en una vida casi monacal con sus hermanas. Incluso tenía una capilla privada en su casa que le mantenía alejado del contacto con las sacristías donde se hacía política.

Había algo más que yo conocía sobre él: en 1930, un empleado de una de las oficinas de agentes de patentes había contraído tuberculosis. Ganaba doscientas pesetas al mes, estaba casado y tenía dos niños. La enfermedad le confrontó con un problema insoluble: dejar de trabajar o solicitar una cama en uno de los sanatorios del Estado significaba el hambre para su familia. Siguió trabajando, mientras la enfermedad se desarrollaba rápidamente, y llegó un momento en que le fue imposible ir más a la oficina. Durante tres meses, la firma en la que estaba empleado le pasó el sueldo íntegro; después le despidió. Los empleados del ministerio y los de otras agencias hicimos entonces una colecta para ayudarle, y a mí me tocó pedir a los tres jefes de negociado su contribución. Unos días más tarde, me llamó don Pedro a su despacho y me mandó cerrar la puerta. Me preguntó cuánto dinero habíamos recogido, y cuando le dije que cuatrocientas pesetas, exclamó: «Eso es pan para hoy y hambre para mañana». Le expliqué que no podíamos hacer lo que hubiera sido necesario, meterle en un sanatorio y mantener a la familia mientras se curaba. Don Pedro me dijo que todo estaba arreglado, incluyendo la recomendación para el sanatorio, que evitaría todo el trámite legal; él se encargaría de pagar por ello; y yo iba a decirle a la mujer que entre todos nosotros habíamos hecho un acuerdo para pagarle doscientas pesetas al mes, mientras estuviera en el sanatorio curándose. «Por eso le he llamado a usted, para que lo arreglemos entre los dos sin que nadie se entere.»

Se arregló como don Pedro quería. El muchacho se curó y ahora vivía con su familia en el norte de España. Ni él ni su mujer supieron nunca lo que había pasado. Cuando al muchacho le dieron de alta en el sanatorio, don Pedro lloró de alegría.

Y ahora, ¿cómo podía yo discutir con este hombre a quien respetaba inmensamente, aunque no estuviera conforme con sus ideas políticas? La discusión languidecía miserablemente. Por fin don Pedro se levantó de la silla y me alargó la mano:

—Yo no sé lo que va a pasar aquí, Barea, pero pase lo que pase...

—Si algo le pasa a usted, llámeme.

Me marché a la calle.

Las milicias de trabajadores habían ocupado todos los cuarteles de Madrid y los soldados habían sido licenciados. La policía había arrestado a cientos de personas. Las noticias de provincias eran aún contradictorias. Después de una batalla encarnizada, Barcelona había quedado en manos de la República, así como Valencia. Pero la lista de las provincias en las cuales los insurrectos habían ganado por sorpresa era larga.

Cruzando la plaza de Atocha iba pensando qué resolución adoptaría el ministro de la Guerra. ¿Una movilización general? El general Castello estaba considerado como un republicano leal, pero ¿se atrevería a armar al pueblo? ¿Se atrevería el mismo presidente Azaña a firmar el decreto?

Los milicianos habían tendido un cordón a través de la calle de Atocha, frente al hospital de San Carlos:

—No se puede pasar, compañero. Están tirando desde la buhardilla. Métete detrás de la esquina. —Se oyó un disparo de fusil. Dos milicianos en la acera de enfrente contestaron, uno con un Máuser, otro con una pistola. En el portal de la casa donde yo estaba había un puñado de personas y dos milicianos más.

—Creo que puedo pasar, arrimado a la pared.

—Como quieras. ¡Allá tú! ¿Llevas documentos?

Le enseñé el carnet de la UGT y me dejó pasar. En el tejado se entabló un tiroteo. Me mantuve pegado a la pared y me quedé allí cuando cesó. Del portal de la casa donde se habían oído los disparos salió un grupo de hombres. Dos de ellos llevaban el cuerpo inerte de un muchacho de unos dieciséis años. Llevaba la cabeza sangrando, pero iba vivo aún. Se quejaba:

—¡Madre! ¡Madre!...

En las cercanías de la plaza de Antón Martín todo el barrio de Lavapiés estaba revuelto. En muchos tejados sonaban disparos. Los milicianos estaban cazando tiradores —«pacos», los llamaban— sobre los tejados y a través de las buhardillas. Alguien contaba que en la calle de la Magdalena habían matado a tres falangistas, pero la gente no mostraba mucha alarma. Hombres, mujeres y chicos de las casas de vecindad, todos estaban en la calle, todos mirando a lo alto, todos gritando y chillando.

Una voz fuerte gritó una orden que oí por primera vez:

—¡Cerrad los balcones!

La calle resonó con el golpeteo de las vidrieras de balcones y ventanas. Algunos se quedaron abiertos y la gente comenzó a señalarlos con el dedo:

—¡Señora Maña! —gritó alguien, una y otra vez. Al cabo de un poco se asomó una mujer gorda al balcón—. ¡Cierre usted el balcón en seguida! —La mujer cerró sin decir una palabra.

Las gentes se fueron calmando. Las casas presentaban sus fachadas herméticas. Un chiquillo comenzó a chillar:

—¡Ahí hay una ventana abierta!

A la altura de un piso tercero había una ventana abierta de par en par, en la que se agitaba lentamente una cortina. Un miliciano gruñó:

—¡Cualquier hijo de mala madre nos puede soltar un tiro tras la cortina!

La cortina seguía flameando indiferente y provocativa. El miliciano se situó en la acera de enfrente, cargó el Máuser y apuntó. Las madres agarraban chicos y se retiraban del hombre, que se quedó solo en medio del claro y disparó. Sonó una cascada de cristales rotos. Uno de los milicianos entró en la casa y salió con una mujeruca, reseca y jorobada por los años, que ahuecaba una mano sobre una oreja. Los hombres le gritaban:

—¿Quién vive en aquel cuarto, señora Encarna?

Cuando al fin entendió lo que le decían contestó muy seria:

—¡Anda! ¿Y para eso me habéis llamado con tanta prisa? Ésa es la ventana de la escalera. Los fascistas viven en el primero y malos bichos que son.

Después de unos segundos, los balcones del primero estaban abiertos, y un miliciano aparecía en uno de ellos:

—¡Aquí no hay nadie, se han escapado!

Comenzaron a caer del piso muebles y vajilla a través de los balcones. Abajo las gentes amontonaban los muebles en una pira.

Los altavoces interrumpieron su música —en aquellos días los aparatos de radio funcionaban día y noche sin parar— y los grupos gritaron pidiendo silencio. Cesó la lluvia de muebles. El Gobierno estaba hablando:

«El Gobierno, a punto de terminar con la sedición criminal provocada por los militares traidores a su país, pide que el orden, ahora a punto de ser restablecido, se mantenga enteramente en las manos de la fuerza pública y de esos elementos de las asociaciones obreras que, sujetas a la disciplina del Frente Popular, han dado tantas pruebas heroicas de acendrado patriotismo.

»El Gobierno se da perfecta cuenta de que elementos fascistas, a despecho de su derrota, tratan de solidarizarse con otros elementos turbios en un esfuerzo para desacreditar y deshonrar a las fuerzas leales del Gobierno y al pueblo, mostrando un fervor revolucionario que se traduce en incendios, vandalismo y saqueo. El Gobierno ordena a todas sus fuerzas, militares o civiles, que contengan estos disturbios donde quiera que se produzcan y que se dispongan a aplicar la máxima severidad de la ley contra los que cometan tales ofensas.»

Se quedaron allí los muebles, desparramados sobre el empedrado, y los milicianos montaron guardia alrededor. Las gentes discutiendo acaloradamente en corros mostraban su optimismo: la insurrección estaba vencida y ahora sabrían las derechas lo que era gobernar en socialista. La calle sombría, con sus balcones cerrados, se iluminaba ahora y se llenaba de alegría.

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