La forja de un rebelde (100 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—El problema más grande —dijo Antonio— son los anarquistas de la CNT. Son capaces de hacer causa común con la derecha, o al menos abstenerse.

—No digas estupideces.

—No las digo. Pero dime tú a mí quién puede entender que se declaren en huelga hoy mismo y la emprendan a tiros con la gente de la UGT. Ya hemos tenido que proteger a algunos compañeros para que pudieran volver a casa esta tarde; y en la Ciudad Universitaria es peor. Particularmente desde que el Gobierno ha sido lo bastante idiota para cerrar sus ateneos. No es que a mí me gusten los anarquistas, me agradaría suprimirlos a todos, pero de todas formas, no nos podemos permitir el lujo de que se pasen a los fascistas.

—No tengas miedo. ¿Lo hicieron cuando Asturias? Cuando llegue la hora de los golpes, si es que llega, estarán con nosotros.

—Tú eres un optimista y, además, me temo que tienes una debilidad por los anarquistas.

Yo me mantuve firme en mi esperanza.

Aquella semana se fue pasando en una tensión increíble. El funeral de Calvo Sotelo se convirtió en una demostración de la derecha y terminó en un tiroteo entre ellos y los guardias de asalto. En las Cortes, Gil Robles hizo un discurso a la memoria de Calvo Sotelo que fue descrito oficialmente como una declaración de guerra. Prieto pidió a Casares Quiroga armar a los obreros y el ministro se negó. Las detenciones y las agresiones se multiplicaban en todos los barrios de Madrid. Los obreros de la construcción pertenecientes a la UGT siguieron trabajando en la Ciudad Universitaria con la protección de la policía, porque la CNT seguía sus agresiones contra ellos. Lujosos automóviles, con sus equipajes cubiertos cuidadosamente para no llamar la atención, abandonaban la ciudad en gran número por las carreteras que conducían al norte. La gente rica comenzaba a marcharse de Madrid y de España.

El jueves se desataron los rumores. Circulaban las historias más fantásticas y los periódicos de la noche les daban más fuerza. Oficialmente nada pasaba en España. No era cierto que se hubiera sublevado el ejército en Marruecos, ni que hubiera habido ningún levantamiento militar en el sur de España. La frase que se usaba para calmar a las gentes era tan equívoca como los rumores en sí: «El Gobierno tiene la situación dominada». Para aumentar aún el efecto, la radio comenzó a repetir la misma cantilena. Y el efecto, naturalmente, fue contrario. Si nada pasaba, ¿por qué tanto nerviosismo?

Exteriormente, Madrid parecía estar disfrutando de su veraneo: en el calor asfixiante, las gentes vivían más en la calle, durante la noche, que en sus casas caldeadas como hornos. Las terrazas de los cafés, las puertas de bares y tabernas, los portales de las casas de vecinos, las plazas públicas, todo estaba abarrotado de público que hablaba, comentaba, disputaba y se pasaba de unos a otros los rumores o las noticias. Aún, a pesar de toda la tensión, sobrevivía una subcorriente de optimismo vago.

En la noche del viernes —el 17 de julio—, nuestra peña en el bar de mi casa estaba concurridísima. A las once de la noche, la calle del Ave María parecía estar desbordada. Los balcones de las casas estaban abiertos de par en par y las voces de los aparatos de radio surgían de ellos en tumulto. Cada bar tenía su altavoz al máximo. Las gentes, sentadas en los veladores, sostenían sus conversaciones a gritos. En los portales había grupos de vecinas charlando y los chiquillos jugaban en bandadas en medio de la calle. Pasaban taxímetros llevando obreros de las milicias de vigilancia y sus frenos chirriaban cada vez que se detenían a la puerta de un bar, para cambiar más noticias y refrescarse con un vaso de algo.

Los altavoces comenzaron a vocear las noticias y la calle se sumergió en silencio, escuchando.

—El Gobierno tiene la situación en sus manos.

Era un efecto extraño el oír la frase proclamada en un coro desafinado a lo largo de la calle y a diferentes alturas. No había dos voces que fueran la misma y que hablaran al unísono. Llegaban al oído entrechocándose y repitiéndose unas a otras. Un altavoz en un piso cuarto, allá al fondo de la calle, se quedó solo y último, gritando en silencio la palabra «manos».

—En las nuestras tenía que dejarlo —gruñó Fuñi—Fuñi.

—Para que nos pudierais fusilar a gusto, ¿no? —saltó Manolo.

—Nosotros, los anarquistas, somos tan antifascistas como lo seáis vosotros, o mejores. Nosotros llevamos luchando por la revolución en España cerca de un siglo y vosotros habéis empezado ayer. Y ahora, cuando las cosas están así, seguís mandando a trabajar a los albañiles como un rebaño de corderos y permitís que el Gobierno os niegue armas. ¿Qué es lo que habéis creído? ¿Que los fascistas os van a subir el jornal en la Ciudad Universitaria porque habéis sido unos buenos chicos? ¡Ya estáis frescos! Los albañiles a trabajar y...

—Nosotros lo que tenemos es disciplina. ¿Qué quieres, que les demos a los otros un pretexto para que puedan decir que somos nosotros los que se han echado a la calle? Deja a los fascistas que lo hagan, y ya verás lo que pasa.

—Sí, sí, déjaselo a ellos y ya verás lo que pasa cuando se te hayan metido en casa, mientras tú estás conduciendo el camión cargado de cemento para sus trabajos públicos.

—Claro, mientras, si vosotros seguís pegando tiros a los nuestros, los fascistas no se van a meter en casa, supongo. ¡Vaya una lógica la tuya!

—Lo único lógico sobre todo esto es que vosotros aún no os habéis enterado de que ha llegado la hora de hacer la revolución.

—Naturalmente que no nos hemos enterado. Lo que ha llegado es la hora de defendernos cuando nos ataquen. Después que los hayamos deshecho por habernos atacado, entonces podemos hacer la revolución.

—No estoy de acuerdo.

—Muy bien. Seguid matando albañiles.

Al día siguiente, el sábado 18 de julio, el Gobierno anunció abiertamente que había habido insurrecciones en muchas de las provincias, aunque reafirmando «tener en la mano la situación». Noticias y rumores, en una mezcolanza indescriptible, se sucedían unos a otros: Marruecos estaba en las manos de Franco; los moros y la Legión Extranjera estaban desembarcando en Sevilla; en Barcelona se batallaba en las calles; en provincias se había declarado la huelga general; la marina estaba en manos de los rebeldes —no, estaba en manos de los marinos que habían tirado al mar a los oficiales—. En la Ciudad Lineal unos pocos falangistas habían intentado apoderarse de la estación de radio de la marina, o, según otros rumores, se habían apoderado de los estudios de cinematografía en la Ciudad Lineal y tenían allí su cuartel general.

Bajo esta avalancha de informes contradictorios, el pueblo reaccionó a su manera:

—Dicen que... pero yo no lo creo. ¿Qué pueden hacer cuatro generales? En cuanto saquen las tropas a la calle, los mismos soldados los fusilan.

—Bien, a mí me han contado que... pero, me pasa lo que a ti, no lo creo. Todo son cuentos de viejas. A lo mejor unos cuantos señoritos se han emborrachado y se han sublevado en Villa Cisneros.

Villa Cisneros era donde el Gobierno republicano había deportado a los promotores del levantamiento militar de agosto de 1932; una base militar en la costa oeste de África.

A la caída de la tarde ya no era un rumor, sino un hecho concreto y admitido, que se habían sublevado varias guarniciones en las provincias y que se luchaba en las calles de Barcelona. Pero el Gobierno «tenía la situación en su mano».

Mi hermano y yo bajamos al bar de Emiliano para tomar café rápidamente. Nuestros amigos estaban reunidos.

—Sentaos aquí —gritó Manolo.

—No. Nos vamos a la Casa del Pueblo a ver qué se dice allí.

Estábamos a punto de marcharnos, cuando la radio interrumpió la música y la voz que ya conocíamos bien dijo bruscamente:

—Se ordena a todos los miembros de los sindicatos y grupos políticos que se darán a continuación que se presenten inmediatamente en el domicilio de su asociación. —El
speaker
comenzó a detallar sindicatos y partidos políticos. Enumeró todos los grupos de izquierdas. El bar estaba en tumulto. Unos pocos sacaron pistolas de sus bolsillos.

—¡Ahora sí va de verdad! Y a mí no me pillan descuidado.

Después de dos minutos el bar estaba vacío. Rafael y yo regresamos a casa, a decir a las mujeres que seguramente no apareceríamos en toda la noche, y volvimos a la calle. Fuimos al domicilio de la Unión de Empleados. Allí no hacían más que anotar los nombres de los que se presentaban y decirnos que esperáramos. Decidimos marcharnos a la Casa del Pueblo después de dar nuestro nombre.

Cuando volvimos a encontrarnos en la calle, se me hizo un nudo en la garganta.

Muchos miles de trabajadores se encontraban en aquel momento en camino para presentarse en sus sindicatos, y la mayoría de sus organizaciones tenían el domicilio en la Casa del Pueblo. Desde los distritos más lejanos de la capital las casas vomitaban hombres, todos marchando en la misma dirección. En el tejado de la Casa del Pueblo lucía una bombilla roja que era visible desde todas las buhardillas de Madrid.

Pero la Casa del Pueblo estaba en una calle estrecha y corta, perdida en un laberinto de calles también cortas y estrechas, y a medida que la multitud se espesaba se hacía más y más difícil llegar al edificio. Al principio, muchachos de la juventud socialista exigían el carnet a la puerta; después, en las dos esquinas de la calle. Hacia las diez de la noche estos centinelas guardaban las entradas de las bocacalles a doscientos metros del edificio y dentro de este radio se apiñaban miles de personas. Todos los balcones abiertos y cientos de aparatos de radio voceaban las noticias:

Las derechas estaban en abierta insurrección.

El Gobierno se tambaleaba.

Rafael y yo nos sumergimos sin parar en la masa viva de la muchedumbre. Queríamos llegar hasta el cuartito donde la ejecutiva del Partido Socialista tenía la oficina. Las escaleras y los pasillos estrechos de la casa estaban bloqueados. Parecía imposible avanzar o retroceder un paso. Pero los obreros, con sus trajes de trabajo, al ver nuestras ropas, preguntaban:

—¿Dónde quieres ir, compañero?

—A la ejecutiva.

Se aplastaban contra la pared y nos deslizábamos trabajosamente entre ellos, cuando nos ensordeció un grito tremendo, un rugido:

—¡Armas! ¡Armas!

El grito era recogido y repetido en oleadas. A veces se oía la palabra completa, la mayoría una cacofonía de aes. De repente la multitud soltó el grito en un solo ritmo y comenzó a repetir acompasadamente:

—¡Armas! ¡Armas! ¡Armas!

Después del tercer grito hacía una pausa y recomenzaba. El triple grito rebotaba a lo largo de corredores y escaleras y se ensanchaba en la calle. Los techos vibrantes dejaban caer una finísima lluvia de polvo. A través de las ventanas abiertas, con un impacto macizo, llegaba el grito de cien mil gargantas:

—¡Armas!

Capítulo 7

La Llama

Después de comer me sentía embotado y dormilón, por la comida y por la noche pasada sin dormir. Era agradable descansar con la cabeza sobre los muslos de María y relajarse como un animal satisfecho, la vista perdida hacia arriba a las copas de los pinos, a los jirones de cielo azul que se veían a través de sus ramas. María comenzó a jugar con mis pelos revueltos y a hacerme cosquillas en el cuello. Del fondo de mi cansancio y somnolencia surgió una ola rápida de deseo. El olor de resina se adhería a la piel.

Después nos quedamos lado a lado, por almohada y colchón las agujas de pino amontonadas allí por el viento.

—Déjame dormir un poquito, ¿quieres? —supliqué.

—No, no quiero. Cuéntame qué pasó anoche.

—No pasó nada. Déjame dormir y luego te lo contaré.

—Pero no quiero que te duermas. Dime qué pasó. ¿Qué quieres que haga yo si te duermes? ¿Aburrirme contemplando la hierba?

—Duérmete un poco también.

—No te dejo dormir. Mira, si quieres nos vamos dando un paseo hasta el pueblo, despacito, cuando sea un poco más tarde, y nos quedamos por la noche en la posada. Pero ahora no te dejo dormir.

Nos enzarzamos en una discusión estúpida y sin sentido. Mis nervios estaban de punta por la excitación de la noche pasada, por la desgana vaga que siempre me invadía después de un contacto sexual, por la visión borrosa, distorsionada y persistente de lo ocurrido en las últimas veinticuatro horas, por pura hambre de sueño. Me levanté.

—Está bien. Ahora mismo nos vamos a la estación. Yo me vuelvo a Madrid; tú, si quieres, vienes, y si no, te quedas.

Descendimos a través del bosque de pinos, silenciosos y con las caras largas. El escurrirse en la alfombra de agujas de pino es alegre; pero aquella tarde, cada resbalón en la cuesta se convertía en un reniego. El escurrirnos y encontrarnos sentados de golpe nos ponía furiosos. Y teníamos que descender del monte por más de una hora hasta que llegáramos al pueblecito en la hondonada de los cerros.

—Hasta las cinco no hay tren. Vamos a tomar una cerveza.

En el bar había poca gente: cuatro o cinco parejas de excursionistas como nosotros y cuatro guardias civiles jugando a las cartas, con el correaje suelto y las guerreras desabrochadas. Nos miraron y siguieron con su partida. Al cabo de unos minutos, uno de ellos se volvió y dijo paternal:

—Estamos de morros, ¿eh? Bah, no tomarlo en serio.

Un hombre joven que estaba en un rincón se levantó y vino hacia nosotros. No le había visto, porque su mesa estaba en lo más oscuro del cuarto y yo aún estaba cegado por el sol.

—¿Qué haces aquí, Barea?

—Pues ya lo ves. Pasando el domingo en el campo. ¿Y tú?

—Yo estoy aquí por un mes o dos, para descansar un poco. Hoy casi estaba a punto de haberme ido a Madrid, con las cosas que están pasando, pero la mujer dijo que le parecía una tontería y creo que tiene razón. Unos pocos gritos por lo de Calvo Sotelo y después, nada. La última noche, escuchando la radio, sí creía que iba a ser en serio, pero esta mañana comenzó a venir gente con sus meriendas y sus botas, para pasar el día como todos los domingos. Igual que tú. Sí, desde luego han venido muchos menos.

—Chico, la verdad, no sé qué decirte. Anoche yo también creía que la cosa iba en serio. Hoy no sé qué pensar. Estábamos pensando, la chica y yo, pasar la noche aquí, pero hemos tenido bronca y me voy en el tren de las cinco.

—Quédate.

—¿Para qué? Si estuviera solo me quedaría por charlar un rato contigo. Pero prefiero marcharme a pasar la noche con una cara de mal humor al lado en la almohada. Y de todas maneras, estoy desazonado, con los nervios tensos...

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