Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
—No se hagan ustedes ilusiones; nosotros los españoles somos todos anarquistas, queramos o no. Esto no se arregla ni con socialismo ni con comunismo, y tú —el anarquista se encaró con el republicano—, a ti no se te ha perdido nada en esto. Lo que necesitamos es una nueva sociedad no con puntales, sino sentada sobre los sólidos cimientos de...
—Bueno, bueno... Lo primero es que yo no tengo ganas de oír vuestros discursos dos veces; lo segundo, que la ropa sucia la debéis dejar para lavarla en casa, y lo tercero que vamos a comer —dije. No las tenía todas conmigo con lo que iba a pasar en el mitin, sobre todo cuando en la mesa la conversación, mejor dicho la discusión, se enzarzó por los mismos derroteros.
Cuando entramos en la plataforma a través de la puertecilla del corral, nos enfrentamos con una alfombra moviente de cabezas a nuestros pies y un manchón de colorines no menos agitado contra la pared del fondo. No sé quién había amontonado a las mujeres en el «palco», como una precaución «por si había golpes», y las blusas y los pañuelos de cabeza llenos de colorines se mezclaban alegremente. Los hombres estaban de pie y apiñados; fuera se habían quedado unos doscientos que no cabían ya. Las puertas del salón a la plaza estaban abiertas de par en par, puertas cocheras inmensas a las que se asomaban los retrasados con los cuellos distendidos para no perder una palabra de los discursos.
Teodomiro, el alcalde, una hechura de Heliodoro, estaba sentado en una de las sillas detrás de la mesa presidencial.
—Bueno, bueno, ¿qué hace usted aquí? —le pregunté.
—Represento la autoridad.
No se podía decir nada en contra. Dije unas palabras de presentación y abrí el mitin. El comunista, como el más joven, tomó la palabra. Comenzó explicando el programa del Frente Popular. Hablaba bien, con algo de nerviosidad y grandes gestos, pero con fluencia y convicción. El público, ya bien dispuesto de antemano, bebía las palabras e interrumpía de vez en cuando con aplausos. Y así, el orador encarriló su discurso sobre el levantamiento de Asturias:
—... una de las grandes finalidades de esta alianza de las izquierdas es liberar a nuestros prisioneros. Todos tenemos un preso a quien libertar, un asesinato que vengar. En el nombre de los que fueron asesinados en Oviedo...
Una ovación delirante le interrumpió. El alcalde se levantó de su silla, manoteando, y comenzó a dar puñetazos en la mesa.
—¡Silencio! ¡Silencio! —se hizo un silencio de sorpresa. ¿Qué iba a decir aquel fulano? Teodomiro se volvió al comunista—: Si vuelve a mencionar Asturias, suspendo el mitin. Yo soy aquí la autoridad.
Le dije al orador en voz baja que se limitara a la propaganda del programa electoral y que se dejara de Asturias, mejor que perder el mitin. Pero Teodomiro, claramente, tenía sus instrucciones y estaba dispuesto a llevarlas a cabo; desde aquel momento se dedicó a interrumpir al orador en cada sentencia. Al fin logró desconcertar completamente al muchacho. El republicano se inclinó hacia mí:
—Déjeme usted a mí el turno. Yo soy un zorro viejo en estas cosas.
Le dije al comunista que terminara lo mejor que pudiera y el hombrecillo de Azaña se enfrentó con el público ya tenso:
—Yo hubiera querido hablaros y explicaros mi opinión personal que en muchos puntos coincide con la de mi compañero, a quien acabáis de oír. Pero tenemos que respetar a las autoridades como nuestro buen amigo el alcalde, y como yo no quisiera que mis palabras fueran interpretadas por él en mal sentido, voy a hablaros únicamente con las palabras de don Manuel Azaña, con las mismas palabras que él pronunció en el gran mitin de Comillas, reproducidas por la prensa y que hoy son ya históricas. Yo no creo que el señor alcalde me va a negar este derecho.
—No, no. Desde luego —afirmó Teodomiro. —Bien, pues con la venia de V. S., don Manuel Azaña en Comillas, dijo...: —Y el hombrecillo, que debía tener una memoria fabulosa, comenzó a hilvanar pasajes del famoso discurso que había movido toda España; pasajes que denunciaban crudamente la política de la Iglesia, la opresión de Asturias, las torturas a que se había sometido a los presos políticos, los escándalos y corrupción de Lerroux y los suyos, aliados de las derechas, las violencias cometidas por los pistoleros de Falange. El público rugía en aplausos a cada párrafo que apenas dejaban terminar. Teodomiro estaba púrpura de rabia y consultaba al cabo de la guardia. El cabo movía la cabeza; era imposible hacer nada contra aquello.
Subió a la plataforma el socialista, pero ya se había aprendido la lección. Con fingida vergüenza le preguntó a Teodomiro:
—¿Supongo que no tendrá usted nada en contra de que yo cite las palabras de don Francisco Largo Caballero?
Se había ganado la batalla. Hablaron el socialista y el anarquista, entre el entusiasmo desatado de las gentes, tanto porque los oradores habían destruido una intriga clara del enemigo para impedir el mitin, como por lo que habían dicho. Todos sabían que aquello no era tanto una derrota de la pillería del alcalde, como de su amo Heliodoro y del cabo de la Guardia Civil.
Al fin del mitin, algunos comenzaron a cantar la
Internacional
. Me levanté:
—Antes de concluir este mitin quiero deciros unas palabras. Todos habéis visto lo que ha pasado y no creo que seáis tan tontos que no hayáis visto lo que podía haber pasado. Si queréis que esto no termine de mala manera, y supongo que no lo queréis, salid despacio, no cantéis, no deis gritos, ni aquí ni fuera, no forméis grupos en la calle. Idos a casa o adonde queráis; pero no deis lugar a ningún incidente.
—¿Usted quiere decir que yo he venido aquí para provocar jaleos? —chilló Teodomiro.
—Oh, no. Usted ha venido aquí precisamente para evitarlos. No los ha habido durante el mitin, gracias a su intervención, y ahora yo no quiero que los haya en la calle donde ni usted ni yo podemos intervenir. Y al buen entendedor, amigo Teodomiro...
El mitin de Novés se hizo famoso en la región y en todos los pueblos de alrededor se celebraron mítines similares. El Frente Popular tuvo ancho campo en tierras de Toledo entre Santa Cruz y Torrijos.
Pero lo que había pasado en Novés en pequeña escala, pasó a traves de España y no siempre con los mismos resultados. Durante el período conocido como el Bienio Negro, los partidos de derechas se habían atrincherado en los pueblos y no habían escatimado, al llegar las elecciones, ni las amenazas, ni las promesas, ni el soborno. En las ciudades sus esfuerzos fueron más pomposos, pero mucho menos efectivos y hasta ridículos. En la Puerta del Sol, un cartel gigante, cubriendo completamente la fachada de la casa existente entre la calle del Arenal y la calle Mayor, mostraba a Gil Robles en triple del tamaño natural, dirigiendo la palabra a una inmensa multitud que se extendía hasta el horizonte, con la leyenda: «Éstos son mis poderes». Para sembrar la confusión entre los miembros de la Confederación Nacional del Trabajo, publicaron carteles contra los comunistas firmados y sellados con las iniciales CNDT, fácilmente confundibles con las iniciales CNT del grupo anarquista. El cardenal Gomá, primado de España, publicó una declaración en la que afirmaba que el mismo Papa le había pedido apelar a los católicos españoles para que dieran sus votos a los partidos defensores de la fe. Cuando llegó el día de las elecciones, las derechas se cuidaron de conducir a las urnas a los asilados en institutos de beneficencia, a las monjas de los conventos y a los criados de casa grande. En los barrios más pobres de Madrid se pagaban los votos, a veces hasta por cincuenta pesetas.
Las elecciones del 16 de febrero fueron una victoria del Frente Popular. La cámara se formó con 265 diputados de izquierda, 64 del centro y 144 de derechas. El número mayor de votos recayó sobre Julián Besteiro, que no era un político profesional y cuyas teorías no eran compartidas por la mayoría de los obreros, pero que era el símbolo de las ansias del pueblo español por cultura, decencia y desarrollo social progresivo.
Cuando se pasó la ola de entusiasmo, la masa de electores se marchó a sus casas y los políticos reanudaron su lucha por el poder. El Frente Popular comenzó a desintegrarse después de la primera sesión de las Cortes. Nadie escuchó ni nadie hizo caso a la voz del pueblo.
Novés sufrió un cambio: los puestos públicos se dieron a los que tenían amistad y contacto con el diputado elegido en Torrijos, centro del distrito electoral. Sí, era un diputado del Frente Popular. Pero los hombres que se reunían en el casino de pobres no eran amigos de él; habían hecho su papel y nada más. Heliodoro dejó caer sobre los nuevos administradores el peso de su poder económico. No hubo más trabajo que el que antes hubo para los que esperaban a lo largo de la muralla el día entero.
—Lo gordo va a venir ahora y no tardando mucho —me dijo el tío Juan.
—No se hacen tortillas sin romper huevos.
Quince días después de las elecciones me trasladaba a Madrid con toda mi familia.
El combustible
Había encontrado un piso amplio y barato en la calle del Ave María, una calle que está a medio kilómetro de la Puerta del Sol y que sin embargo pertenece al barrio obrero más viejo de la ciudad. Me gustaba porque estaba cerca del centro y de mi oficina. Pero me atraía además por ser una de las calles que conducen a Lavapiés, el barrio donde había pasado mi niñez. Mi madre había vivido tres calles más abajo. Mi vieja escuela, la escuela Pía, estaba tan cerca que en la noche oía dar las horas al reloj de su torre que durante años me había marcado la hora de entrar en clase. Cada rincón, cada esquina y cada calle alrededor tenían un recuerdo para mí y allí vivían aún, en sus hacinadas casas de vecinos, viejos amigos míos.
A mi mujer no le agradó mucho el sitio. Admitía que el piso tenía la ventaja de su tamaño, muy importante para los cuatro chicos, pero todos los demás vecinos no eran más que obreros y ella consideraba que nosotros pertenecíamos a una categoría social más alta que la de los que nos rodeaban. Tal vez, lo único que yo quería era volver a mis raíces.
En la misma mañana que el camión con nuestros muebles llegó a la nueva casa, nos encontramos Ángel y yo.
Los hombres que habían venido con el camión comenzaron a descargar y a transportar los muebles escaleras arriba. Uno de ellos era distinto de los otros cuatro, todos ellos fuertes y musculosos como verdaderos mozos de carga. Aquél era un hombre en los cuarenta, pequeño y ancho de hombros, con una cara redonda móvil como la de un simio. Trabajaba más intensamente que los otros, sonriéndose todo el tiempo y mostrando unos dientes podridos y negros de tabaco. Guiaba a los otros, colocando cada mueble en su sitio exacto, hacía caras a los chicos y contaba chistes para animar su trabajo, botando incansable de acá para allá como una pelota de caucho.
Cuando terminaron, di al chófer del camión un billete de cinco duros para que se lo repartieran. Cuando el hombrecillo se lanzó a recoger su duro, el chófer se le quedó mirando:
—¿Y por qué tengo yo que darte el duro?
—Anda, ¿por qué va a ser? ¿A ver si no he trabajado tanto como los otros?
—¿Y quién te ha pedido que trabajaras? Si el señor te ha llamado, que te pague él.
—Yo he creído que venía con ustedes —dije.
—¡Ca!, no, señor. Y nosotros hemos creído que era alguien de la familia.
—Bueno. Voy a explicar lo que ha pasado. Pero ¿hay quien me dé un pitillo? —Le di un cigarrillo, lo encendió parsimonioso y dijo—: Pues, yo soy Ángel. Por aquí todos me llaman Angelillo. No tengo para fumar y no tengo trabajo; y no porque no quiera trabajar, sino porque no lo hay. He visto el camión con los muebles y me he dicho: «Vamos a echar una mano, algo caerá, aunque no sea más que un vaso de vino». Ahora, si vosotros no queréis soltar los cuartos, mala suerte. Y no tengo nada que pedirle a este señor porque a quien he quitado un rato de trabajo ha sido a vosotros y sois vosotros los que me deberíais pagar. Pero si no os da la gana, buen provecho os haga. ¡Salud!
Escupió en la acera ruidosamente y echó a andar desdeñoso. Le llamé:
—No se marche así, hombre. La verdad es que podía haber preguntado antes, pero, en fin, ya veremos si ha quedado algo.
Se marchó el camión. Tenía ganas de beber algo e invité a Ángel en el bar que había en el piso bajo de la casa. En la puerta me preguntó:
—¿A usted le gusta el vino?
—Sí, me gusta.
—Pues entonces vamos a la taberna del 11, que tienen un vino que es bueno; esto, si a usted le da lo mismo. En el bar le cobran cuarenta céntimos por un vaso de cerveza y por la misma cantidad me bebo yo cuatro vasos de vino que caben lo mismo y que me gusta más. Y además le voy a decir una cosa: tengo ganas de beberme un vaso de vino. No lo he catado hace meses.
Fuimos a la taberna, le di un duro a Ángel, y me contó su historia.
Vivía en una calle inmediata, la calle de Jesús y María, como portero de una mísera casa de vecinos. Estaba casado pero, afortunadamente, no tenía chicos. Había comenzado a trabajar como un chico de recados en una farmacia cuando era casi niño; después había ascendido a ayudante en el laboratorio y por último había terminado como empleado en uno de los grandes almacenes de productos químicos.
—Y así, hace dos años tuve unas palabras serias con uno de los jefes porque le dije que yo no tenía intención de ir a misa. Bueno, me dieron la patada. Y desde entonces he estado sin trabajo.
—¡Caray! ¿Por no ir a misa?
—Esto es lo que le iba a contar. La historia es que, después de lo de Asturias, metieron en el almacén el Sagrado Corazón, en medio de la nave grande. Y nos dijeron que el día de la entronización teníamos que ir todos y tener una vela. Nos echaron a ocho a la calle. Después, cada vez que pedía trabajo en alguna parte y pedían informes, estos cerdos escribían diciendo que me habían tenido que despedir porque era uno de los de Asturias. Lo que pasó es que, cuando la huelga de Asturias, el sindicato nos dijo que no fuéramos a trabajar y me quedé en casa dos días. Por quien lo siento más es por la mujer, que las está pasando peor que yo. Ahora la quiero mandar con su familia, que tiene tierras en la provincia de Burgos y están bien. Y yo me voy a coger mi certificado de «los de Asturias» y me van a tener que dar trabajo y pagarme este tiempo.
Era uno de los proyectos del Frente Popular la readmisión de los despedidos durante las represalias de octubre de 1934.