La forja de un rebelde (90 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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—Aquí tiene usted nuestra pobreza.

—Ya es viejo esto, tío Juan.

—Mi abuelo hizo el molino. Debía de ser un hombre moderno en sus tiempos, porque puso una máquina de vapor. Aún está.

Viendo la máquina de vapor, podía uno imaginar lo que pensarán los hombres de dentro de mil años de nuestras concepciones mecánicas: una vieja máquina, con un volante disforme, semienterrada en la tierra y roja del orín de medio siglo, roída por viento, arena y gotas de agua; resquebrajada, rugosa, agrietada. Enterrada a medias como el esqueleto de un animal prehistórico que surge a la superficie; con sus bielas como brazos rotos y los restos del enorme pistón como el cuello de un gigante destruido y contrahecho por un cataclismo.

—Hace ya muchos años que tengo un motor eléctrico.

—;Y gana usted dinero?

—Se ganaba. De Torrijos y de Santa Cruz venían a moler aquí el trigo. En tiempos, hasta de Navalcarnero y Valmojado. Esto era una bendición de Dios. Luego Torrijos puso su molino y Navalcarnero el suyo. Navalcarnero es el que me ha hecho más daño, porque está en la vía del tren. Pero lo que en realidad nos ha matado es la política. Desde la dictadura acá, vive uno del pueblo y gracias. En fin, yo no me quejo. Ya voy para los setenta y cinco, los chicos tienen su modo de vivir y aquí moriré en paz. —Se quedó el viejo pensativo—: Si me dejan...

—Hombre, no creo que nadie se vaya a meter con usted. Y como usted dice, cuando se tienen setenta y cinco años, pocos cambios se pueden ya esperar.

—No sé, no sé. Los viejos a veces vemos muchas cosas, o mejor dicho las sentimos. Tal vez es el miedo instintivo a morirse. Cuando el año 1933 los mozos se echaron al campo y destruyeron los árboles y el poco ganado que había y quemaron los pajares y arrasaron las huertas, crea usted que no me asusté mucho, porque aquello tenía que pasar. Luego vino lo de Asturias, y ya parece que todos nos hemos vuelto locos. Esto acabará mal, muy mal. Y muy pronto, don Arturo. La gente está muerta de hambre y ésta es mala consejera... ¿Qué le voy a contar del pueblo? Miseria y miseria. La media docena que pueden dar trabajo, no lo dan. Unos por rabia, otros por miedo a Heliodoro. El campo está abandonado y la gente no tiene qué comer. Don Ramón, que es un bendito...

—Dígame primero quién es don Ramón.

—Don Ramón es el tendero del pueblo. Tiene la tienda que habrá usted visto detrás del casino, y es un buenazo, sólo que le ha dado por la Iglesia y está espiritado. Pues bien, don Ramón es de lo mejor que había en el pueblo, sin quitar que si podía le robaba a uno unos gramos en el peso; pero cada vez que alguien llegaba a su casa: «Don Ramón, deme usted unas judías, o un poco de bacalao y un pan, que ya se lo pagaré cuando el hombre eche a trabajar», don Ramón alargaba el género y lo apuntaba. Si lo pagaban, bien, pero muchas veces se quedaba sin cobrar. Cuando ocurría una desgracia —alguno a quien se le moría el hijo, la mujer o el marido—, cogía el lápiz y borraba la cuenta: «Fulana, no te apures, que eso está saldado. Así Dios me perdone como al difunto». Pues bien, entre don Lucas por un lado y Heliodoro por otro...

—¿Quién es don Lucas?

—El cura, que es de los de la cáscara amarga. Como iba diciendo, entre los dos le han convencido de no dar ni una miga de pan a los pobres. El uno, que es pecado mortal ayudar a los enemigos de Dios, y el otro, que hay que meter en cintura a estos granujas y si don Ramón los quiere ayudar, él le meterá en cintura a don Ramón. Lo peor —agregó después de una larga pausa— es que la gente se calla a todo. Se sientan por la mañana en la plaza, en la muralla de la carretera, y se callan. Por la tarde se meten en el casino de Elíseo y allí también se callan. Cuando el año 1933, algunos se acercaron al molino; pero a mí me respetan y saben que en mi casa hay un cacho de pan para el que le haga falta, y se marcharon. Pero la próxima vez que vengan, y vendrán, no sé... Vendrán y muy pronto. Ya lo verá usted.

El pesimismo del tío Juan se disolvió en su orgullo de propietario. Cogió una jarra de barro de las viejas de Talavera, con flores azules ingenuamente trazadas sobre un fondo de leche, y me llevó ante una tinaja arrinconada en un cuartito fuera del molino.

—Vamos a echar un trago. Como éste no lo bebe usted en Madrid.

Bebimos despacio un vino áspero y frío que se deshacía en burbujas moradas contra las paredes de la jarra. Nos pasábamos la jarra el uno al otro y bebíamos en el mismo borde, como si fuera un rito ancestral de paz.

Aurelia aquel día estaba de mal humor. Después de comer nos fuimos con los chicos a dar un paseo al fondo de las huertas. Había preparado una merienda y comeríamos al lado de un manantial que existe allí. Pero seguía con la cara estirada. Al fin dijo:

—Es un aburrimiento este pueblo.

—¿Qué es lo que te pasa?

—Nada. Que parece que una pertenece a otra raza.

—Pero, bueno, ¿qué te ha ocurrido?

—Ocurrirme, nada. Pero ya lo ves. La ponen a una en cuarentena. Porque aquí las buenas familias del pueblo ya se han enterado de que tú eres un socialista y que no vas a misa y que te metes en el casino de Eliseo y, naturalmente, a una en la calle: «Buenos días», cuando los dan. Y tú comprenderás que no voy a hacer amistad con la gente del campo.

—¿Por qué no? Me parecería mucho mejor.

—Claro, a ti, sí. Yo creo que tú debías mantenerte en tu papel y...

—¿Y qué? Ir a la tertulia del señor cura e invitar a la mujer de Heliodoro, ¿no? Pues lo siento mucho, pero no. Tú puedes hacerlo si quieres, pero yo no he venido aquí para hacer vida de sociedad.

—Claro; tú te vas el lunes temprano y aquí queda una toda la semana...

Nos agriamos con la discusión y el resto del domingo lo pasé pesado y aburrido. Cuando cogí el autobús el lunes por la mañana, dormían aún todos en la casa. Me marché con un sentimiento de liberación.

Capítulo 3

Inquietud

Estaba terminando de firmar el correo del día. Era la hora más agradable en el confesonario. El sol se había ocultado ya tras los edificios de lo alto de la calle de Alcalá y la habitación recibía una brisa fresca que hinchaba y hacía restallar de vez en cuando las cortinas de lona. Abajo, en la calle, comenzaba a espesarse la gente en su paseo diario: a estas horas las oficinas comenzaban a verter sus empleados en la calle.

Subía el ruido de este enjambre con un zumbar sordo, continuo, punteado por los gritos de los vendedores de los primeros periódicos de la tarde, la nota aguda de las campanas de los tranvías y el ladrar de los cláxones de automóviles. Era un ruido que existía allí, constante, pero del cual ya no éramos conscientes a fuerza de oírlo.

De pronto se hizo un
silencio
total, y la fuerza de este silencio inesperado me dejó con la pluma en el aire. María paró su teclear en la máquina y los dos nos quedamos escuchando; dentro de la oficina, las otras máquinas se habían quedado mudas también. Este silencio completo duró sólo un momento: inmediatamente después estalló un disparo y un clamoreo ensordecedor de la multitud. Entre los gritos, se oía el correr de las gentes en todas direcciones y el chasquido de cierres metálicos bajados de golpe. Se oyeron dos o tres disparos más y la nota musical de un cristal roto. Nos precipitamos a la terraza.

Bajo nosotros, ía calle estaba desierta en un ancho espacio y en los bordes de este vacío súbito la multitud
corría
alocada, ensanchándolo. Frente a nuestra terraza, en la esquina del Fénix, un grupo de unas seis personas se inclinaba sobre un bulto caído en la acera. Desde nuestra altura sus movimientos daban una nota absurda a la escena. La calle se ensanchaba allí bruscamente para recibir la Gran Vía y la calle de Caballero de Gracia, y forma a modo de una amplia plaza, que ahora, con la excepción del grupo, se encontraba vacía de vida con sólo unos coches parados en la postura de asombro que les causó la deserción de sus ocupantes y un tranvía vacío también, preso de los raíles. Los hombres del grupo nos parecían mudos y gesticulantes, como marionetas diminutas; dos de ellos levantaron del suelo una figurilla más diminuta aún doblada por la mitad; en la acera, sobre el gris del asfalto quedó una mancha negra y alrededor de ella un brazado de periódicos que el viento de la esquina abrió en un revoloteo blanco. Llegó una camioneta abierta llena de guardias de asalto que se descolgaron ágiles del vehículo, con sus porras enarboladas como si fueran a atacar al grupo. Un taxi irrumpió en la quietud de la explanada y en él desaparecieron de nuestra vista el herido y los dos que le conducían: después, el coche se alejó calle arriba. Los guardias se establecieron en las bocacalles y en las puertas de los cafés. La gente comenzó a inundar la calle, formando grupos que los guardias disolvían bruscos.

Acabé de firmar y nos fuimos todos juntos escaleras abajo, pero en el rellano del primer piso nos detuvo la policía. El Café de la Granja tiene una puerta, conocida de pocos, que sale a esta escalera, y la policía se había instalado en el descansillo pidiendo la documentación y cacheando a todo ei que entraba o salía. Cuando llegamos al portal, encontramos a nuestra portera sentada en una silla recobrándose de un ataque de nervios, atendida por su marido y por un oficial de los guardias de asalto que tomaba notas en un cuaderno. Había un intenso olor a éter. La mujer explicaba:

—Yo estaba a la puerta, viendo pasar la gente, hasta que llegaron los vendedores de
Mundo Obrero
. «Ya vamos a tener jaleo como todas las noches», me dije para mí, porque los señoritos de
Fe
se estaban paseando a la misma puerta del café con su periódico y sus garrotas. Pero no pasó nada; los chicos del
Mundo Obrero
subieron corriendo y voceando como siempre y los señoritos comenzaron a pregonar a gritos
Fe
, pero nadie les hizo caso. Total, parecía que no iba a pasar nada. Hasta que allí, en la esquina, se paró uno de los del
Mundo
con otros a su lado y en seguida vino un grupo de cuatro o cinco que tiraron los periódicos y comenzaron a pegarse. La gente echó a correr y uno de los señoritos sacó algo del bolsillo y le pegó un tiro al chico de los periódicos. Todos salieron corriendo y el pobre se quedó allí, solo, que no se podía levantar.

Hasta entonces, casi todas las tardes se habían producido incidentes similares: los falangistas esperaban la salida de
Mundo Obrero
e inmediatamente comenzaban a vocear su revista
Fe
. Ninguno de los dos periódicos era vendido por los profesionales, sino por voluntarios de ambos partidos. A los pocos momentos estallaban los incidentes a lo largo de la calle: bofetadas y alguna que otra descalabradura y la acera llena de periódicos pisoteados y rotos. Las gentes pusilánimes corrían atemorizadas, pero en general para los paseantes era un incitante espectáculo, en el cual muchas veces se sentían arrastrados a tomar parte activa. Pero lo de aquel día era ya más grave.

A la tarde siguiente comenzaron las señales de disturbio desde las cinco y media: los obreros, que en general dejaban el trabajo a las cinco, se habían dado cita allí. Se les veía llegar y pasearse en grupos con sus taleguillos de la comida en la mano y exhibirse provocativos entre las mesas de la terraza del Aquarium, un lujoso café en el que se reunía la plana mayor de Falange. Se había aumentado el número de guardias que obligaban a la gente a circular sin detenerse y se veían grupos de falangistas cruzándose con los de obreros: se cambiaban miradas agresivas e insultos en voz baja, pero el conflicto estaba en suspenso. Se esperaba la salida de los periódicos. Cuando comenzaron los gritos de
Mundo Obrero
comenzaron los de
Fe
y durante unos minutos ambos gritos resonaron a lo largo de la calle como un desafío, las gentes de cada bando comprando ostentosamente su periódico. Al fin uno de los grupos se disolvió a golpes, y fue la señal para que la calle entera se convirtiera en un campo de batalla. Los guardias de asalto descargaban sus porras sobre todo el que se ponía a su alcance y recibían la respuesta de ambos bandos.

En pocos momentos la superioridad numérica de los obreros fue evidente, y un grupo de falangistas buscó refugio en el Aquarium. Saltaron todos los cristales de la portada y las sillas y las mesas volaron en todas direcciones convertidas en pedazos. Una camioneta de guardias de asalto volcó su carga sobre los asaltantes y se entabló una batalla furiosa.

La calle de Alcalá se quedó otra vez desierta, con excepción de los guardias y de unos cuantos transeúntes que pasaban rápidos.

Después de cenar me fui a la Casa del Pueblo. Había poca gente en el café, pero unos cuantos amigos se agrupaban alrededor de dos mesas juntas. Se comentaba lo ocurrido la noche antes y lo ocurrido aquella misma noche. Uno de los concurrentes, hombre ya maduro, cuando se acabaron las palabras exaltadas, dijo:

—Lo malo es que con todo esto estamos haciendo el caldo gordo a los comunistas.

—Y qué, ¿te da miedo? —preguntó otro, burlón.

—A mí no me da miedo, pero lo que veo es que se nos están metiendo en casa. Para los falangistas todos somos comunistas y claro es que si nos dan de palos nos tenemos que defender; pero en lugar de esto, recomendamos paciencia a la gente y se nos van en masa a los comunistas.

—Tú porque eres de los de Besteiro. Os creéis que con paños calientes se puede arreglar esto y os equivocáis. Lo que estáis haciendo es estúpido. Las derechas están todas unidas y nosotros andamos cada uno por nuestro lado; lo que es peor aún, tirándonos los trastos a la cabeza. ¡Lo que está pasando es una vergüenza! — Puso sobre la mesa un puñado de periódicos—: Lee esto. Todos los periódicos son nuestros, de la izquierda. ¿Y qué? Los comunistas atacando a los anarquistas y éstos a aquéllos, los dos a nosotros y nosotros a ellos; y entre nosotros, Largo Caballero y Araquistain a Prieto, y éste a los dos. De Besteiro no hablemos, porque no habla de revoluciones en la calle y nadie le hace caso porque todos hablan de revolución, de «su revolución». Yo digo, o nos unimos pronto o vamos a acabar aquí como en Asturias con Gil Robles y Calvo Sotelo como dictadores y el Vaticano dictando.

—Me parece que eso va a ser difícil; se levantaría el pueblo, como cuando lo de Asturias.

—Y nos pasa lo que cuando Asturias o peor, ¿no? No creáis que estoy hablando con la luna. Ese infeliz de Chapaprieta no se sostiene en el Gobierno, y en cuanto le hagan dimitir, que le harán, al Botas no le queda más salida que o dar el Gobierno a Gil Robles o disolver las Cortes. A esto no se atreve porque le cuesta el puesto, ganen ellos las elecciones o las ganemos nosotros.

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