Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
—Barea, quiero una copia de esa patente.
—Está en trámite y no puedo dársela sin orden del inventor.
Me mostró una carta del inventor autorizándome a darle una copia y toda clase de detalles. La leí, y comenzamos a hablar:
—¿Qué opina usted de la patente?
—Creo que es genuina. Inglaterra la ha concedido y Alemania también.
—Pero ¿usted cree que esto funciona?
—A mí me lo ha demostrado prácticamente en su laboratorio. Industrialmente no sé, pero en el laboratorio es un juego de niños.
—Bien. Quiero que plantee usted un pleito de nulidad de esta patente. —La sociedad era un viejo cliente nuestro.
—Lo siento, pero no podemos hacerlo. Somos los agentes del inventor.
—Ya lo sé. Lo que quiero es que se encarguen ustedes del asunto. Es decir, de dirigir el asunto, no de figurar en él. Figurará el abogado de la compañía. Pero el abogado no sabe una palabra de la ley de patentes.
—Pero es un pleito perdido. La patente es sólida y real y no se podrá anular.
—También lo sé. Pero... bueno. Le voy a explicar la situación. Nosotros compramos a la Azucarera todos los residuos de la melaza para hacer alcohol. El inventor ha firmado un contrato con la Azucarera, lo cual quiere decir que las melazas van a tener un cinco por ciento de azúcar en lugar de un ochenta y cinco por ciento. Comprenderá usted que estamos en nuestro derecho de defender nuestro negocio. En el momento que pongamos pleito a la patente, la Azucarera suspende el contrato.
—Pero la patente no la anulan ustedes.
—¡Claro que no! Pero el inventor es un profesor de universidad y nosotros tenemos millones. El pleito va a recorrer todas las instancias, y va a durar años. El abogado lo tenemos a sueldo en la casa. El único gasto son los honorarios de ustedes y los derechos. La patente no la anulamos, pero al inventor lo arruinamos.
No aceptamos el negocio, pero tuvimos que tomar la defensa del cliente. El contrato con la Azucarera se anuló. Su fortuna personal, unas doscientas mil pesetas heredadas de su familia, se consumió en pleitos. La patente se mantuvo firme, pero la gran industria se rió al fin.
Durante cinco años he manejado los asuntos de este cliente y jamás he visto un calvario semejante. Una firma holandesa se interesó por la patente: explotaba el azúcar en las Indias neerlandesas. Cuando comprobó la realidad de la patente, le ofreció cinco mil florines por todos los derechos. El inventor rechazó indignado la proposición. Le replicaron que su único interés era tener la patente como defensa, porque, ¿quién se iba a preocupar de llevarla a la práctica cuando lo que sobraba en el mundo era azúcar, y el negocio estaba en crisis por exceso de producción? Una entidad norteamericana fue más brutal: «No sabemos qué hacer con el azúcar de Cuba, y ¿quiere usted que le paguemos dinero por el derecho de fabricar cinco veces más barato un producto que no se vende?».
Personalmente, no me interesaba el inventor, pero me interesaba el problema económico que planteaba esta patente. El azúcar en España era uno de los artículos de primera necesidad más caros. Constituía en realidad el monopolio de un trust que controlaba los precios de la remolacha y tenía profundas ramificaciones en la política para mantener unos aranceles prohibitivos al azúcar extranjero. Se pagaban precios de hambre al cultivador aragonés de remolacha y se marcaban precios exorbitantes a un consumidor que carecía de la posibilidad de elección. Las clases pobres consideraban el azúcar un artículo de lujo. Lo habían considerado siempre desde que España perdió la isla de Cuba. Aún recordaba yo la parsimonia con que mi madre prodigaba la cucharadita de azúcar en su café.
No era éste un caso aislado, ¡no! Mi confesonario ha visto desfilar entre sus paredes de acero y cristal a docenas de tiburones de la industria y de las finanzas, cada uno con su idea recóndita para acrecentar sus millones, aun a costa de vidas humanas. A mi confesonario venían los hombres que viajan a través de Europa en avión y firman contratos fantásticos entre vuelo y vuelo. Algunos ganan miles de pesetas por día. Costosos agentes de amos que se ocupan en el incógnito, llegaban, impecablemente vestidos, aunque no siempre les sentaba bien la ropa; se instalaban en los mejores hoteles; eran refinados en sus maneras; exquisitos, suaves y convincentes en sus tratos; y a menudo increíblemente brutales y primitivos en sus diversiones después del negocio. Los he visto vestidos y desnudos, en negocio y en juerga; porque era mi trabajo ser el agente de estos agentes.
Tengo que hacer una aclaración: yo no creo que todo hombre de negocios es un canalla. He conocido y conozco muchos industriales y comerciantes honrados y sanos, con su defecto humano de querer ganar más y más. No hablo de éstos, sino de los otros. De los comerciantes e industriales que personalmente no existen. De los que no se llaman Muller, Smith o Pérez, sino que se esconden bajo un anónimo y se llaman la Deutsche A.G., la British Ltd. o la Ibérica S.A., y que en la impunidad de este anónimo, sin que nunca se encuentre al responsable, acaparan negocios, imponen precios y destruyen países. Sus directores y sus agentes comerciales no tienen más que una consigna: el dividendo. Los
concerns
y los
trusts
no están interesados en que sus agentes sean personas honradas, sino en que sean personas que sepan aparecer como honradas legalmente. Si es necesario sobornar a un ministro para que firme una ley, la sociedad da el dinero, pero es necesario que el agente sepa hacer de forma tal que nunca pueda probarse que fue la sociedad quien pagó.
Desde mi punto de observación del mecanismo económico, llegué a conocer estas entidades que pueden regalar acciones liberadas a reyes empobrecidos o avariciosos y hacer y deshacer ministros para pasar una ley de la cual muchas veces no ya el país, sino ni aun los diputados de la Cámara se enteran.
Pero son demasiado poderosas para que simples palabras las hieran. Yo sabía quién pagó doscientas mil pesetas por el voto del más alto tribunal de España en el año 1925, para que se resolviera un pleito a su favor en el que se discutía nada más ni nada menos que el que España pudiera o no tener una industria aeronáutica propia. Sabía que los fabricantes de paños catalanes estaban a merced de un
concern
de industrias químicas —las Industrias Químicas Lluch— que figuraba como español pero que de hecho pertenecía nada menos que a la I.G. Farben—Industrie. Sabía quiénes pagaron y quiénes cobraron miles de duros para que el pueblo español no pudiera tener aparatos de radio baratos, a través de una sentencia injusta. Y quiénes fueron los que a través de la ceguera estúpida de un dictador de cuarto de banderas se apoderaron del control de la leche en España, arruinaron a miles de comerciantes honrados, arruinaron a los granjeros de Asturias y obligaron a pagar al público leche más cara y sin valor nutritivo. Pero ¿qué podía hacer yo?
Por el confesonario, por «mi confesonario», pasaban estos hombres y estas cosas. Yo era una ruedeciila insignificante de la maquinaria, pero la fuerza tenía que pasar a través de mí. No tenía derecho a pensar ni a ver. Se me consideraba como un complemento de ellos, como uno más que estaba haciendo su carrera. ¡Y se confesaban conmigo!
En la escuela me había visto entre el engranaje de un sistema hipócrita de enseñanza que comerciaba con la inteligencia y la miseria para atraer al internado a los hijos de los mineros ricos. En el ejército me había visto entre el engranaje de los obreros de la guerra, maniatado por un código militar y por un sistema que impedía probar nada, pero que permitía destruir fácilmente a un sargento. Ahora me veía en otro engranaje, al parecer menos brutal, pero mucho más sutil y eficaz. Podía rebelarme, pero ¿cómo?
A un juez no podéis ir a contarle que el gerente de una sociedad alcoholera trata de despojar a un inventor de su trabajo y a una nación de azúcar cinco veces más barato. Los jueces no están para eso. Los jueces están para perseguiros a vosotros, porque habéis violado un secreto profesional y esto es delito. Lo otro... lo otro son negocios y en negocios todo es legal. La sociedad puede atacar una patente que cree nula; el inventor tiene el derecho legal de defenderse. Si no puede, si no tiene los millones necesarios para enfrentarse con una sociedad anónima y para resistir cinco años de pleito, esto no es culpa del juez ni de las leyes, es mala suerte del inventor.
Si yo planteo una denuncia semejante, el juez se ríe de mí y mi jefe me pone en la calle. Pierdo mi prestigio de trabajador leal e inteligente y se me cierran todas las puertas. Me muero de hambre bajo el dedo acusador de la familia que me llama idiota. Puedo ir a la cárcel por calumnia. Por calumniar a los que arrebataron la nata de la leche a los niños de Madrid; por calumniar a los que les arrebataron el azúcar; por calumniar a personas decentes, honorables, que hacen negocios lícitos...
Estaba pensando todo esto mientras escuchaba al abogado de la embajada alemana, Rodríguez Rodríguez. Me explicaba todo el proceso que habíamos de seguir para atacar unas patentes sobre la fabricación de rodamientos para ferrocarriles. Lo que se discutía en este caso era obtener la orden de compra de la Compañía de Ferrocarriles del Norte para varios millares de rodamientos especiales, un pedido que andaba por el millón de pesetas. Los rodamientos eran creación de una sociedad francesa, pero el enemigo era la compañía de ferrocarriles del Estado alemán, la Reichsbahngesellschaft.
Rodríguez Rodríguez era el prototipo de señorito de Madrid. Su padre había sido abogado de la embajada y de muchos miembros de la industria pesada alemana por muchos años, y él le había sucedido en el cargo. Su único mérito como abogado era poseer el título de tal. Pero los alemanes utilizaban esta cualidad en dos direcciones: una, para no llamar la atención sobre sus pleitos, porque los pleitos llevados por grandes figuras del foro aparecen en las páginas de los periódicos; otra, para utilizar a Rodríguez como un instrumento en sus maquinarias. Rodríguez se envanecía con su posición. Su último viaje a Berlín le tenía desquiciado. Había tenido un accidente de automóvil y se había roto un brazo. Se deshacía en alabanzas a los hospitales y los médicos alemanes. Además, le habían hecho miembro del Partido Nacionalsocialista. Cuando acabó su consulta sobre el pleito me mostró una fotografía que se había hecho en uniforme.
—¿Qué le parece?
—Está usted magnífico. Pero dígame, Rodríguez, ¿a usted qué le va ni qué le viene en esta cuestión de los nazis?
—Hombre, muchas cosas. En primer lugar, no me negará usted que es una distinción. Pero aparte de eso, yo estoy convencido de las doctrinas de Hitler. Vea usted lo que ha pasado en España con lo de Asturias. Si no se hubiera sentado la mano, a estas horas tendríamos un Lenin y seríamos vasallos de Rusia.
—Puedo admitir que tenga usted sus ideas contra los socialistas y hasta contra los republicanos, pero ¿no le parece a usted que así se convierte en un vasallo de Hitler, lo cual es irse al otro extremo?
—¡Por mí, encantado! ¡Qué más quisiéramos los españoles que los alemanes nos civilizaran!
—Amigo Rodríguez, lo siento, pero no estamos de acuerdo. ¿Qué pasa en Alemania? Mejor lo sabe usted que yo. Hemos trabajado juntos bastantes años para saber lo que puede esperarse de Junkers y Scherings y Farben—Industries; y no me negará usted que son ellos los amos de Alemania.
—Mire usted, Barea. En este mundo no hay más que dos posiciones: o que le coman a uno o comerse a los demás. Yo, naturalmente, miro por mi porvenir, pero también por el de mi patria.
—¡Y claro, se endosa usted un uniforme alemán!
—Pero estoy haciendo patria. Esto no es un disfraz. Es que estamos trabajando para convertir a España en una nación fuerte.
—¿Quiénes están trabajando?
—Los alemanes y... un puñado de españoles, como yo, que nos hacemos cargo de la realidad de los hechos. Crea usted que no soy yo solo el único nazi que hay en España.
—No. Ya sé que desgraciadamente son bastantes. No sé si con uniforme del Partido, pero sí de una manera parecida.
—Desde luego, el uniforme no se lo dan a todos, ni les hacen miembros como a mí. Pero es que al fin y al cabo, ya es como si fuera un súbdito alemán.
—Con la diferencia de que es usted español. Ya sé que le envían a Alemania con pasaporte diplomático y cargado de recaditos de acá para allá. Pero, francamente, Rodríguez, no creo que se haya metido usted en un buen negocio.
—Ya nos lo dirá el tiempo. Y usted ya cambiará. No le quedará otro remedio.
Se marchó Rodríguez y me fui a comer. Era sábado y por la tarde cogí el autobús a Novés.
Un puentecillo en V invertida sobre un barranco húmedo, el fondo tapizado de hierbas y plantas aromáticas, poblado de millares de ranas. El resto del paisaje, la tierra parda de Castilla cortada en líneas paralelas por los surcos del arado. Enfrente del puentecillo, la puerta del molino cubierta por una parra enorme que trepaba por las paredes. El caserón, un manchón de cal más blanco y más duro aún por el sol, por el fondo de tierra gris, por el marco alegre de la parra y por la cinta verde del barranco alargándose como una vena por la que corriera sangre viva a través de los campos secos.
Cuando entrabais en el molino os encontrabais con un portalón fresco en el que flotaba un polvillo blanco; en un rincón giraban interminables dos piedras cónicas que machacaban grano para piensos. Humeaba el grano bajo la presión de la piedra y se levantaba un vaporcillo tenue que respiraban glotones dos burros pacientes en la puerta.
A la izquierda había una división de tablas con una ventana de cristales que era la oficina del tío Juan. El tío Juan se reía de este título, porque el escribir le costaba un trabajo inmenso a sus dedos asarmentados. ¡Era una buena broma! En los tiempos de su abuelo las cuentas se llevaban en largas varillas de madera, cada saco de trigo molido una muesca tallada con la navaja. Me mostraba riendo un brazado de estas varillas brillantes del sobo de años y manos:
—Todavía para muchos de los de mi tiempo, llevo las cuentas así. Pero ya tengo que hacer estos condenados libros.
De allí, por una puerta estrecha, se pasaba de golpe al molino. Se elevaba a unos quince metros y tenía allá en lo alto unos grandes ventanales de vidrio. Del techo bajo descendía un bosque de vigas y tubos, de ruedas y correas. No se había usado el hierro en la construcción, y todo era madera. El polvo de trigo, a través de los años, se había ido depositando en los más ínfimos rincones y había forrado cada pieza con su terciopelo blanco. El todo era como un bosque nevado. Las arañas habían escarbado las alturas y habían tejido sus telas de rincón a rincón
y
de viga a viga; el polvo blanco las había tapizado y ahora eran como ramas de pino cargadas de nieve. Y el cristal de los altos ventanales, también cubierto de este polvillo impalpable, dejaba pasar una luz de sol de invierno que hacía sombras grises en la maquinaria. Con un poco de imaginación, el ruido isócrono de los
planchisters
, meciendo la harina en su cuna, parecía el ruido de las sierras de los leñadores del bosque.