La forja de un rebelde (85 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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A principios del verano de 1925 recibí una carta de Córcoles. Decía: «No sabemos lo que va a pasar, pero Primo no va a durar mucho. Ya habrás oído que Franco presentó la dimisión como jefe del Tercio. Sobre esto corre una historia que te va a divertir: cuando Primo vino a Melilla, Franco y los oficiales del Tercio y los Regulares le invitaron a una comida y le gastaron un bromazo. Todos los platos que sirvieron eran platos de huevos: fritos, escalfados, cocidos, tortillas, y yo no sé en cuántas formas. El viejo preguntó —al menos así lo cuentan— por qué había tanta abundancia de huevos, y le contestaron que, como se iban a ir de Marruecos, los huevos no hacían falta, porque los que se quedaban eran los únicos que necesitaban tener huevos. Se armó una bronca terrible y hasta se dice que uno de los oficiales le amenazó con la pistola a Primo. Franco mandó su dimisión y todos los oficiales han declarado su solidaridad con él. Los sargentos de Ingenieros le mandamos una declaración de lealtad y casi todos la hemos firmado. Yo también».

Los reyes de España construyeron un famoso camino que se dirige de Madrid al norte. Lo comenzó Felipe II, cuando erigió la mole del Escorial. Los reyes que vinieron después construyeron sus sitios de refugio más cerca del palacio, en la Granja y en el Pardo, pero siempre dentro de esta ruta a los montes del Guadarrama. Se convirtió en la ruta del rey Alfonso XIII cuando iba a visitar sus posesiones o cuando conducía sus coches de carrera a la costa del Cantábrico. Es una ruta de reyes. A ambos lados siguen creciendo aún árboles milenarios, restos de los bosques primeros que una vez rodearon Madrid. Por un trecho el río Manzanares, con sus arenales, sus juncos y sus retamas, corre a lo largo de este camino. A la derecha están las laderas de la Moncloa y del Parque del Oeste, cubiertas de álamos, de olmos, de pinos y de castaños de indias; ya cerca del Pardo comienza un bosque espeso y salvaje de encinas, una vez propiedad del Rey.

Los domingos solía yo coger un libro y marcharme a lo largo de esta carretera hasta los pinares. Algunas veces, antes de meterme en la arboleda, entraba en la capilla de San Antonio de la Florida y me recreaba un rato contemplando el techo pintado por Goya.

En las mañanas temprano solía haber únicamente unas cuantas mujerucas, perdidas en las sombras de la capilla, mientras el cura, un hombrón campechano, estaba sentado al sol a la puerta de la rectoría, o a la sombra de los árboles pomposos. Sabía que yo no venía a rezar; plegaba su periódico o cerraba su breviario, y me saludaba como un viejo conocido. Después entraba conmigo en el templo y encendía la luz de la cúpula para que pudiera ver los frescos, brillantes aún tras una película de un siglo de humo de velas. Las viejas mujeres volvían la cabeza, se nos quedaban mirando y luego volvían la vista a lo alto. El cura y yo solíamos discutir detalles de las pinturas en un susurro de iglesia. Se divertía en señalar la figura que se llama La maja de Goya y que se supone fue la duquesa de Alba, una figura de mujer joven vestida de rojo lado a lado del santo ermitaño.

—Mi amigo —decía a veces—, aquéllos eran otros tiempos. Los reyes se paraban aquí y la iglesia se llenaba. Ahora, las únicas gentes que aquí vienen son las lavanderas que encienden una vela al santo porque les ha salvado un chico, o jovencitas que quieren un novio y le rezan de rodillas para que haga el milagro.

Un domingo, cuando salía al pórtico soleado, vi un periódico sobre el banco de piedra. Era El Debate; y en él grandes titulares anunciaban un ataque a lo largo de la costa del Rif y un desembarco en la bahía de Alhucemas. La guerra en Marruecos había comenzado de nuevo. El desembarco había sido hecho por el coronel Franco a la cabeza de sus legionarios.

Me fui a los pinares de la Moncloa y me dejé caer sobre la alfombra blanda y escurridiza de agujas de pino. Mientras miraba los grupos de gentes domingueras al pie del cerro, pensaba en Marruecos; y la ruta de los reyes que se extendía allá abajo, entre los árboles, me hizo pensar en aquella otra ruta que yo había ayudado a construir.

Veía el trazado de la pista desde Tetuán a Xauen, desarrollándose sin cesar hacia adelante a través de los cerros; y veía a los hombres cavando lentos la tierra y machacando la piedra.

Y recordaba algo que pasó antes de que la pista llegara hasta la higuera, que aún era un cruce de caminos entre todas las veredas usadas por los moros los jueves en su camino hacia el zoco.

Un moro ciego vino lentamente montaña abajo, golpeando con su palo los montones de tierra cavada y tanteándolos para no perder el leve rastro de la vereda en sus revueltas a través de las zarzas. De pronto, la vereda se interrumpió y el palo del ciego golpeó en el vacío. No había más tierra firme frente a él. Los moros y los soldados habían dejado de trabajar y miraban al ciego, bromeando entre sí. Abandoné mi asiento bajo la higuera y cogí al hombre del brazo para guiarle en el corte del terreno. Gruñó algo entre dientes, algo en árabe que no pude entender.

—¿Va usted al zoco, abuelo? —le dije—. Si va usted allí, venga conmigo, que le pondré en buen camino. Estamos haciendo una carretera y ya no existe más la vereda.

Al sonido de mis palabras levantó la cara roída de arrugas y de sol. Tenía una barba blanca sucia y unas cuencas vacías con ribetes rojos, los párpados legañosos hundidos en las cuencas.

—¿Una carretera?

—Sí, abuelo. Una carretera a Xauen. Será un gran camino, porque podrá usted ir sin tropezar.

El ciego estalló en una carcajada aguda y convulsiva. Golpeó con su palo los montones de tierra cavada y el tronco de la higuera. Después extendió en círculo el brazo, como si quisiera abarcar el horizonte, y gritó:

—¿Un camino llano? Yo siempre he caminado por la vereda. ¡Siempre, siempre! No quiero que mis babuchas se escurran en sangre y este camino está lleno de sangre todo él. Lo veo. Y se volverá a llenar de sangre, ¡otra vez y otra y cien veces más!

El moro ciego y loco volvió a sus montañas por el sendero que le había llevado hasta allí; y por un largo tiempo pudimos ver su silueta sombría en los cerros, huyendo de aquella maldita ruta que avanzaba hacia la ciudad.

Había olvidado el incidente. Ahora lo recordaba. Dos veces ya aquella ruta se había empapado de sangre española.

Y por aquellos días, miles de hombres estaban trazando nuevas rutas a través de toda España.

Notas

[1]
Años después de esta escena, el capitán Sancho se convirtió en una de las víctimas del movimiento fascista-reaccionario de España. Su nombre pertenece hoy a la historia de la República española, como el de uno de sus héroes. (N. del A.)

[2]
Auditor del Consejo Supremo de Guerra y Marina, a quien se confió la investigación de las causas del desastre de Melilla, y quien en 1922-1923 preparaba el así llamado «Expediente Picasso», un documentado proceso en el que aparecía la culpabilidad del Rey. (N. del A.)

La llama
Primera parte

¡... sea dado honor eterno al B
RAVO
Y N
OBLE

P
UEBLO
D
E
E
SPAÑA
, merecedor de mejores

gobernantes y de mejor fortuna! Y ahora, que los

trabajos e intrigas de sus juntas, la mala conducta y

la incapacidad de sus generales, se están hundiendo

en el merecido olvido y oscuridad, la
Resistencia

nacional
se eleva noblemente por encima de detalles

ridículos... Tal resistencia fue realmente salvaje,

desorganizada, indisciplinada y argelina, pero

mostró a Europa un ejemplo que no fue dado por los

civilizados italianos o los intelectuales alemanes.

R
ICHARD
F
ORD
,

Handbook for Travellers in Spain

and Readers at Home

Londres, 1845

Capítulo 1

El pueblo perdido

El calor de agosto disuelve el almidón. El interior del cuello planchado se convierte en un trapo húmedo y pegajoso; la tela exterior conserva su rigidez y sus aristas rozan la piel sudorosa.

Cuando trato de procurarme alivio metiendo el pañuelo entre mi piel y el cuello de la camisa, surge en mi mente la imagen del tío José introduciendo su pañuelo de seda cuidadosamente doblado entre su fuerte garganta y el cuello almidonado, mientras esperábamos la diligencia para ir a Brunete. Hace treinta años.

Odio esperar en el calor.

En treinta años mueren muchos hombres y muchas cosas. Se siente uno como rodeado de fantasmas o como si el fantasma fuera uno mismo. Aquel niño que venía aquí hace treinta años era yo, aquel niño que ya no existe.

La vieja posada de San Andrés es la misma, con su portalón de piedra y su patio en el que picotean las gallinas; con su tabernita adosada al portalón, donde aun se vende el vino sacado del pellejo. Busco en mi memoria, y el dibujo es el mismo. Soy yo quien se siente un poco perdido y gris, o tal vez las cosas parecen más crudas y secas en esta luz que ciega. Entonces las tiendas de la calle eran alegres para mis ojos niños; y hoy la calle es la misma: no han cambiado sus viejas posadas, ni sus viejas tiendas donde se venden los aperos de labranza, los paños burdos y espesos, los dulces empalagosos y los cromos chillones a gusto de los clientes de los pueblos de Castilla y Toledo.

Oh, sí, ya sé que Toledo es también Castilla; pero esto es sólo en los tratados de geografía. Toledo es tierra aparte, Toledo fue siempre un islote en el viejo mapa de Castilla. Dejaron en él sus huellas las legiones de Roma y la flor y nata de los árabes que invadían Europa; los caballeros medievales y los cardenales de sangre real bastarda que dejaban la misa para empuñar la espada; los viejos artífices moros y judíos que labraban oro, plata y piedras y los artesanos que batían el acero con sus martillos, lo templaban en las aguas del Tajo y lo adornaban con filigranas de oro. El Greco está aún vivo en Toledo. Tendré que escapar un día y perderme una vez más en sus callejuelas.

En fin, aquí está el autobús. Es curiosa la prisa de los viajeros, al asalto del coche, como si fuera a escapar sin ellos. Como en la vieja diligencia. Y como entonces, es fácil separarlos: los hombres magros y cenceños de las tierras de pan de Brunete con sus mujeres flacas, huesudas, sus cuerpos agobiados de partos y sus caras recomidas de sol y hielo; y los hombres de la vega de Toledo, hombres de las tierras de vino de Méntrida, un poquito panzudos, bonachones, la piel curtida pero blanca, con sus mujeres abundantes y alborotadoras.

Me divierte pensar que yo soy un cruce entre los dos; mi padre era castellano, mi madre toledana. Ahora, nadie podría decir qué soy yo porque, mezclado entre estos dos grupos, nadie podría marcarme un sitio entre ellos. Somos diferentes; y estoy fuera de lugar, tan fuera de lugar como mi cuello planchado y mi traje de ciudad entre los trajes de labriego que llenan el coche.

Se agria mi diversión momentánea: los vivos que me rodean me convierten en un extranjero, y el recuerdo de los muertos en un fantasma. Me siento al lado del chófer. No lleva uniforme Antonio, sino un chaquetón de campo, y, cuando chirrían los frenos, blasfema como un carretero. No es su sitio aquí, empuñando el volante, sino empuñando la tralla larga que alcanza con su punta a las orejas de la mula delantera.

Las gentes se acomodan, se chillan sus noticias y sus compras de la ciudad; bajando la cuesta de la calle de Segovia todo es ruido. Pero cuando el coche, cruzando el puente, cambia su marcha para vencer la pendiente que sube a Campamento, el motor, el sol, el polvo, el olor a gasolina van imponiendo silencio a las lenguas. Cuando llegamos a la planicie desierta de Alcorcón, toda terrosa, con sus campos segados, secos, y sus casas de barro, ¡os ocupantes del coche cabecean adormilados o rumian sus pensamientos.

Hemos pasado así Navalcarnero y la carretera es ahora frontera: Almojado y Santa Cruz del Retamar son los dos jalones entre Toledo y Ávila. En Santa Cruz, el autobús abandona la principal y tuerce hacia el este. Estamos en tierras de Toledo y éste es un viejo camino: Madrid era aún «castillo famoso» y nada más, y entonces este camino, hoy casi desierto, era una arteria de traficantes y viajeros que unía Toledo con Ávila. A lo largo de él se comerciaba y se batallaba. De los montes toledanos bajaban los guerreros moros al valle del Alberche e intentaban trepar por las montañas a las tierras altas de Castilla. De allí —de las tierras de Ávila y Burgos— salían los caballeros en torrente a cruzar la llanada de los valles a intentar arrebatar a la morisma Toledo, la de piedra. Sí, esto es literatura barata, pero ¿por qué no divertir el tedio del viaje con ella?

Hoy esta ruta duerme. No pasan por ella más que lugareños con sus carros y sus burros y algún que otro camión aislado cargado con frutos de la tierra. Hoy este camino es camino que no va a ninguna parte y sólo sirve para unir unos cuantos pueblecitos que han quedado olvidados de todos. Entre Santa Cruz y Torrijos, en esta vieja ruta guerrera, está Novés. Iba camino de Novés e iba pensando el porqué.

Claro que sabía el porqué: en Novés había alquilado una casa. Era la tarde de un sábado e iba a pasar allí mi primer fin de semana en «mi casa del pueblo», como todos la llamábamos ya. Me iba preguntando a mí mismo por qué había montado esta casa en un pueblecito perdido en la provincia de Toledo.

Antes de ir a Novés ya había planeado tener una casa en un pueblo cercano a Madrid. Dos años antes, en 1933, había pasado casi un año en Villalba, pero Villalba es un pueblo de veraneantes donde aún continúa la ciudad y yo quería un sitio de descanso para los fines de semana, un pueblo de verdad. Novés era un pueblo de verdad. Lo que ya no era verdad eran estas razones que yo daba y me daba a mí mismo para escapar de Madrid. Había razones más complejas:

Mi mujer y yo habíamos vuelto a establecer casa después de un año de separación amistosa. Había intervenido la familia y había pesado la razón de los hijos, pero pronto resurgió la antigua incompatibilidad. Tener una casa en un pueblo algo distante de Madrid era recuperar un poco la libertad, escapar de la vida en común. Era también una razón decente —de las llamadas decentes— a los ojos de los demás, que evitaba una nueva separación que sería un poco ridicula; era además beneficioso para la salud de todos: Aurelia estaba resentida de su último parto, los chiquillos precisaban aire más puro que el de Madrid, y a mí me vendría bien un descanso semanal y un cambio de ambiente. Tenía medios económicos suficientes y así, ¿por qué no?

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