Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Ilsa preguntó:
—¿Qué hacemos?
«¿Qué hacemos?» Así, con la voz fría. ¿Es que esta mujer se cree que esto es una broma? La cabeza me seguía martilleando con la estúpida frase, acompasada a los motores: «... dor—mir—dor—mir...». Y ahora la pregunta idiota: «¿Qué hacemos?». ¿Se iría a arreglar la cara esta mujer? Había abierto su bolsillo y había abierto una polvera. Contesté bruscamente:
—¡Nada!
Seguimos escuchando el ruido de los motores girando sobre nosotros, inexorable. Aparte de esto había un silencio profundo. Los ordenanzas debían de haberse ido al refugio de los sótanos; todo el mundo debía de haberse ido al refugio. ¿Qué hacíamos allí nosotros, escuchando y esperando?
La explosión me levantó al menos dos centímetros sobre el colchón. Por un momento quedé suspendido en el aire. Las cortinas negras de las ventanas ondearon furiosas hacia el interior de la habitación y dejaron caer de entre sus pliegues una cascada de vidrios rotos sobre la cama. El edificio, que yo no había sentido vibrar, parecía ahora enderezarse lentamente. De la calle subía una algarabía de gritos y cristales rotos. Se oyó caer blandamente una pared, y se adivinaba en su ¡plof! sordo la oleada de polvo invadiendo la calle. Ilsa se levantó y se sentó en el borde de mi cama. Comenzamos a hablar, no recuerdo de qué. De algo. Necesitábamos hablar, sentir la sensación de refugio de animales amedrentados. Por las ventanas entraba en bocanadas la niebla húmeda oliendo a yeso. Sentía el deseo furioso de poseer allí mismo a aquella mujer. Nos envolvimos en los gabanes. El ruido de los aviones había cesado y se oían algunas explosiones muy lejos. Luis asomó a la puerta su cara asustada:
—Pero ¿se han quedado ustedes aquí, los dos solos? ¡Qué locura, don Arturo! Yo me marché a los sótanos y después me sacaron de allí con un grupo para recoger gente cuando aún estaban cayendo las bombas. Así que tal vez han estado ustedes acertados en quedarse aquí. Pero yo no creía que les dejaba solos, creía que, como todos, también ustedes venían abajo, naturalmente que...
Seguía y seguía con su charla nerviosa y espasmódica. Entró uno de los corresponsales de las agencias con el primer despacho sobre el bombardeo. Comunicaba en él que una casa de la calle de Hortaleza, a veinte metros de la Telefónica, había quedado totalmente destruida. Ilsa se sentó inmediatamente a la mesa para censurar la noticia y su cara quedó iluminada por el débil fulgor que pasaba a través del papel carbón gris—púrpura que envolvía la bombilla. El papel se requemaba lentamente y olía a cera, con el olor de una iglesia donde acabaran de apagarse las velas del altar mayor. Me fui con el periodista al piso doce, para ver los fuegos verdosos que rodeaban la Telefónica.
Amanecía una mañana de sol y nos asomamos a las ventanas. La calle de Hortaleza estaba cerrada por milicianos en el trozo bajo nuestras ventanas. Los bomberos estaban removiendo los escombros. Los balcones se llenaban de gentes que enrollaban las persianas y corrían las cortinas. Los balcones y el cerco de las ventanas estaban llenos de vidrios rotos. Alguien comenzó a barrer un montón brillante hacia la calle y los cristales cayeron en una cascada de campanitas. De pronto, en cada balcón y en cada ventana aparecieron las figuras de un hombre o de una mujer, adormilados y armados de una escoba, y los cristales rotos comenzaron a llover sobre ambas aceras. El espectáculo era irresistiblemente cómico. Me recordaba la famosa escena de
Sous les toits de París
, cuando en cada ventana aparece una figura humana y se incorpora al coro. Los cristales tintineaban alegres sobre las baldosas y las gentes que barrían cambiaban bromas con los milicianos en la calle que se refugiaban en los portales.
Contemplaba aquello como algo lejano a mí. Mi mal humor seguía aumentando. Tendría ahora que encontrar otra habitación para oficina, porque no había ni que pensar en tener nuevos cristales para las ventanas.
A las diez de la mañana llegó Aurelia, determinada a convencerme de que me fuera un rato con ella a casa; no había ido por allí al menos en una semana. Ella lo había arreglado ya para que los chicos se quedaran con los abuelos y nosotros estuviéramos solos en la casa. Por dos meses, o más, no habíamos estado solos. Me repelió la proposición y nuestras palabras se volvieron agrias. Sacudió la cabeza en dirección a Ilsa y dijo:
—Claro, ¡como estás en buena compañía!...
Le dije que lo que tenía que hacer era marcharse con los niños fuera de Madrid. Me contestó que lo que yo quería era deshacerme de ella. Y en verdad, a pesar de la preocupación seria que me causaban los niños dentro de los múltiples peligros de la ciudad, sabía que no se engañaba mucho. Traté de prometerle que iría a verla al día siguiente.
A mediodía nos habíamos instalado en el piso cuarto en una enorme sala del consejo. Disponía de una mesa inmensa en medio del cuarto y de cuatro mesas de oficina, una al lado de cada ventana. Alineamos nuestras camas de campaña a lo largo de la pared del fondo y una cuarta en un rincón. Las ventanas se abrían a la calle de Valverde, frente a frente al campo de batalla. La mesa de consejo tenía la cicatriz de un
shrapnel
; la casa enfrente de nosotros había perdido una esquina de un cañonazo; el tejado de la siguiente estaba roído por el incendio; estábamos en el ala de la Telefónica más expuesta al fuego de artillería, desde los cerros azules de la Casa de Campo. Reemplazamos con cartones algunos cristales rotos y colgamos colchones en las ventanas delante de las mesas en las que íbamos a hacer la censura. Los colchones podrían absorber la metralla, pero nada de aquello detendría una bala de cañón.
Estábamos alegres mientras hacíamos nuestros preparativos. La gran sala era amplia y clara comparada con el cuarto que habíamos abandonado. Decidimos que iba a ser nuestra oficina permanente.
Ilsa y yo nos fuimos juntos a almorzar en uno de los restaurantes que aún funcionaban en la Carrera de San Jerónimo; estaba cansado de la comida de la cantina y no tenía ganas de sentarme con periodistas en el comedor del Gran Vía para escuchar una conversación en inglés que no entendía. Mientras pasábamos el cráter profundo que había dejado una bomba que voló la cañería central del gas y la estación del metro, Ilsa se colgó de mi brazo. Cruzábamos la anchura de la Puerta del Sol, cuando alguien me tiró del brazo libre:
—¿Puedes hacer el favor, un momento?
A mi lado estaba María, con la cara descompuesta. Rogué a Ilsa que me aguardara y me separé unos pasos con María, que inmediatamente estalló:
—¿Quién es esa mujer?
—Una extranjera que está trabajando con nosotros en la censura.
—No me cuentes historias. Ésa es tu querida. Y si no lo es, ¿por qué se cuelga del brazo? Y mientras, a mí me dejas sola, ¡como un trapo viejo que se tira a la basura!
Mientras trataba de explicarle que para un extranjero el cogerse del brazo no significaba nada, se desató en un torrente de insultos y se echó a llorar; y así, llorando, se marchó calle de Carretas arriba.
Cuando volví a reunirme con Ilsa tuve que explicarle la situación: le conté brevemente mi fracaso en mi matrimonio, mi estado mental entre las dos mujeres y mi huida de ambas. No hizo comentario alguno, pero vi en sus ojos el mismo asombro y disgusto que había sorprendido en ellos aquella mañana durante mi bronca con mi mujer. Durante la comida me sentí dispuesto a provocarla y enfadarla, queriendo romper la corteza de su calma; después tuve que cerciorarme de que no había destruido la franqueza con que nos hablábamos, y hablé sobre todo de la tortura de ser un español y no poder hacer nada para ayudar a su propio pueblo.
A medianoche, después de una tarde en la que habíamos tenido que soportar el peso mayor de la censura, con muy poca ayuda de los otros poscensores, nuestra fatiga se hizo intolerable. Decidí que desde el día siguiente la censura se cerraría entre la una de la madrugada y las ocho de la mañana, salvo para casos urgentes e imprevistos. Era una liberación el pensar que no tendríamos más que leer a través de largas y fútiles informaciones estratégicas a las cinco de la mañana. Era imposible seguir trabajando dieciocho horas al día.
Mientras uno de los otros censores cabeceaba sobre su mesa, Ilsa y yo tratamos de dormir en nuestras camas de campaña. A través de las ventanas llegaban en oleadas los trallazos de los disparos de fusil y el tableteo de las ametralladoras del frente. Era frío y húmedo y era muy difícil escapar del pensamiento de que estábamos en la línea de tiro de los cañones. Charlamos y charlamos bajito, como si nos quisiéramos sostener el uno al otro. Así me quedé dormido por unas pocas horas.
No recuerdo mucho del día siguiente: estaba atontado por falta de sueño, por exceso de café y coñac, y por desesperación. Me movía en una semilucidez de los sentidos y del cerebro. No hubo bombardeo y las noticias del frente eran malas; Ilsa y yo trabajamos juntos, charlamos juntos e hicimos juntos grandes silencios. Es lo único que recuerdo.
A medianoche Luis hizo las tres camas y zascandileó alrededor del cuarto. Había escogido para él la cama del rincón: colgó en una silla al lado su chaqueta galoneada, se quitó las botas y se envolvió en las mantas. Ilsa y yo nos tumbamos en nuestras camas, a medio metro una de otra, y comenzamos a charlar bajito. De vez en cuando miraba al censor de turno, un perfil pálido bajo el cono de luz. Hablábamos de lo que había pasado en nuestras mentes, a ella durante los largos años de lucha revolucionaria y derrota, a mí en los cortos pero interminables meses de nuestra guerra.
Cuando el censor se marchó a la una, eché el cerrojo a la puerta y apagué las luces, con excepción de la de la mesa del censor con su pantalla de papel carbón. Luis roncaba pacíficamente. Me metí en la cama. Fuera del círculo de luz gris—púrpura sobre la mesa y de la diminuta isla roja que marcaba frente a ella nuestra única estufa eléctrica, el cuarto estaba en la oscuridad. La niebla se filtraba por las ventanas, mezclada con los ruidos del frente, y formaba un halo malva alrededor de la lámpara. Me levanté y arrimé mi cama a la de ella. Después, era la cosa más natural del mundo que se entrelazaran nuestras manos.
Me desperté al amanecer. El frente estaba silencioso y la habitación quieta. La niebla se había espesado y el halo de la lámpara sobre la mesa se había convertido en un globo gris—púrpura translúcido y encendido. Podía ver las siluetas de los muebles. Cuidadosamente retiré el brazo y envolví a Ilsa en sus mantas. Después retiré la cama a su sitio. Una de sus patas de hierro rechinó sobre el entarimado, dado de cera, y me quedé en suspenso. Luis continuaba respirando rítmicamente, apenas sin un ronquido. Rehaciéndome de mi susto, me enrollé bien ceñido en mis mantas y me volví a dormir.
En la mañana, la parte más extraordinaria de mi experiencia fue su naturalidad. No tenía el sentimiento de haber conocido por primera vez a una mujer, sino de haberla conocido de siempre. «De siempre» no en el curso de mi vida, sino en el sentido absoluto, antes y fuera de esta vida mía. Era una sensación semejante a la que sentimos algunas veces cuando paseamos las calles de una vieja ciudad: llegamos a una placita silenciosa y de golpe sabemos; sabemos que hemos vivido allí, que lo hemos conocido siempre, que lo único que ha pasado es que ha vuelto a nuestra vida real, y nos sentimos tan familiarizados con las baldosas llenas de musgo como ellas lo están con nosotros. Sabía lo que ella iba a hacer y cómo sería su cara, igual que conocemos algo que es parte de nuestra propia vida, algo que hemos visto sin necesidad de mirarlo.
Volvió del lavabo de las muchachas telefonistas con la cara fresca, un poco de polvo adherido a la piel húmeda, y cuando Luis se marchó en busca de nuestro desayuno, nos besamos alegremente, como un matrimonio feliz.
Tenía una sensación inmensa de liberación y me parecía ver las gentes y las cosas con ojos distintos, en una luz diferente, iluminados por dentro. Habían desaparecido mi cansancio y mi disgusto. Era una sensación etérea, como si estuviera bebiendo champán y riendo con la boca llena de burbujas que estallaran con cosquilieos y se escaparan traviesas a través de mis labios.
Vi que ella había perdido su seriedad y severidad defensivas. Sus ojos verde—gris tenían una luz alegre luciendo en lo más hondo. Cuando Luis puso el desayuno sobre una de las mesas, se detuvo y la miró. En la seguridad de que no entendía español, me dijo:
—Hoy está más bonita.
Se dio cuenta de que hablaba de ella:
—¿Qué dice Luis de mí?
—Que hoy estás más bonita. —Se ruborizó y se echó a reír. Luis nos miró al uno y al otro y cuando nos quedamos solos me dijo:
—¡Que sea enhorabuena, don Arturo!
Lo dijo sin ironía y sin malicia. En su mente simple, Luis había visto claramente lo que yo aún no conocía con mi cerebro: que ella y yo nos pertenecíamos el uno al otro. Con toda su devoción profunda hacia mí, a quien consideraba el salvador de su vida, se decidió simple y claramente a convertirse en el ángel guardián de nuestros amores. Pero no dijo una palabra más como comentario.
Era verdad que en aquel momento yo no sabía lo que él había visto instantáneamente. Mientras todos mis sentidos e instintos habían visto y sentido que aquélla era «mi mujer», toda mi razón se rebelaba contra ello. A medida que el día avanzaba, me enredaba más y más en uno de esos diálogos mentales, cuidadosamente formulados, que se originan en una batalla razonada contra los propios instintos: «Bueno, ya te has metido de lleno... Ya te has liado con otra mujer... Tanto querer escaparte de tu propia mujer y de una querida de años que sabes que te quiere, para meterte de cabeza con la primera mujer que se te cruza, a quien hace cinco días que conoces y que no sabes quién es. Ni aun tan siquiera habla tu idioma. Ahora te vas a encontrar con ella todo el día sin escape posible. ¿Qué vas a hacer? Eh, ¿qué vas a hacer? Porque desde luego no vas a decir que estás enamorado de ella. En tu vida te has enamorado de nadie».
Me quedé frente a frente de Ilsa, la miré a la cara y exclamé con la voz de duda con la que uno se plantea los problemas que no puede resolver:
—
Mais je ne t'aime pas!
Se sonrió y dijo con la voz con que se apacigua a los niños:
—Claro que no, querido.
Aquello me enfadó.
Por aquellos días comenzaron a visitar a Ilsa, y a tener largas conversaciones con ella, miembros de la Brigada Internacional que la habían conocido en su vida anterior o que habían oído hablar de ella. Un día vino Gustav Regler, un alemán con una cara llena de arrugas y pastosa como la de un cómico, con altas botas, una pelliza pesada forrada por dentro con piel de carnero, y un cuerpo vibrante de puros nervios. Ilsa se había echado encima de su cama para descansar un rato y yo estaba censurando en mi mesa. Regler se sentó al pie de la cama y comenzó a hablar. Yo los miraba. La cara de ella se animaba llena de amistad hacia el hombre. Mientras hablaba, él puso una mano sobre el hombro de ella, después la dejó descansar sobre una de sus rodillas. Me estaban entrando unas ganas locas de liarme a patadas con él.