Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
—Pero ¿es que nadie puede poner esto en orden? Al fin y al cabo, alguien tiene que haberlos traído aquí.
—¡Ca!, no. Nadie. Cuando llegaron con los burros y los carros, unos milicianos los cogieron en medio de la calle y los metieron aquí. Lo único que hacen es darles vales para la comida, pero nadie se preocupa más de ellos.
Recuerdo que fue precisamente aquel día que Franco se proclamó a sí mismo el Caudillo, el dictador de España.
Durante los días siguientes, las caravanas de bestias y carros, con hombres, mujeres y chiquillos encaramados en lo alto de sus ajuares y agotados de cansancio, no cesaron. Se organizaron a toda prisa batallones de milicianos que se mandaban a todos los frentes. Cada día llegaban noticias de cómo los rebeldes, extendiéndose como una invasión de langosta, avanzaban sobre Madrid por todos lados, desde la sierra de Gredos y el valle del Alberche pasando por Aranjuez a través de Sigüenza, hasta la sierra de Guadarrama. Muchos pensaban que la guerra terminaría rápidamente. Si ¡os rebeldes cerraban el anillo, si cortaban la comunicación con Albacete y Barcelona, Madrid estaba perdido.
El 13 de octubre, Madrid escuchó por primera vez el ruido del cañón.
Yo había perdido ya toda esperanza de llegar a una mejor comprensión de la manera de trabajar de los periodistas extranjeros y ganar así alguna influencia sobre ellos. Los periodistas, sus informaciones, la vida de noche en la Telefónica, la vida de día en la ciudad, se convertían en una rápida sucesión de visiones, unas claras, otras borrosas, pero todas tan fugaces que era imposible fijar la atención en ninguna de ellas. Ya se me hacía imposible descifrar las hojas escritas a mano que algunos periodistas sometían a la censura; parecían ser hechas ilegibles de propio intento. Al final di la orden de que cada información tenía que estar escrita a máquina, lo cual ayudó un poco. Uno de los franceses hizo de ello su excusa para marcharse, pero cuando protestaba ruidosamente contra mi «despotismo», vi claramente que lo que tenía era miedo. Era una excepción.
Mientras mutilaba sus informaciones, siguiendo las órdenes que se me daban, no podía por menos de admirar el valor personal de los corresponsales, aunque me enfureciera su indiferencia. Se marchaban a las primeras líneas, arriesgando hasta las balas de un miliciano xenófobo o la captura por los moros en las fluctuaciones de un combate, para conseguir unas pocas líneas de información militar, mientras no les dejábamos pasar los artículos sensacionales que hubieran querido escribir, y que a veces escribían y pasaban dentro de una inviolable valija diplomática.
Me veía a mí mismo, sentado allí, en la oscuridad, detrás del cono de luz lívida, trabajando a ciegas, cuando todo el mundo creía que yo sabía lo que estaba pasando. No sabía nada más que el anillo alrededor de Madrid se cerraba más y más y que no estábamos equipados para hacer frente a la amenaza. Era difícil sentarse quieto. Algunas veces, cuando pasaba al lado de un grupo de periodistas, ligeramente borrachos, que habían estado la noche entera tratando amablemente de engañarme —y posiblemente lo habían conseguido—, me entraban ganas de provocar una bronca con ellos. Lo que para nosotros era vida o muerte, para ellos no era más que una historia. Algunas veces, cuando los anarquistas del Control de Obreros, abajo en el
hall
, me repetían que todos estos periodistas eran fascistas y traidores, simpatizaba con sus creencias. La noche que uno de ellos, extendido a lo largo sobre un jergón en la sala de conferencias, roncaba su borrachera mientras esperaba que su llamada llegara, sentí un verdadero odio, recordando cómo a cada momento nos aguijoneaba con su seguridad de que Franco entraría en breve en la ciudad.
Me era imposible ser amistoso con María cuando llamaba al teléfono y me preguntaba cuándo y dónde nos podíamos reunir. Nuestras vidas habían llegado a un punto muerto.
Los ataques aéreos eran un hecho casi diario. El 30 de octubre, un solo avión mató cincuenta niños en una escuela en Getafe. El Sindicato de la Construcción comenzó a mandar a sus hombres a cavar trincheras alrededor de Madrid y a construir nidos de ametralladoras y barricadas de cemento en las calles. Las calles ya no se llenaban más con refugiados de los pueblos, sino de los suburbios de la ciudad, y las noches estaban punteadas de cañonazos. Se mandaron unidades de choque elegidas para mantener las trincheras en los bordes de la capital y los milicianos huyeron ante los tanques. La Pasionaria los reunió en las afueras e hizo un esfuerzo supremo para inculcarles un coraje nuevo. La CNT —los anarquistas— enviaron dos ministros al Gabinete de Guerra. Los periodistas escribían, sin cesar, informaciones diciendo que estábamos perdidos, y nosotros tratábamos, sin cesar, de evitar que lo hicieran.
En la noche del 6 de noviembre, cuando fui al ministerio a recibir órdenes, Rubio Hidalgo me dijo:
—Barea, cierre la puerta y siéntese ahí. ¿Sabe usted? Todo está perdido.
Estaba ya tan acostumbrado a sus declaraciones dramáticas que no me causó impresión y le repliqué:
—¿De verdad? ¿Qué es lo que pasa ahora? —Me fijé entonces en que la chimenea estaba llena de papeles quemados y que sobre la mesa había otros empaquetados limpiamente y agregué—: ¿Es que nos vamos?
Se limpió la calva brillante con un pañuelo de seda, paseó su lengua púrpura y puntiagudapor sus labios y dijo lentamente:
—Esta noche, el Gobierno se traslada a Valencia. Mañana Franco entrará en Madrid. —Hizo una pausa—. Lo siento, amiguito, no se puede hacer nada. ¡Madrid se rendirá mañana!
Pero Madrid no se rindió el 7 de noviembre de 1936.
When the senses
Are shaken, and the soul is driven to madness,
Who can stand? When the souls of the oppressed
Fight in the troubled air that rages, who can stand?
[... Cuando a los sentidos
Se sacude y el alma se hunde en la locura,
¿Quién aguanta? Cuando las almas de los oprimidos
Luchan en el turbio aire furioso, ¿quién aguanta?]
William Blake
Madrid
El sitio de Madrid comenzó en la noche del 7 de noviembre de 1936; terminó dos años, cuatro meses y tres semanas después, simultáneamente con el fin de la guerra.
Cuando Luis Rubio Hidalgo me dijo que el Gobierno se marchaba y que Madrid caería al día siguiente, no supe qué decir. ¿Qué podía haber dicho? Sabía, tan bien como otro cualquiera, que los fascistas estaban en las afueras. Las calles estaban abarrotadas de gentes que, en desesperación, marchaban a enfrentarse con su enemigo en las puertas de su ciudad. Se luchaba en el barrio de Usera y en las orillas del Manzanares. Nuestros oídos estaban llenos constantemente con las explosiones de bombas y morteros, y algunas veces nos llegaban los estallidos del fusil o el tableteo de las ametralladoras. Pero ahora, ¡el así llamado Gobierno de Guerra se marchaba —huía— y el jefe de la Sección de Prensa extranjera del Ministerio de Estado estaba convencido de que las fuerzas de Franco entrarían!... Estaba desconcertado, mientras trataba de mantener toda mi corrección. El cajón en el que tenía una melodramática pistola estaba abierto a medias.
—Nosotros nos vamos mañana también —continuó—; naturalmente, el personal de plantilla. Me gustaría mucho podérmelo llevar a Valencia conmigo, pero comprenderá usted que no puedo hacerlo. Espero, mejor dicho, el Gobierno espera que se mantenga usted en su puesto hasta el último momento.
Se interrumpió, movió de lado su cara lisa y le rebrillaron sus gafas ahumadas. Tenía que decir algo, porque él había hecho esta pausa.
—Oh, sí, naturalmente.
—Bien. Ahora voy a explicarle la situación: como ya le he dicho, el Gobierno sale esta noche para Valencia, pero nadie lo sabe. Se han dejado instrucciones escritas en pliego cerrado al general Miaja para que él pueda negociar la rendición con la menor efusión de sangre posible. Pero, como le digo, es en pliego cerrado que no debe abrir hasta que el Gobierno ya no esté aquí, y él mismo no sabe nada de esto. Ahora se dará usted cuenta de la responsabilidad que le confiamos. Es absolutamente necesario mantener secreto el traslado del Gobierno, para que no estalle el pánico. Lo que tiene usted que hacer es ir a la Telefónica, tomar el servicio como todos los días y no dejar pasar ni la alusión más pequeña. Yo me voy por la mañana temprano con el personal de la oficina y con los periodistas extranjeros que no pueden arriesgar el que Franco los pille aquí, cuando entre. Dormiré en el hotel Gran Vía, frente a la Telefónica, y si es necesario, puede usted llamarme allí en la noche.
—Pero, si se lleva usted a los periodistas, tienen que saber lo que pasa.
—No que se marcha el Gobierno. Desde luego, se pueden figurar algo. Ya les hemos dicho que la situación es muy grave y que de un momento a otro el Gobierno les puede pedir que se marchen, para no correr riesgos, y darles coches para que lleguen a Valencia. Algunos se quedarán, pero esto no importa. Ya les he dicho, además, que no tendrán las facilidades de nuestra censura, porque son los militares los que se van a hacer cargo de ello, y que el servicio en la Telefónica se va a suprimir. Los que se quedan son los corresponsales que están seguros en sus embajadas aquí, que no arriesgan nada, y que estarán muy contentos de asistir a la entrada de las tropas.
—Así, ¿usted está seguro de que entran?
—Pero, querido, ¿qué cree usted que puede hacer media docena de milicianos? Dígame: ¿qué pueden hacer contra el Tercio, los moros, la artillería, los tanques, la aviación, los técnicos alemanes? ¿Qué pueden hacer? Claro que no puedo decirle que van a entrar mañana mismo en Madrid, pero no hace más diferencia que, cuanto más tarde entren, más víctimas habrá. Bueno, y ahora lo que quiero decirle: puede usted dejar pasar la noticia de que, como una medida de precaución, el Gobierno ha evacuado a los corresponsales extranjeros; esto ya lo sabe todo el mundo. Mañana se proclamará que el Gobierno ha decidido trasladarse a Valencia para continuar la guerra desde un punto estratégico, libre de todas las dificultades que se presentan a la organización de una guerra cuando la administración está en la línea de fuego.
—Y mañana, ¿qué tengo yo que hacer?
—No tiene usted que hacer nada. A las nueve, cuando se acabe su turno, cierra usted la oficina, se va a casa, y haga usted lo que le parezca mejor para salvar el pellejo, porque nadie sabe lo que puede pasar. Le voy a dejar el sueldo del ordenanza y de los dos ciclistas, y mañana por la mañana les paga usted y les dice que se marchen donde quieran. Le voy a dejar algún dinero para usted, para que si las cosas vienen mal se pueda bandear un poco.
Me dio ochocientas pesetas —dos meses de salario— y después se levantó muy solemne y me alargó la mano como si estuviéramos en un funeral. No podía decirle nada de lo que sentía y bajé la vista para no enfrentarme con la suya. Encima de la mesa, una hilera de fotografías con brillo de seda me mostraban una sucesión de niños muertos.
Pregunté estúpidamente:
—¿Qué va usted a hacer con esas fotografías?
—Quemarlas, y los negativos también. Queríamos haberlas usado para propaganda, pero conforme están las cosas, al que le cojan ahora con estas fotos le vuelan los sesos en el sitio.
—Entonces, ¿no se las lleva usted?
—No estoy loco, y además, ya tengo bastantes papelotes... —y comenzó a explicarme algo que yo no escuchaba. Conocía aquellas fotografías. Se habían tomado en el depósito de cadáveres al cual se habían llevado los cadáveres de los niños de la escuela de Getafe que un Junkers, volando bajito, había bombardeado una semana antes. Se les había puesto en fila y se les había prendido un número en las ropitas para identificarlos. Había un chiquitín con la boca abierta de par en par en un grito que nunca acabó. Me pareció como si Rubio Hidalgo, en su miedo, estuviera asesinando de nuevo a estos niños muertos:
—¡Déjeme usted llevármelas!
Se encogió de hombros. Recogió las fotografías como las cartas de una baraja y me alargó una caja con los negativos:
—Si quiere usted arriesgar el pellejo, es cuenta suya.
Camino de casa me concentré en resolver cómo iba a salvar aquellas fotografías. Habría lucha. Sabía, sin pensarlo mucho, que el pueblo de Madrid se defendería, a navajazos si era necesario. No entrarían los otros tan sencillamente como aquella cara fría de huevo cocido creía y afirmaba con una sonrisa miedosa. Pero podían entrar, probablemente entrarían y entonces comenzarían las denuncias, las detenciones, los registros y los fusilamientos. Verdaderamente, tener aquellas fotografías en casa era firmar la propia sentencia de muerte. Pero no podía dejar que se perdieran; las caras de aquellos niños asesinados tenía que verlas el mundo.
En casa encontré, esperándome, a mi hermano, a mi cuñado y a sus siete chicos. Agustín, imperturbable y tranquilo como siempre, contó su historia. Aquella mañana, su barrio —el barrio obrero al otro lado del puente de Segovia— había sido atacado por los fascistas. Habían huido, como todos los vecinos, y habían cruzado el puente bajo las balas. Las tropas fascistas estaban ahora establecidas en la orilla opuesta del Manzanares y se fortificaban en la Casa de Campo. Su casa era un montón de ruinas. Habían salvado unas cuantas ropas y la cabeza de la máquina de coser. Por el momento se meterían todos en casa de mi hermano Rafael, porque Concha lo prefería a estar con Aurelia, mi mujer.
No discutimos; era absurdo hacer ningún plan definitivo, cuando dentro de veinticuatro horas podíamos estar todos en la misma situación. Les encargué, sin decir lo que pasaba, que prepararan unas cuantas cosas ligeras y estuvieran dispuestos a escapar en cualquier momento. Me fui a la Telefónica.
Me encontré a los corresponsales en una excitación salvaje, esperando sus conferencias, pasando las últimas noticias de la lucha en los barrios extremos, ayudándose unos a otros si una llamada venía cuando el que la había pedido estaba ausente. Las mesas del cuarto de los periodistas estaban llenas de papeles, tazas sucias, jarras de café, bebidas de todas clases; todos los teléfonos parecían sonar al mismo tiempo y todas las máquinas de escribir pataleaban furiosas. Nadie hizo referencia a la marcha del Gobierno.
Desde la ventana de mi oficina oía, en la oscuridad de la calle, al pueblo marchando en busca del enemigo, chillando y cantando, automóviles disparados con las bocinas incansables; y en el fondo, detrás de los ruidos de la calle, los ruidos del ataque, disparos de fusil, de ametralladoras, de cañón, explosiones de morteros y de bombas. Me senté a censurar los despachos.