La forja de un rebelde (111 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Unos pocos días antes, Largo Caballero se había hecho cargo del Gobierno. Manolo resumió la situación, afirmando:

—Ahora es cuando se va a hacer algo. Es un Gobierno de guerra y se acabó el pasear los fusiles por Madrid; los fusiles al frente y nada de postinear calle arriba y calle abajo con el fusil al hombro. ¡Prieto les va a enseñar algo a esos fantoches! —Prieto había sido nombrado ministro de la Guerra.

—Sí, sí —dijo Fuñi—Fuñi—, ten cuidado tú. Se te han acabado los viajecitos a Toledo.

—Pero yo estoy incorporado a un batallón, sólo que aún no nos han dado armas. Tan pronto como las den, yo soy el primero en ir.

—Bueno, bueno. Pero se acabó Toledo, ¿eh? —insistió el otro, y como todas las noches, comenzaron a pincharse mutuamente con indirectas. La diversión se interrumpió de pronto por un ruido lejano que se aproximaba rápidamente: motocicletas, cláxones y sirenas. Nos levantamos todos. Una motocicleta de asalto se lanzó calle abajo, el escape de la moto abierto y la sirena sonando incesante. En aquellos días, cuando Madrid no tenía aún un sistema de alarma para las incursiones aéreas, la alarma se daba por estos motoristas con sirenas montadas en las máquinas.

Las mujeres y los chicos que había en la casa bajaron para refugiarse en la cueva del bar de Emiliano. Los hombres nos quedamos en el salón. Se bajaron los cierres metálicos y unas cuantas mujeres chillaron, asustadas por el estrépito. Después todos nos calmamos y comenzamos a hablar en voz baja, sin dejar de escuchar todos los ruidos de fuera. El ronroneo de los aviones se oía muy alto, yendo y viniendo, para volver sobre nuestras cabezas y quedarse allí suspendidos. En la cueva un chiquillo comenzó a llorar, otros le imitaron, algunas mujeres gritaban con rabia histérica. Arriba en el salón, alumbrados con sólo una vela, los hombres nos mirábamos.

Dejó de oírse el zumbido de los aviones por un largo rato. Alguien levantó el cierre metálico y nos volcamos en la calle. Todo estaba muy quieto, la noche oscura, tachonada de estrellas. Las gentes se marcharon a sus casas, a convencerse de que nada había pasado, pero pronto comenzaron a volver los hombres. Nadie tenía ganas de dormir. Después las mujeres comenzaron a bajar detrás de los maridos, los chicos con ellas; los chicos —decían— tienen miedo de que vuelvan los aviones. Al amanecer la calle estaba llena de gentes y las casas vacías. Algunos recién venidos trajeron noticias de otros barrios de la ciudad: en Cuatro Caminos y Tetuán habían caído unas bombas y había muchas víctimas. Nosotros no habíamos oído las bombas. Poco después del amanecer, llegaron los milicianos amigos de Manolo. ¿No había dormido? Tampoco ellos.

—¡Hala!, vente. ¡Allí te echas una siesta! —Se marcharon calle abajo cantando la
Internacional
.

Por la tarde trajeron a Manolo muerto. Mientras dormían su siesta en el borde de la carretera, un avión había volado sobre ellos y había dejado caer una bomba cerca del camión. Manolo tenía un agujero diminuto en medio de la frente. No se había despertado; dormía plácidamente, un poco pálido de la noche en vela.

Los fascistas habían entrado en Talavera de la Reina.

Aquella tarde, a las seis, me fui al Ministerio de Estado y don Luis me presentó a mis futuros compañeros de trabajo. Me leí todos los despachos que los periodistas habían mandado el día antes y él me explicó los principios de la censura. Me dio un pase oficial autorizándome a circular libremente por Madrid de día y de noche, y una tarjeta de identidad. A las doce menos cuarto un coche vino a buscarme a casa. Todos los vecinos asistieron a mi marcha.

Me sentía entusiasmado y libre. Durante el día había estado explicando la nueva situación a Aurelia y a María. Me había explicado a mí mismo y a las dos mujeres, una después de otra, que tenía que trabajar de noche y dormir de día. Me sería imposible salir más por las tardes con María. Y no tendría que pelearme más con la oficiosidad pesada de la otra, como me había ocurrido desde que habían empezado los ataques aéreos. Al amanecer había discutido mi futuro trabajo con Aurelia, quien había visto inmediatamente la desventaja en que la colocaba la nueva situación y había tratado de convencerme de «no mezclarme en estos líos». Por la tarde había ido a ver a María; estaba enfadada porque no había ido a la oficina durante la mañana y tenía sus dudas sobre el nuevo arreglo, pero lo aceptó con buen espíritu: me separaba más de mi casa, coincidía con su opinión de que una victoria inevitable del Gobierno, y la revolución social que sería su consecuencia inmediata, producirían mi separación final de Aurelia y mi conformidad a vivir juntos. Encontraba natural que yo quisiera tomar una parte activa en la lucha. Su propio hermano menor acababa de incorporarse voluntario a un batallón. Así que mi nuevo puesto le traía nuevas esperanzas. Yo me encerraría en la fortaleza que me iba a proporcionar mi trabajo.

El coche me llevaba a través de calles desiertas, en una oscuridad rayada por líneas de luz filtrándose a través de junturas de vidrieras y cierres de tabernas. Era un Madrid nuevo, escalofriante. En el curso de nuestro corto viaje, cinco veces nos dieron el «¡Alto!» los milicianos, nos cegaron con sus linternas y revisaron nuestros papeles. El pase oficial del Ministerio de Estado no impresionaba a nadie; cuando al fin les mostré el carnet de la UGT, uno de los milicianos dijo:

—¿Por qué no has empezado por enseñar esto, compañero? ¡Ministros! ¿A mí qué... me importan los ministros?

El último control fue a la puerta de la Telefónica. En la calle de Valverde era muy oscuro para ver más que las paredes de cemento prolongándose hacia el cielo. Un guardia de asalto me condujo desde la puerta al cuarto de guardia, donde un teniente examinó los documentos del ministerio; después me pasó al Comité Obrero de la Telefónica.

El comité había establecido un control inmediato a la puerta en el
hall
de entrada: era un pequeño mostrador como un púlpito y, entronizado detrás de él, un hombre rudo, muy moreno, sin afeitar, con el cuello envuelto en un tremendo pañuelo blanco y rojo, atado con un nudo flojo.

—Y tú, ¿qué quieres, compañero? —Echó a un lado, sin mirarlos, los documentos oficiales—. Está bien. Ya los han visto esos que entienden de papelotes. Lo que yo pregunto es, ¿a qué vienes tú aquí?

—Como puedes ver, vengo a censurar los despachos de los periodistas extranjeros.

—Y tú, ¿a qué organización perteneces?

—A la UGT.

—Bueno. Dentro encontrarás uno de los tuyos. Es medio tonto, así que no cuenta. Es entre nosotros como tenemos que arreglar esta cuestión de los extranjeros. Todos ellos son fascistas. Así que ya sabes: el primero que se desmande me lo traes a mí, o simplemente me llamas. Y ándate con pies de plomo cuando se ponen a chapurrear en su lengua. No sé por qué los dejan hablar en su lengua. Si quieren mandar información, que la manden, pero que lo hagan en español, y si quieren, que paguen un traductor nuestro. Y no que lo único que hacen es subir y bajar, metiendo bulla con su inglés o lo que sea y sin que nadie sepa si te están llamando hijo de zorra. Bueno, tu oficina está en el piso quinto y estos dos te van a acompañar.

En el ascensor, una muchacha bonita y alegre nos condujo a los milicianos y a mí hasta el piso quinto. Fuimos a lo largo de un interminable pasillo, lleno de revueltas, con puertas a cada lado, y penetramos en la última de todas. El cuartito estrecho olía a cera como una iglesia, y la oscuridad en que estaba sumergido se atenuaba sólo por un resplandor violeta. Sobre la mesa se destacaba un círculo de luz blanca, cruda. El reflejo violeta y el olor a cera procedían de que la bombilla estaba envuelta en un papel carbón en lugar de la pantalla. El censor de turno, un hombre alto y huesudo, se levantó y me saludó. En el otro extremo del cuarto se movieron dos sombras: el ordenanza y el ciclista; uno, la cara de luna, lisa, de un viejo ayuda de cámara; el otro, la cara flaca y oscura, con ojos vivos, de un limpiabotas.

Me sumergí de lleno en el trabajo y por muchas noches me absorbí completamente en él. La organización era sencilla: los periodistas tenían su propia sala de trabajo en el piso cuarto, escribían sus informaciones en duplicado y las sometían al censor. Una copia se devolvía al corresponsal, sellada y visada, y la otra se mandaba a la sala de conferencias, con el ordenanza. Cuando se establecía la comunicación telefónica con París o Londres, el corresponsal leía en alta voz su despacho, mientras otro censor sentado a su lado escuchaba y, a la vez, a través de micrófonos, oía la conversación accidental que pudiera cruzarse. Un conmutador le permitía cortar instantáneamente la conferencia. Si el periodista quería transmitir su información por telégrafo o radio, nuestro ciclista llevaba la copia censurada a las oficinas de la Transradio.

Las grandes agencias americanas y Havas tenían grupos de corresponsales que trabajaban por relevos y producían despachos cortos, lo que ellos llamaban
snaps
, en un chorro continuo. Los periódicos más importantes de Inglaterra y América tenían corresponsales especiales. La mayoría de los periodistas hablaban inglés, pero había un número de ellos franceses y latinoamericanos.

El trabajo de mi compañero y el mío era entendérnoslas con todos ellos. Él conocía el inglés coloquial, en cambio yo conocía mucho más inglés técnico y literario que él. Su francés era muy escaso,el mío mejor. Pero ni él ni yo habíamos trabajado nunca con periodistas. Nuestras órdenes eran más que simples: ¡teníamos que suprimir todo lo que no indicara una victoria del Gobierno republicano!

Los corresponsales se peleaban contra esta ley con toda su energía, su inteligencia y su técnica. Perea y yo acumulábamos nuestros conocimientos, llamábamos a menudo a uno de los censores de conferencias que había vivido muchos años en los Estados Unidos, consultábamos los diccionarios buscando doble sentido a algunas frases, y al final cortábamos todo lo que nos resultaba dudoso. Al principio pensé que pronto tendría una visión clara del trabajo y podría convertirlo en algo positivo. Pero ocurrió todo lo contrario. Conforme transcurría el otoño, las fuerzas republicanas sufrían derrotas tras derrotas y los periodistas realizaban los máximos esfuerzos para pasar sus informaciones: los franceses usaban libremente argot; americanos e ingleses,
slang
, trataban de sorprender al censor de conferencias y mezclar insinuaciones repentinas en sus conversaciones y saludos con los editores, al otro lado del hilo, o trataban de intercalar rápidamente palabras sueltas en sus textos.

En septiembre, la batalla más importante se libró por la conquista del Alcázar de Toledo. La columna del coronel Yagüe avanzaba por el valle del Tajo y se acercaba a Toledo. Las fuerzas del Gobierno trataban de tomar la fortaleza antes de que la columna de socorro llegara. Parte del Alcázar había sido volado, pero los defensores se mantenían en las ruinas y las defensas construidas en las rocas. El 20 de septiembre —y recuerdo la fecha por ser la de mi nacimiento— se mandaron a Toledo tanques de la distribución de gasolina a los garajes y se inundaron las cuevas del Alcázar con petróleo, prendiéndole fuego después. El intento fracasó. El mismo día una columna de voluntarios, bien equipada, llegó de Barcelona y desfiló por las calles de Madrid aclamada por la multitud: los hombres venían a enfrentarse con la columna de Yagüe.

Al mismo tiempo, el Gobierno trataba de suprimir los tribunales terroristas, creando una nueva forma, legalizada, de tribunales populares, en los cuales un miembro del cuerpo jurídico actuaría como juez, y delegados de las milicias como asesores: se autorizaba a las milicias de vigilancia a investigar y detener fascistas, pero únicamente a las debidamente autorizadas, para eliminar así el terror de la caza del hombre. Pero la ola de miedo y odio estaba aún creciendo y el remedio era peor que la enfermedad.

La orden oficial para la censura fue: dejar pasar únicamente las informaciones en las que apareciera que el Alcázar estaba a punto de rendirse, la columna de Yagüe detenida en su avance, y los tribunales populares un dechado de justicia. Me sentí convencido de que la política que se seguía con la censura y las noticias oficiales era estúpida. Pero cuando me enfrenté con los periodistas, me encorajinó la seguridad cínica con que daban nuestra derrota por cierta y trataban de infiltrar sensaciones en sus despachos; como consecuencia, me dediqué a cumplir las órdenes oficiales con una furia salvaje, como si, suprimiendo frases aquí o allá, estuviera suprimiendo un hecho real cuya idea me era odiosa.

Cuando iba por las tardes al Ministerio de Estado para recibir mis órdenes para la noche, tenía generalmente un rato de charla con don Luis, que parecía haberme tomado afecto. Me solía contar historias de cómo los «extremistas» le habían amenazado en diversas ocasiones por haber dejado pasar una noticia desfavorable, o cómo se le había mezclado en conflictos porque un corresponsal había mandado información a través de la valija diplomática de su embajada. Todos tenían sospechas de él, y tenía miedo de que un día le cogieran y le dieran el paseo. Estaba en buenas relaciones con los comunistas —al fin y al cabo, yo estaba allí porque ellos me habían recomendado— y don Julio, el ministro, que era quien le apoyaba, estaba también protegido por ellos. Pero los anarquistas...

Solía terminar cada una de sus peroraciones abriendo el cajón de su mesa y mostrándome una pistola:

—Pero antes de que me cojan, me cargo a uno de ellos ¡por lo menos! Bueno, de todas maneras, usted tenga mucho cuidado y no deje pasar nada, y sobre todo, tenga usted mucho cuidado con su compañero que es flojo, ¡muy flojo!

En la última semana de septiembre, Fausto, el inventor de la granada de mano, vino un día a sacarme de mi sueño diurno. Tenía una orden del Ministerio de la Guerra para recoger las granadas almacenadas en la Fábrica de Armas de Toledo, pero no tenía medios de transporte. Los cientos de coches y camiones que circulaban por Madrid, sin finalidad alguna, estaban en las manos de los milicianos, y el ministerio no podía hacer nada sobre ellos. Cada grupo de milicias estaba dispuesto a recoger granadas para su propia unidad, pero no para el Ministerio de la Guerra.

—Si Prieto se entera de ello, las bombas se recogen —dije yo.

—Sí. Pero la cuestión es cómo llegar a Prieto antes de que los fascistas lleguen a Toledo. De todas maneras, yo me voy ahora allí a ver qué puedo hacer y, si quieres, vente conmigo.

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