La forja de un rebelde (109 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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El juez aprobó, mientras Manitas murmuraba algo. Para dar tiempo a que trajeran al denunciante, siguieron con los demás prisioneros. Después llegaron dos milicianos conduciendo entre ellos al hombre cuya dirección había dado el detenido. Era joven aún, delgado, con cara cansada, los pies y las manos temblonas. Antonio le puso debajo de los ojos la denuncia:

—Tú has escrito esto, ¿no?

El hombre tartamudeó:

—Sí... sí... Porque yo soy un buen republicano, uno de vosotros... —Se le afirmó un poco la voz——. Y ese hombre es un fascista peligroso, camaradas.

—Oye, tú, aquí no somos camaradas, ni cosa que se lo parezca. A mí me han dado a mamar mejor leche que a ti —gruñó Manitas.

Antonio desdobló el pagaré y preguntó:

—Y este papel aquí, «camarada», ¿nos quieres explicar qué es?

El hombre no pudo responder. Temblaba y le castañeteaban los dientes. Antonio mandó por el prisionero y esperó hasta que los dos estuvieron frente a frente. Entonces dijo:

—Bueno, aquí tienes al que te ha denunciado.

—¿Tú, Juan? ¿Por qué? ¿Qué tienes tú contra mí? Tú tampoco te mezclas en política. Y yo he sido para ti como un padre. Aquí tiene que haber un error, señores... Pero, a ver, déjame ver... pero es tu letra... —De repente gritó, sacudiendo al otro por un brazo—: ¡Contesta!

El denunciante levantó la cara lívida con labios morados que temblaban sin dejarle articular palabra. El otro soltó su brazo y se nos quedó mirando. Nadie dijo una palabra. Entonces se levantó Manitas y dejó caer su mano sobre el hombro del denunciante, que brincó, y dijo:

—Te la has liado, amigo.

—¿Qué van ustedes a hacer con él? ——preguntó el prisionero.

—¿Con éste? Nada, meterle una bala en los sesos, nada más — dijo Manitas—. El cerdo este debe de tener la sangre más negra que la sotana del cura. —Y señaló con un pulgar sucio hacia la sotana de seda colgada detrás de la puerta.

El juez se levantó:

—Bueno, ahora que esto está claro, usted está libre. Éste se queda aquí...

—Pero ustedes no le pueden matar por esto. Después de todo es a mí a quien ha denunciado, y yo le perdono, para que Dios me perdone.

—Esto es cuenta nuestra; no se preocupe.

—No, no. Es cuenta mía. Yo no me puedo marchar de aquí hasta que no me prometan ustedes que no le va a pasar nada.

—Bueno, mira —interrumpió Manitas—, no seas imbécil y lárgate de aquí más que a prisa. Nos has pillado en la hora tonta y no hagas que nos arrepintamos y os demos el paseo a los dos. ¡Eh, vosotros! ¡Llevaros a éste y encerrarle abajo!

Los dos milicianos se llevaron al denunciante, pero el hombre a quien había denunciado se negaba a marcharse. Imploró y suplicó ante el tribunal y al final se dejó caer de rodillas sobre la alfombra:

—Lo pido, caballeros, por sus propias madres, por sus hijos, ¡por lo que más quieran en el mundo! Me remordería la conciencia toda mi vida.

—Este fulano debe ir al teatro más a menudo de lo que conviene —chilló Manitas y le cogió de un codo, levantándole sin ningún esfuerzo—: ¡Hala!, arrea y vete a casa y si quieres te vas a rezar paternosters pero déjanos en paz. ¡Se acabó!

Me asomé al balcón y vi al hombre tomar la calle arriba tambaleándose. Varias personas de las casas vecinas se quedaron mirándole; después miraban la puerta de la rectoría y cuchicheaban entre ellas. Una mujer ya vieja le gritó:

—Te has salvado por un pelo, ¿eh?

El hombre la miró vacilante, en verdad, como un borracho.

El sexto prisionero era un comerciante de carbones domiciliado en la misma calle. Un hombre primitivo con una fuerza física tremenda y con una cara brutal, congestionada. El juez le gritó:

—Con que tú has estado pagando dinero a Gil Robles, a la CEDA, ¿eh?

—¿Quién, yo? —El carbonero abrió sus ojos enlegañados—. ¡Anda!, ¿para eso me habéis traído aquí? Yo no tengo nada que ver con ese granuja. A mí me han metido aquí porque alguno me quiere mal, pero yo no tengo nada que ver con esos piojosos. Yo soy un republicano viejo, por estas cruces —y estampó un beso sonoro sobre los dos pulgares cruzados. El juez puso un recibo sobre la mesa:

—Entonces esto, ¿qué es?

El carbonero cogió el papel entre sus dedazos y comenzó a deletrear trabajosamente:

—«Confederación Española de Derechas Autónomas. CEDA.» ¿Qué diablos es esto? «Diez pesetas.» —Se nos quedó mirando idiotamente con la boca abierta—. Pues no sé qué decir. Resulta que los he gastado. Pero para decir verdad, pues, un pobre fulano como yo, no sabe mucho de libros y esas cosas y, pues, cuando he visto esos sellos y lo de «Confederación», pues me he dicho: «El seguro». Y ahora resulta que estos ladrones me han sacado dos duros del bolsillo, y encima me han metido en todo este lío.

—Tú te das cuenta de que te podemos dar el paseo por dar dinero a la CEDA.

—¡Anda, Dios! Pero ¿cuántas veces os voy a decir la misma cosa? ¡Vosotros estáis peor de la cabeza!

El Manitas le dio un medio en un costado que le hizo volverse y encararse furioso con él:

—Tú, mírame a los ojos y contesta: ¿sabías o no sabías que ese dinero era para la CEDA?

—Otra vez. Pero ¿cómo lo voy a repetir? Si os lo digo yo, es como el Evangelio. Me han robado esos dos duros, tan seguro como mi nombre es Pedro. ¡Y así permita Dios se lo gasten en médico y botica!

—Tú hablas mucho de Dios —gruñó el Manitas.

—Según se tercia, muchacho. Es bueno tenerle a mano, unas veces para decirle algo feo y otras veces por si ayuda un poco.

Cuando le dijeron al carbonero que estaba libre, replicó:

—Bueno, eso ya lo sabía yo. La parienta se quedó llorando como una Magdalena cuando me echasteis mano, pero yo le dije que no se apurara, que a mí no me ibais a dar el paseo. Todo el barrio me conoce hace veinte años y ninguno os va a decir que me ha visto rozarme con los curas. Y fui el primero que votó por la República. Bueno, chicos, no os apuréis, todos metemos la pata de vez en cuando. ¡Hala, veniros conmigo y bebemos un vaso abajo!

Le oímos bajar, haciendo crujir la escalera bajo sus zapatones.

—Esto es todo por hoy —dijo el juez.

—Hoy me la habéis jugado de puño. De seis, se han escapado dos. Pero al menos nos ha quedado el soplón ese. Esta noche le voy a arreglar yo las cuentas —dijo el Manitas.

Antonio y yo bajamos a la nave de la iglesia, una gran nave de piedra que nos envolvió en frescura. La luz formaba charcos de sombra oscura y destellos de colores sobre las baldosas. Alguien estaba cantando flamenco en lo alto, hundido en la oscuridad; se oía el tintinear del metal. Un miliciano encaramado en el altar mayor iba recogiendo candelabros y echándolos a otro miliciano situado al pie del altar; éste los dejaba caer en un montón informe de ornamentos de metal.

—Esto es para hacer cartuchos —me dijo Antonio.

La madera de los altares estaba desnuda y los altares aparecían descarnados. Las imágenes mutiladas, tiradas por tierra, habían perdido su respetabilidad. Viejas estatuas de madera, apolilladas, mostraban caras desnarigadas. De algunos trajes de colorines surgía la estopa impregnada de escayola. De la barandilla dorada frente al altar mayor pendía un cepillo de limosnas, la tapa cerrada por un grueso candado, la caja deshecha a martillazos. Un Niño Jesús se erguía sobre uno de los últimos escalones del altar, pero el Niño no era más de una bola azul celeste con un par de pies diminutos encima que se prolongaban en dos palos desnudos, para sostener una cabeza de chiquillo rubio, hecha en cartón piedra, los ojos de cristal azules. De otro palo, unido al primero, surgía una manita regordeta y rosada, el pulgar doblado sobre la palma, los otros cuatro dedos elevados en signo de bendición. La túnica había desaparecido, pero alguien había colgado en el armazón de palo una vieja gabardina y había convertido la imagen en un espantapájaros, con la rubia cabeza infantil caída a un lado, sonriendo bobamente.

—Ponle un cigarrillo en la boca, para que parezca un buen proletario —dijo el miliciano que estaba al pie del altar—. ¡Imagínate las perras que les han sacado a las beatas, con la ayuda del angelito! Pero si una de ellas le hubiera levantado las faldas y se hubiera encontrado los palos de escoba se hubiera desmayado. ¿No te parece?

Pensé en toda la escenografía de la iglesia de San Martín, como yo la había visto cuando niño: la imagen del santo sacada de su nicho en la víspera de su festividad; el paisaje rural del fondo con su cerco de bombillas, sostenido contra tablas y cajas de pescado vacías prestadas por el pescadero de la calle de la Luna; el cura renegando del olor de pescado, mientras las beatas de turno cubrían estas cajas con trapos y sábanas en la sacristía; la gran cortina carmesí, ribeteada de cordones dorados, elevada de una cuerda sobre el altar mayor y disimulando cuidadosamente en sus pliegues dos agujeros que los ratones habían roído en el curso de los años. Y el desmontar de todo el escenario al final de la novena, en una lluvia de polvo y telarañas, mientras el santo reposaba en el suelo como un maniquí desnudo en un escaparate vacío.

Poco a poco iba reconociendo las piezas del escenario en la iglesia saqueada. Allí estaban las escalerillas de pino, apolillado ya, que habían sostenido las velas de los votos. El sagrario abierto con la pintura desconchada como cuarto desalquilado de una casa diminuta. Olía a cera rancia y a madera podrida. El espacio vacío tras la hornacina dorada donde había estado el Niño Jesús, estaba festoneado de telarañas.

Pero por encima de toda aquella chatarra surgían inaccesibles las columnas de piedra sosteniendo las bóvedas inmensas, oscuro todo por el humo y los años. El órgano se elevaba como un castillo a través de la nave y el crucero. Y la última luz de la tarde se filtraba por la cristalería de la linterna allá en lo alto de la cúpula.

Capítulo 10

La amenaza

El batallón La Pluma, el batallón de los chupatintas, estaba organizado; tenía sus oficiales y sus cuadros que absorbían los nuevos reclutas; no tenía aún ni armas ni equipo. Gregorio, uno de mis compañeros de oficina, fue convertido en capitán, principalmente por su experiencia en entendérselas con empleados del ministerio, lo cual le hacía especialmente apto para entendérselas con los oficiales del Ministerio de la Guerra. Allí arriba iba día tras día, para volver siempre con las manos vacías y quejarse de que sólo los anarquistas conseguían sacar armas de los depósitos del ministerio, porque llamaban a los oficiales «fascistas y traidores» y los amenazaban con darles el paseo si no les daban armas.

Mi propio trabajo como organizador e instructor estaba terminado. El par de horas en la oficina se había convertido en una visita de rutina. Odiaba el estar dando vueltas por Madrid sin hacer nada, como otros muchos millares, levantando un puño cerrado cuando pasaba un camión cargado de milicianos gritando «¡Viva tal!» o «¡Muera cual!» con la multitud que saludaba el paso del cadáver de un miliciano caído, envuelto en un paño rojo; y teniendo miedo constante de un error, de una denuncia o de un «paco».

En la taberna de Serafín estábamos un día hablando de un amigo que había caído en el frente de Toledo. Serafín me preguntó si le conocía.

—Desde que yo era así de alto —dije, y levanté la mano estirada para indicar la altura de un muchacho. Dos minutos más tarde entraron dos milicianos armados, seguidos de un hombrecillo que me señaló a ellos. Los milicianos me agarraron de los brazos y dijeron:

—¡Echa p'alante!

Tuve suerte de que estaba rodeado de gentes que me conocían de toda la vida. En el curso de las explicaciones resultó que el hombrecillo me había denunciado por haber hecho el saludo falangista.

Una mañana, Navarro, nuestro dibujante, vino a buscarme con la cara descompuesta. Habían arrestado a sus dos hijos y los habían llevado al Círculo de Bellas Artes; el más joven había vuelto a casa a medianoche, puesto en libertad porque aún no tenía dieciséis años. No sabía nada de lo que hubiera pasado a su hermano mayor. ¿Podía yo hacer algo? Me fui a ver a Fuñi–Fuñi y discutí el caso con él, pero sin ocultarle mi pesimismo, pues el muchacho se había mezclado en las refriegas de la Universidad y probablemente había herido a alguien. Pero al menos podíamos tratar de averiguar qué había sido de él.

Fuñi—Fuñi averiguó lo ocurrido: el estudiante había sido fusilado la noche antes en la Casa de Campo; la familia podía tratar de encontrar y recoger el cadáver, pero lo más fácil era que ya estuviera enterrado en un cementerio cualquiera. Se lo dije al padre. Después no volví a verle en muchos días. Se me ocurrió entrar en la taberna del Portugués y allí estaba Navarro, borracho. Me senté a su mesa y por un largo rato no hablamos. Al fin me miró y dijo:

—¿Qué puedo hacer yo, Barea? Yo no pertenezco a las derechas, como tú sabes. Yo pertenezco a los tuyos. Pero los tuyos me han matado un hijo. ¿Qué puedo hacer yo? —Enterró la cara entre los brazos cruzados y se echó a llorar. Los hombros se le sacudían convulsos, como si alguien le estuviera golpeando en las mandíbulas por debajo del velador. Me levanté despacito y me marché sin que me viera.

Ángel se convirtió en mi guardián:

—Usted es demasiado confiado y le dice a cualquiera lo que le viene a la boca —declaró rotundo—. Mire lo que pasó con Sebastián. Si se le hubiera ocurrido denunciarle a su pandilla, le habrían mandado al otro barrio.

Me acompañaba a la oficina por las mañanas y me esperaba en el portal pacientemente. Cuando encontraba a alguien y entablaba una conversación, desaparecía de mi vista, pero no del alcance de mi voz. Cada vez que trataba de quitármelo de encima replicaba:

—No quiero marcharme. Usted parece mucho un señorito y un día se lo cargan; pero no si está Angelito.

En desesperación me llevé a Ángel conmigo un día que fui a visitar a Antonio para preguntarle si había algo que yo pudiera hacer. En uno de los cuartos del radio había miles de libros tirados por el suelo.

—Los muchachos en la Sierra nos han pedido libros y hemos hecho limpieza en las bibliotecas de algunos fascistas —dijo Antonio.

—Déjame hacerte una selección. No creo que todos estos libros sean buenos para mandarlos a los milicianos del frente.

A nadie parecía preocuparle aquello y me enterré con Ángel en aquella ola de libros. Había algunas raras ediciones y libros de texto que pusimos aparte y que, más tarde, unos fueron salvados y otros útiles. Pero al cabo de una semana los libros estaban clasificados y otra vez estaba sin nada que hacer.

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