Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Cuando tenía veinticuatro años y vi aquel cuarto en el cuartel de la Guardia Civil de Melilla, en el que parecía que los hombres muertos, colgantes sobre el borde de las ventanas o sentados en los rincones, se hubieran salpicado unos a otros con su propia sangre, como los muchachos se salpican de agua en una piscina de verano, vomité. Con el olor de los cadáveres profanados, tirados en los campos, metido eternamente en mi nariz, me quedé sin poder volver a soportar la vista de la carne cruda por tres años. Y ahora todo volvía de golpe.
Escuchaba con el conjunto de mi cuerpo por el silbido de un obús o el zumbido de un avión entre los mil ruidos de la calle; mi cerebro trabajaba febrilmente tratando de eliminar todos los sonidos que no eran hostiles y de analizar todos los que contenían una amenaza. Tenía que luchar incesantemente dentro de mí mismo contra esta obsesión, porque amenazaba cortar el hilo de lo que estuviera haciendo, escuchando o diciendo. Las gentes y las cosas alrededor de mí se borraban y contorsionaban en formas fantasmales, tan pronto como perdían el contacto directo conmigo. Me aterrorizaba estar en una habitación solo y me aterrorizaba estar en la calle entre las gentes. Cuando estaba solo, me sentía como un niño abandonado. Era incapaz de subir solo a nuestro cuarto en el hotel, porque esto suponía tener que cruzar solo la Gran Vía y porque después era incapaz de enfrentarme a solas con el cuarto. Cuando estaba en la habitación, me quedaba mirando la fachada blanca de la Telefónica, con los orificios de sus ventanas cubiertos de ladrillos o enmascarados con cortinas negras y sus docenas de cicatrices de granadas. Lo odiaba y me fascinaba. Pero no podía soportar más el mirar hacia abajo, hacia la calle.
Aquella noche me dio una fiebre alta y, aunque no había comido, vomité jugos amargos en convulsiones espasmódicas. Al día siguiente mi boca se llenaba del líquido agrio al sonido de una motocicleta, de un tranvía, del chillido de un freno, de las sirenas de alarma, del zumbido de los aviones, de la explosión de granadas. Y la ciudad estaba llena de estos ruidos.
Me daba perfecta cuenta de lo que me estaba pasando, y luchaba desesperadamente contra ello: tenía que trabajar y no tenía derecho a mostrar nerviosismo o miedo. Estaban los otros, ante los que yo tenía que mostrarme sereno si quería que ellos estuvieran serenos. Me acogí al pensamiento de que tenía el deber de no mostrar miedo, y de esta manera me encontré obsesionado con otra clase de miedo: el miedo de tener miedo.
Aparte de Ilsa y de mi cuñado Agustín, al cual había incorporado a la oficina como ordenanza en el puesto de Luis, todos sabían tan sólo que no me encontraba bien y que parecía tener un humor especialmente sombrío. El bombardeo era cada vez más continuo.
Los mismos periodistas pedían un traslado de la oficina de censura a un sitio más seguro; a petición suya habíamos instalado teléfonos para las conferencias en el piso bajo del edificio, pero aun así tenían que andar y cruzar constantemente la Gran Vía y esto se había convertido en un peligro innecesario e irrazonable. Ilsa era casi la única persona que defendía nuestra estancia allí: había tomado cariño a los muros de la Telefónica y se sentía una parte integrante de ella. Pero la situación se había hecho imposible de mantener hasta por ella misma.
En el hotel cambiamos nuestro cuarto a la espalda del edificio, donde nuestras ventanas daban a un patio interior, estrecho como una chimenea, que recogía y amplificaba todos los ruidos. Sufría ataques de fiebre y ataques de vómito y ni dormía ni comía. Por un día entero hice la censura en el rincón oscuro del
hall
del hotel, mientras Ilsa la hacía sola en la Telefónica. Fue ella quien obtuvo de Rubio Hidalgo la autorización para cambiar la censura al edificio del Ministerio de Estado. Algunos de los periodistas pedían que el traslado se hiciera a uno de los barrios más quietos y casi totalmente seguros contra el bombardeo, pero esto hubiera tomado mucho tiempo y una complicada instalación de cables. En el Ministerio, el cuarto de prensa y el de censura tenían aún las instalaciones y sus muros eran de gruesa piedra, aunque el edificio estaba dentro del alcance de los cañones y en el borde de su habitual campo de tiro.
La Telefónica había sido tocada por más de ciento veinte granadas, y aunque dentro de sus paredes no había caído ni una sola víctima en todo este tiempo, los periodistas y los censores teníamos el presentimiento de un desastre inevitable.
El primero de mayo, la Oficina de Prensa Extranjera y la censura volvieron al Ministerio de Estado en la plaza de Santa Cruz. Durante algunos días aguardé, sin moverme de mi rincón en el
hall
del hotel, que la mudanza quedara terminada, luchando contra mí mismo y perdido dentro de mí. Por entonces ignoraba que Ilsa cruzaba la calle bombardeada y trabajaba durante ocho días en el piso cuarto de la Telefónica, con la convicción absoluta de que estaba condenada a ser matada allí. Y en mi ignorancia y mi egoísmo, la dejé incluso que fuera ella quien coleccionara todos los documentos importantes y los llevara al ministerio, ayudada por Agustín.
El día después de haber dejado definitivamente la Telefónica, un obús penetró por una de las ventanas de la desierta oficina y explotó sobre la mesa central. Unos pocos minutos después de las cinco. Todas las tardes, a las cinco en punto, Ilsa se había hecho cargo del servicio y se había sentado a esa misma mesa a trabajar.
El Ministerio de Estado está construido alrededor de dos grandes patios enlosados y techados con cristales, y separados uno de otro por la monumental escalera de piedra que conduce a los pisos superiores, arrancando de la triple entrada del edificio.
Dos amplias galerías abovedadas, una sobre otra, flanquean ambos patios. La galería superior tiene el piso de madera encerada y su barandilla es dorada; la galería al nivel de la calle es de pura piedra, y su piso, de grandes losas que resuenan sobre el hueco de los sótanos inmensos. Nuestras oficinas se abrían a esta galería. El edificio en su conjunto es de piedra y ladrillo con paredes enormes. Dos torres, con tejados de pizarra cerrándose en agudos prismas, lo coronan. Es una isla entre calles viejas y silenciosas, cerca de la plaza Mayor, la de los autos de fe y de las viejas corridas de toros, y cerca también de la ruidosa Puerta del Sol. Debajo del edificio se abre un laberinto de sótanos y pasillos abovedados que datan de viejos tiempos.
El ministerio está lleno de dignidad, como un viejo diplomático, frío e indiferente, con sus piedras que parecen sudar en los días de lluvia y sus pesadas rejas de hierro cerrando sus ventanas. Sus sótanos fueron en un tiempo las prisiones de la cárcel de la Corte. El centro de los patios y los huecos de sus pilares están llenos de esculturas ramplonas, justificación de las pensiones que el Estado pagaba a artistas bien recomendados para que fueran a estudiar a Roma. El efecto es incongruente y estúpido.
Ilsa y yo nos instalamos en uno de los cuartos pequeños. La censura se estableció en su antiguo sitio y la oficina de Rubio Hidalgo se abría solamente en ocasiones solemnes. Olía a moho. Para evitar a los periodistas el riesgo de los bombardeos a mediodía, organizamos una especie de cantina y comedor; los ordenanzas traían la comida —una pobre comida— del hotel Gran Vía en uno de los coches oficiales. Cuando el bombardeo se corría hacia nosotros y las explosiones resonaban en la plaza Mayor, utilizábamos la bóveda de la escalera a los sótanos, un refugio perfecto con quince pies de piedra y mortero sobre nuestras cabezas.
El ruido y el jaleo de la mudanza me habían arrancado de mi atontamiento. Lejos de la fachada deslumbrante de la Telefónica, uno de los elementos de mi obsesión había desaparecido, pero no habían desaparecido los otros como yo esperaba secretamente que ocurriera. Me encerraba a veces en la librería del ministerio establecida en los sótanos, y escuchaba desde allí el sonido de los tacones de Ilsa en las losas de la galería. Podía obligarla a estar en el edificio, pero no a que estuviera conmigo, porque tenía que realizar el trabajo de dos, ahora que yo no trabajaba. Se divertía zascandileando por el ministerio, contenta porque los periodistas estaban a su gusto y porque la alegraba hacer nuestro cuartito habitable; ella, y el espíritu de Agustín, lleno de un sentido común alegre y constante, me impidieron caer en una melancolía peligrosamente cercana a algo muchísimo peor.
Al cabo de unos pocos días, cuando vi que tampoco podía dormir allí, pedí al médico del ministerio que me reconociera y me diera alguna droga que me ayudara. Me dio una medicina a base de opio. Ilsa pensaba que la mejor cura era batallar mentalmente contra la obsesión y vencerla, pero no entendía que simplemente no pudiese dormir. Aquella noche me metí en la cama temprano, tambaleándome de exhaustación y de falta de sueño, y me tomé la dosis ordenada por el médico.
Me hundía en un pozo profundo. Se disolvían las líneas del cuarto. Agustín no era más que una sombra que se movía entre paredes amarillas sin fin que se perdían a su vez en abismos oscuros. La luz era un resplandor débil que se iba apagando lentamente. Mi cuerpo perdió el sentido de peso y comenzó a flotar. Me hundía en el sueño.
Me invadió un terror infinito. Ahora, en aquel mismo momento, iba a comenzar el bombardeo. Y yo estaría allí atado en la cama, incapaz de moverme, de protegerme. Los otros se irían a los sótanos y me dejarían solo allí. Comencé a luchar desesperadamente. La droga había obrado sobre los nervios motores y no podía moverme. Mi voluntad no quería someterse, no quería dormir ni dejarme que yo durmiera. Dormir era correr peligro de muerte. El cerebro me gritaba órdenes urgentes: «¡Muévete, sal de la cama, chilla!». La droga continuaba su ataque. Me sacudían olas de náuseas profundas dentro de mí, como si las entrañas se hubieran desintegrado de mi cuerpo y se agitaran furiosamente, buscando su liberación con manos, no, con garras y dientes propios.
Alguien estaba hablando encima de mi cabeza, pegado a mí, tratando de explicarme algo, pero yo estaba muy lejos, aunque veía las sombras de sus cabezas enormes inclinadas sobre mí. Me sentía lanzado en abismos sin fin, cayendo en el vacío sin llegar nunca, con una presión horrible en el estómago; y al mismo tiempo tratando de empujar hacia arriba con todo mi cuerpo y resistir la caída y el choque final en el invisible fondo del abismo. Me estaba despedazando; mis miembros se convertían en masas algodonosas y deformes y desaparecían de mi vista, aunque aún seguían estando allí; y yo estaba tratando de recuperar estos brazos y estas piernas, estos pulmones y estas entrañas mías que se estaban disolviendo. Caras fantasmales y manos monstruosas y sombras flotantes se apoderaban de mí, me levantaban y me dejaban caer, me llevaban más y más lejos. Y yo sabía que en aquel mismo momento iban a comenzar las explosiones. Me sentía muriéndome de desintegración de mi cuerpo, con sólo un cerebro inmenso dejado a solas que acumulara todas sus energías contra esta muerte, contra esta disolución del cuerpo a que estaba unido.
Nunca he sabido si aquella noche estuve en el umbral de la muerte o de la locura. Tampoco Ilsa ha sabido nunca si ella me vio marchar inevitablemente hacia uno de los dos fines.
Lentamente mi voluntad iba siendo más fuerte que la droga. Al amanecer estaba completamente despierto, envuelto en sudor frío, mortalmente agotado, pero triunfante y capaz de pensar y moverme. A la caída de la tarde sufrí un nuevo ataque, en el que me revolqué sobre la cama, luchando por retener mis sentidos, mientras Ilsa, que no se atrevía a dejarme solo, contestaba las preguntas de dos visitantes polacos, antipáticos, sentados a la mesa que había en el cuarto. Veía sus caras distorsionadas haciendo muecas y trataba de no llorar. Parece, sin embargo, que lo hice.
La parte peor de mi experiencia, y de todas las fases de la experiencia a que me llevó el choque, fue que todo el tiempo me daba perfecta cuenta del proceso y de su mecanismo. Sabía que estaba enfermo y lo que tengo que llamar anormal: mi «yo» estaba luchando contra un segundo yo, rechazando el rendirse a él, dudando a cada momento de tener la energía necesaria para vencer; y prolongando así la batalla, dudaba si el otro yo que producía este miedo abyecto de destrucción no tenía realmente razón. Para poder vivir entre los otros, tenía que suprimir esta duda.
Cuando me levanté y reanudé el trabajo, me sentí completamente aparte de los demás, que a mí me parecían anormales por su incapacidad de compartir mis propias angustias. No podía librarme de la introspección, porque estaba obligado a mantener un control consciente sobre mí mismo, y esta autoobservación constante me hacía observar a los demás desde un nuevo ángulo.
Perdí mi interés en el trabajo de la oficina que los otros seguían en las líneas marcadas, manteniendo una resistencia pasiva y creciente contra los dictados de la oficina de Valencia. Lo que ocupaba toda mi imaginación era el entender los impulsos que movían en nuestra guerra a otras gentes y entender el curso de la guerra en sí.
Me parecía a mí que a cada individuo le impulsaban a la lucha cosas pequeñas impensadas e irrazonables, cosas que respondían sólo a emociones hondas e indefinidas. Una partícula de materia gris palpitante había puesto en movimiento dentro de mí una cadena de pensamientos y emociones ocultos. ¿Qué era lo que animaba a los otros? No lo que decían en palabras ordenadas y escogidas, sino lo otro.
Unos pocos días después de haberme recobrado de mi pesadilla, escribí mi primer cuento sobre un miliciano en una trinchera que estaba allí porque los fascistas habían destruido la máquina de coser de su mujer, porque aquél era su puesto y, finalmente, porque una bala perdida había aplastado una mosca que a él le gustaba observar en un trocito de parapeto alumbrado de sol. Se lo di a Ilsa y vi que la emocionaba. Si hubiera dicho que no era bueno, creo que nunca hubiera intentado volver a escribir, porque hubiera significado que no era capaz de tocar las fuentes escondidas de las cosas. Pero esto fue sólo un ligero consuelo. No podía desprenderme de la visión de la guerra que había surgido de mi estupor. Nuestra guerra había sido provocada por un grupo de generales que, a su vez, estaban manejados por los sectores de las derechas españolas más fanáticamente determinados a luchar contra cualquier desarrollo del país que fuera una amenaza para su casta. Pero los rebeldes habían cometido el error de recurrir a ayudas exteriores y convertir una guerra civil en una escaramuza internacional. España, su pueblo y su Gobierno, no existían más en una forma definida; eran el objeto de un experimento en el cual los países partidarios de un fascismo internacional y los países partidarios de socialismo o comunismo tomaban parte activa, mientras los demás países nos contemplaban como espectadores vitalmente interesados. Lo que estaba ocurriendo era un claro preludio del rumbo futuro de Europa y posiblemente del mundo.