La forja de un rebelde (132 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Aunque absolutamente escépticos, acordaron seguir trabajando. Estaban demasiado enamorados de su estación para abandonarla.

Y entonces, por pura casualidad, resolví el problema del pago de los locutores: Carreño España y yo nos encontramos un día, inesperadamente, en el despacho del general Miaja, y el general nos presentó el uno al otro. Cogí la ocasión por los pelos:

—Me alegro mucho de saber que al fin y al cabo es usted una persona real.

—¿Qué quieres decir con eso? —gruñó Miaja. Don José preguntó lo mismo en muy repulidas palabras.

—Porque cuando se le escriben a usted comunicaciones oficiales, no se digna ni contestar.

Salió a relucir toda la historia y los tres acordamos que todo había sido un error de la oficina. El delegado en Madrid del Ministerio de Propaganda declaró pomposamente que serían honrados todos los compromisos contraídos, y yo me encontré satisfecho y con un nuevo «amigo» en los círculos oficiales.

Durante aquellas semanas el frente de Madrid carecía de interés militar. Hemingway tenía que encontrar material para sus artículos recurriendo a investigar las reacciones de sus amigos en el mundo de los toreros y manteniéndose en contacto con la colonia rusa del hotel Gaylord. Cuando charlábamos en el patio del ministerio rodeados de las académicas esculturas, que le proporcionaban material inagotable para sus chistes, podía apreciar qué cerca estaba de entender las bromas de doble sentido en el idioma castellano, y qué lejos —a pesar de su innegable deseo de lograrlo— de conseguir hablar con nosotros de hombre a hombre. Delmer (que estaba profundamente disgustado con nosotros porque no habíamos conseguido, ni de Valencia ni de Carreño España, que se le autorizara a usar su cámara fotográfica) y Herbert Matthews se marcharon de visita al frente de Aragón y volvieron asqueados del sector que cubrían las unidades del POUM. Muchos de los corresponsales continuaban en Madrid, porque en su opinión más tarde o más temprano iba a pasar algo. Pero lo que pasó fue que se hundió el frente del norte.

Nos habíamos vuelto egocéntricos en Madrid: pensábamos que la retaguardia —«la retaguardia podrida»— de Valencia y Barcelona pertenecía a otro mundo que ni aun nos molestábamos en tratar de entender. Pero Bilbao estaba luchando, Asturias estaba luchando, y éstos sí nos parecía que eran como iguales a nosotros. Y Bilbao cayó.

La primera noticia la tuve a través de los periodistas, cuyos editores en París y Londres les pedían información sobre las reacciones de Madrid a las noticias que se acababan de radiar por el otro lado. No sabíamos nada oficialmente. Había rumores, sí, pero teníamos orden estricta de no publicar nada con excepción de los comunicados oficiales; hasta ahora ninguno de ellos hablaba de la caída de Bilbao, sino al contrario, de su victoriosa defensa. Éste era el último comunicado que teníamos aquel mismo día, aunque esto fuera humillante y estúpido. Me fui a ver a Miaja y le expuse mi opinión de que aquel comunicado no podía darse y que en la emisión de la noche a América teníamos que enfrentarnos con el hecho de la caída de Bilbao y no contar una victoria que nos ponía en ridículo; y si no decíamos nada, el silencio sería aún peor, y dañaría muchísimo más la categoría moral en que se nos tenía que la caída de Bilbao en sí misma. Miaja estaba de acuerdo conmigo, pero se negaba a tomar una decisión. Las órdenes tenían que venir de Valencia, él no podía asumir la responsabilidad; y además él no sabía cómo dar la noticia porque él no podía dar un parte oficial. Le propuse que me dejara escribir una charla sobre el tema y someterla a su aprobación antes de radiarla.

—No sé cómo diablos te las vas a arreglar para que no nos perjudique —dijo Miaja—, pero escribe lo que quieras. Siempre tengo tiempo de romperlo y dejar a Valencia que se las arregle como pueda.

Escribí una charla. Como vehículo de la noticia, la hice como dirigida a un famoso capitán de barco inglés que había roto el bloqueo de Bilbao para llevar socorros a la ciudad y que todo el mundo conocía como Potato Jones. Le contaba que Bilbao había caído, le explicaba lo que esto significaba para España, nuestra España, y lo que significaría cuando la reconquistáramos; le contaba que nosotros estábamos luchando y que no nos quedaba tiempo para llorar por Bilbao. Miaja leyó aquello, dio un puñetazo en la mesa y me ordenó que radiara la charla. Llamó al editor del único periódico que se publicaba en Madrid al día siguiente, por ser lunes, y le ordenó que imprimiera el texto. Y así, de esta forma, fue como Madrid se enteró de la caída de Bilbao.

Fue la primera vez que hablé por un micrófono. En el cuartito estrecho que se había convertido en estudio se apiñaba el personal de la estación y la guardia del edificio, y pude ver que los había emocionado. Yo mismo tenía un nudo en mi garganta y el sentimiento de que se había confiado en mis manos una fuerza inmensa. Dije al Comité Obrero que cada día daría una charla después de las noticias para América Latina a las dos y cuarto de la noche. El locutor me había anunciado como introducción a la charla como Una Voz Incógnita de Madrid y esto es lo que quería seguir siendo; aquél sería mi nombre en la radio.

Tenía ahora el día lleno con doble trabajo, ya que tenía que consultar todo lo que se daba en Madrid por la radio. Hacía el trabajo mecánicamente, escuchando siempre las explosiones de las granadas. Cuando arreciaba y se aproximaba el bombardeo, bajaba a las bóvedas de la biblioteca y escribía allí. Los nuevos periodistas que iban y venían constantemente, apenas se convertían para mí en personas reales. Sin embargo, recuerdo al joven danés Vindin.

Llegó a Madrid lleno de proyectos, haciendo chistes sobre su propio padre, un periodista también, que había huido de Madrid durante los bombardeos aéreos de noviembre; él no tenía miedo a las bombas. Se me presentó una mañana temprano, tembloroso y mentalmente destruido, después de haber visto a un muchachito ser destrozado por un obús en la Gran Vía. Quería un refugio seguro, quería volver a Valencia inmediatamente... Le conté mi experiencia, para darle ánimo con un sentido de camaradería en nuestra desgracia y conseguí calmarle. Pero el hombre no estaba de suerte. Aquella tarde se lo llevaron algunos periodistas a recorrer Madrid, con el único resultado de verse metido en el centro de una disputa a tiros, en un famoso bar de Madrid; y al huir de ello, poner los pies en la calle en el preciso momento en que uno de los coches fantasmas de la quinta columna pasaba con un tableteo de ametralladoras. Tuve que devolverle a toda prisa a Valencia.

Recuerdo también al comunista alemán George Gordon, martirizado e inutilizado en cuerpo y espíritu por los nazis; trabajaba en la agencia España y pronto comenzó a exigir gente con una disciplina política más estricta que nos sustituyeran a Ilsa y a mí; la razón era que nos negábamos a concederle privilegios de prioridad en las noticias y no escuchábamos sus consejos de cómo debíamos tratar a los periodistas de «la prensa burguesa». Yo le encontraba un tipo pegajoso, con una lengua viperina, una mirada huidiza, movimientos amanerados y carencia de interés o calor humano. No le concedí mucha importancia, pero en esto me equivoqué. De todas formas, cada día me apartaba más de él y del círculo de obreros extranjeros pertenecientes al Partido que se agrupaban a su alrededor, y me inclinaba más y más a la compañía de gentes que sabía eran genuinas.

Torres, el muchacho impresor que había fundado conmigo el Comité del Frente Popular en el ministerio, recurrió a nosotros con sus dificultades. Le habían hecho secretario de la célula comunista, pero él sabía su ignorancia y su incapacidad y por ello venía a Ilsa a que le resolviera sus problemas. Ilsa, después de recordarle que ella no pertenecía al Partido y que además no era persona grata para él, comenzaba a explicarle lo que en su opinión debería hacer y cuál debía ser la línea del Partido. A Torres nunca le pareció extraño ser guiado por ella, en tanto que esta ayuda facilitaba su trabajo, y nunca admitió que estaba obrando en contra de la disciplina del Partido. Pero a mí me vino con otros problemas:

Estaba casado. Él no tenía el coraje de romper su matrimonio como yo lo había hecho, aunque era infeliz y estaba enamorado de otra mujer. Yo le daba envidia. Quería hablar conmigo de estos grandes problemas de la relación entre hombres y mujeres. Venía a contarme también sus miedos de los miembros de la quinta columna que él creía existían entre los empleados del ministerio. Tuve que llevarle la contraria. En el edificio no había quedado nada que fuera de interés para el enemigo, y las gentes de quien él sospechaba eran un puñado de viejos empleados llenos de miedo, sirvientes fieles de la vieja casta, tales como el portero mayor Faustino, que me honraba con su reverencia mejor y con una mirada llena de bilis pero era incapaz de tomar parte activa, y menos tan peligrosa, en la contienda. Un día Torres llegó muy excitado y estalló:

—Eh, para que te fíes y hables tanto de los viejos chupatintas llenos de miedo... En San Francisco el Grande, los guardias de asalto han cogido a uno que estaba mandando mensajes por heliógrafo a los rebeldes en la Casa de Campo, dando tironcitos a la cuerda de una persiana y diciéndoles los movimientos de nuestras fuerzas. ¡Y si vieras al tipo! Un murciélago asustado lleno de verrugas. Y, ¿sabes?, lo peor de todo es que el tesoro de arte de San Francisco está bajo nuestra custodia —yo soy uno de los del Comité de Control—, y habíamos creído que podíamos confiar, como tú dices, en estos viejos beatos que toda su vida se la han pasado mirando y cuidando de ello. No, no podemos confiarnos en nadie que no sea de los nuestros.

Me dio la lata para que fuera con él y viera los tesoros de artesanía del viejo monasterio que desde hacía medio siglo era un monumento nacional. Era su responsabilidad ante el pueblo, y esta responsabilidad y el sentimiento de que era algo suyo pesaba sobre él. Pero su problema inmediato era saber qué pensaba yo de ello. ¿Era verdad que aquello era arte?

Había comenzado a salir de nuevo a la calle, amaestrándome en el arte de comportarme como los demás. Por la noche tenía que hablar al mundo exterior como La Voz de Madrid, y para ello tenía que ser uno de tantos en Madrid. Con Ilsa, me quedaba grandes ratos en la taberna de Serafín escuchando sus historias del barrio. Me llevó a la cueva del prestamista, donde él y sus amigos y familia dormían en los anaqueles enormes y vacíos donde en tiempos se acumulaban los colchones empeñados, para dormir sin miedo a las granadas. Había hecho un agujero a la cueva de la tienda vecina que estaba vacía y aquello era el dormitorio de las mujeres, que dormían en catres de tijera. Serafín tenía un chichón en la frente que nunca disminuía de tamaño ni de color y que era la fuente de bromas inagotables: cada vez que en sueños brincaba por una explosión en la calle, se golpeaba con la cabeza contra el anaquel, y cada vez que saltaba de su cama para ir a la calle a ayudar en las ruinas dejadas por una bomba, se daba un segundo trastazo. Su miedo y su valentía, juntos, le mantenían el chichón floreciente.

Conté esta historia en la radio, igual que conté la historia de los barrenderos que al salir el sol lavaban las manchas de sangre; la de los conductores de tranvías que hacían sonar sus campanas nerviosamente pero seguían entre las bombas; la de la muchacha del cuadro de la Telefónica llorando de miedo hasta que sus narices y sus ojos eran morcillas, pero manteniéndose en su sitio mientras los cristales de las ventanas saltaban a su alrededor en pedazos por las explosiones; la de las viejas mujerucas, sentadas, cosiendo a la puerta de sus casas en un pueblo del frente donde me había llevado Pietro Nenni en su coche; la de los chiquillos peleándose por recoger las espoletas aún ardiendo en la calleja detrás del ministerio y jugándoselas después con una baraja diminuta. Creía y creo que todas aquellas historias que yo conté al final de cada día, eran historias de un pueblo viviendo en aquella mezcla de miedo y valor que llenaba las calles y las trincheras de Madrid. Compartía todos sus miedos, y su valor me servía de alivio. Tenía que vocearlo.

Para que pudiera ir cada noche a la estación de radio, Miaja había puesto a la disposición mía y de Ilsa un coche —uno de los pequeños Balillas incautados en Guadalajara— y un chófer. Después de la una, cuando la censura estaba ya cerrada, nos recogía y nos llevaba a través de calles estrechas donde los centinelas nos pedían santo y seña. La estación estaba en la calle de Alcalá, en el edificio del Fénix, en el que los pisos más altos tenían estudios modernos y bien equipados. Pero los bombardeos habían hecho estas habitaciones inhabitables, y las oficinas y el estudio se habían instalado en los sótanos como Dios había dado a entender:

Se bajaba una escalera estrecha de cemento y se encontraba uno en un pasillo sucio y estrecho, húmedo y empapado de olor de un retrete sin puerta que allí había, con sus cañerías goteando y su cisterna siempre estropeada, los baldosines blancos rotos, y los sanos, llenos de dibujos obscenos. A lo largo del corredor se abrían celdas que en tiempos eran cuartos trasteros de los pisos o depósitos de carbón; cada uno de ellos tenía una reja que se abría al nivel de la acera en la calle de Alcalá. Uno de estos cuartos trasteros se había limpiado y convertido en oficina y el siguiente en estudio, por el simple medio de colgar en las paredes mantas del ejército para aislarlo de los ruidos. Contenía una mesa doble para discos de gramófono, un cuadro de interruptores y un micrófono colgado de cuerdas.

El cuarto convertido en oficina tenía media docena de sillas y dos grandes pupitres de escritorio, viejos y llenos de manchones de tinta e inscripciones a punta de raspador. En medio de la habitación, una estufa redonda de hierro ardía constantemente, aun en pleno verano, porque los sótanos chorreaban humedad. En el resto de los sótanos dormían el portero y su familia, los electricistas, unos cuantos empleados de la compañía Transradio, los milicianos, dos guardias de asalto que constituían la guardia del edificio y una caterva de chiquillos que nadie sabía de dónde habían salido. Los sótanos estaban llenos de vapor de agua, coloreado y espeso con el humo de los cigarrillos. El pasillo, los cuartuchos vacíos y los llenos, todo estaba atiborrado de jergones rellenos de paja de esparto. A veces todo se llenaba de huéspedes desconocidos. Y todos hablaban, chillaban, ahogando los lloros de los chicos y los gritos de sus juegos. Las paredes de cemento estaban en una vibración constante. A veces era necesario cortar la transmisión un momento y mandar a alguien dando gritos a través del corredor, para que, a fuerza de gritar, impusiera silencio.

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