La forja de un rebelde (128 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Una tarde de abril, cuando Ilsa por primera vez había sustituido su cazadora de cuero, tan militar, por una falda y una chaqueta grises, me la llevé de paseo a través de las calles más viejas, más estrechas y más retorcidas y le mostré la Cava Baja, donde esperaba la diligencia para ir a Brunete cuando niño, o el autobús a Noves cuando hombre. Le enseñé rincones típicos y fuentes centenarias escondidas en callejas solitarias y antiguas, cuyas baldosas conocía una a una. Cuando pasábamos por las plazuelas quietas llenas de sol o por los callejones hundidos en sombra, las mujeres se asomaban a las puertas para mirarnos y cuchichearse unas a otras su comentario, que podía adivinar palabra por palabra.

En lo alto de las Vistillas, al lado de un cañón emplazado hacia el frente, nos quedamos contemplando el panorama inmenso, desde el Viaducto, medio destruido a través de la calle de Segovia, hasta las márgenes del río y más allá, hasta los cerros de la Casa de Campo, donde estaba el enemigo. Me veía yo mismo, chiquitín, trotando lado a lado de mi madre, ella subiendo lentamente la cuesta, cargada de la fatiga de un día entero lavando en el río.

Comencé a contarle historias de mi niñez.

Capítulo 6

La lesión

Valencia nos había enviado para que tuviéramos cuidado de ella, y la sirviéramos de guía, una delegación de políticos ingleses, todos ellos mujeres. Venían acompañadas de un guía, Simón, de la agencia España, con su cara de actor viejo y sus maneras de galán de comedia de fin de siglo; pero Valencia se preocupaba mucho de ellas. Había entre ellas tres diputadas de la Cámara de los Comunes, la duquesa de Atholl, Eleanor Rathbone y Ellen Wilkinson; y con ellas Dame Rachel Crowdy, una dama de la alta sociedad interesada en obras de beneficencia. A Ilsa le tomó bastante tiempo y trabajo el meter en mi cabeza sus nombres, sus títulos, sus filiaciones políticas, y sobre todo qué interés tenían en venir a Madrid. La verdad es que no me sentía muy atraído por el flujo incesante de turistas que no cesaban de llegar a Madrid desde que la victoria de Guadalajara había debilitado el cerco, con muy buenas intenciones indudablemente, pero casi siempre egocéntricos. Y al mismo tiempo, día a día aumentaba la presión de la burocracia, que recobraba crecientes sus fueros. Presentía un cambio inminente, y esta moda de las visitas formaban parte de ello.

Dejé al cuidado de Ilsa el contacto personal con las visitantes y planeé una excursión a través de Madrid, en las líneas más obvias: una introducción al general Miaja en las bóvedas de su cueva mohosa; una excursión a través del barrio de obreros de Cuatro Caminos y Tetuán con sus casitas destrozadas, y del barrio de Argüelles con sus ruinas vacías; el domingo por la mañana, asistencia al servicio religioso de la iglesia protestante de Calatrava, con su párroco, un hombre ingenuo y modesto, y su grupo de jóvenes milicianos entonando himnos; una ojeada al frente desde algún sitio relativamente seguro; una recepción oficial dada por Miaja; una visita por la duquesa —sin ninguno de nosotros acompañándola— al bombardeado palacio del duque de Alba, donde podía comprobar y desaprobar las declaraciones hostiles que el Grande de España había hecho a la prensa. El bombardeo de cañón, que en los últimos días se había hecho muy intenso, daría carácter y ruido a la cosa.

Lo primero fue la visita de introducción a Miaja. Las cuatro mujeres esperaron en la antesala muy excitadas, mientras nosotros convencimos al general para que las recibiera. Le gustaba tener una oportunidad de gruñir a las exigencias de la mucha gente que venía a saludarle. Dos veces preguntó a Ilsa quiénes diablos eran aquellas mujeres y dos veces me dijo a mí por qué diablos no le llevaba chicas guapas o al menos gentes sensatas que nos mandaran armas y municiones.

—Si se empeñan en convertirme en una estrella de varíeté, lo menos que podían hacer era traerme regalos, una ametralladora o un avión. Yo les daría mi foto firmada y todo.

Se sometió al fin a regañadientes y escuchó sus discursos cortitos —en los que lo único inteligible para él era lo de «Defensor de Madrid»—, mirándose la punta de la nariz por debajo de las gafas y replicando con gruñidos bruscamente amables. Ilsa traducía con un desparpajo que me hacía sospechar estaba poniendo abundantemente de su propia cosecha.

Al final Miaja gruñó:

—Bueno, dígales que vengan para un té mañana por la tarde, ya que os empeñáis en que son tan importantes. Y que se vayan al diablo. Ah, y dilas que no esperen Bollerías, que estamos en guerra. ¡Salud!

Me sentía casi tan agrio como él. No podía tomar parte en la conversación entre ellas pero me daban tentaciones de preguntarles descaradamente si no podían haber hecho algo sobre la no intervención sin venirse de juerga a Madrid. Por otra parte, me molestaban constantemente las zalemas y gazmoñerías de Simón. Cuando paseábamos por una callejuela de Cuatro Caminos, donde lo único que quedaba de una hilera de casas era el esqueleto roto de sus paredes, una vieja se abalanzó sobre nosotros, dramática de gesto y sobria de palabras, empeñada en mostrarnos dónde había estado su cocina. Simón estaba tan encantado como un guía gitano que ha logrado que un turista inglés crea que se ha enamorado de él una «bailaora». Indudablemente, yo no era justo con todos ellos y lo mejor que podía hacer era proporcionar como contrapunto mi figura de español silencioso y serio.

El cañoneo estaba aumentando en intensidad y las granadas regaban la «Avenida de los Obuses». Cuando regresábamos en los coches, flotaban en el aire vedijas de humo gris en toda la longitud de la calle de Alcalá y las gentes se refugiaban en los portales del así llamado «lado seguro». Metimos a nuestros huéspedes a toda prisa en el hotel Gran Vía.

Quería que las señoras tuvieran el almuerzo con nosotros en nuestro cuarto, en el que se había convertido la antesala en comedor, porque quería evitarlas el recibir una imagen del Madrid que existía en la atmósfera cosmopolita y chillona del comedor general. Pero ellas preferían ver la vida tal como era en el comedor subterráneo y tuve que cambiar los preparativos. Los corresponsales extranjeros se levantaron de la larga mesa en la que se sentaban cada día con sus amigos de las Brigadas y escogieron sus víctimas entre los visitantes: una multitud de soldados, prostitutas y madres ansiosas, que se habían refugiado allí con sus chicos, zascandileaban de un lado a otro, chillando, bromeando, comiendo y bebiendo mientras esperaban que amainara el bombardeo. A través de las claraboyas del sótano llegaban las explosiones y a veces bocanadas de humo acre que eran impotentes para imponerse al ruido y al olor que reinaba en el comedor. Sí, la comida fue un éxito.

Después del café puro llevé el grupo al
hall
de entrada; estábamos citados con el comandante Ortega para ver el frente desde su puesto de observación artillero y nuestros dos coches estaban esperando fuera. En el
hall
había una nube ligera de humo y una multitud aún más apiñada. El gerente del hotel luchaba por llegar hasta mí:

—Don Arturo, venga usted un momento. En su cuarto ha estallado fuego y los bomberos están arriba apagándolo. Debe de haber sido un obús.

Mientras comíamos, había oído la campana de los bomberos, pero no me había preocupado.

Nos abrimos paso a empujones entre los curiosos que obstruían las escaleras y el pasillo. Nuestro cuarto estaba lleno de tizones. En el armario y en una de las paredes, las huellas de las llamas; las sillas tiradas por el suelo. Dos bomberos estaban recogiendo una manga y un tercero arrancaba a tirones una cortina aún humeante.

A simple vista se veía que ninguna granada había caído en el cuarto, pero sobre la mesa reposaba un casco de metralla, grande, cortado en triángulo, que aún estaba caliente, bastante para no poder sostenerlo en la mano. Debía de haber entrado al rojo y, antes de caer, prendido fuego a la cortina. No había pasado más. En una mesita había un plato con dos huevos que estaban intactos. Mis cigarrillos habían desaparecido. El mantel estaba hecho jirones y unos cuantos platos rotos. La mesa debía estar puesta para Ilsa y para mí como todos los días. Los zapatos de Ilsa que estaban bajo la ventana, ocultos por la larga cortina, eran un montón miserable de trozos de cuero retorcidos y chamuscados en postura torturante. En ropas y cojines había manchurrones de hollín y agua sucia. No había sido nada de importancia.

Ilsa se quedó mirando lastimosamente al montón de cadáveres de sus zapatos quejándose de que era un par azul, nuevecito, que le gustaban tanto, y no servía para nada ya. Las inglesas comenzaron a besarla con mucho entusiasmo, porque eran ellas las que le habían salvado la vida con su presencia. ¿No había dicho ella misma que si no hubiera sido por su visita habría estado comiendo en aquella misma mesa cuando el casco de metralla había entrado en la habitación?

Oí a Ilsa replicar que no parecía hubiera sido tan serio, aunque hubiéramos estado allí. Pero las mujeres seguían mostrando su gran preocupación por ella, mientras yo permanecía en silencio. No había sido nada. Los conduje a todos de nuevo al portal del hotel. El portero me dijo que nuestros chóferes estaban esperando con los autos a la vuelta de la esquina en la calle de la Montera, donde era más seguro. Habían hecho bien, desde luego, en no correr un riesgo inútil durante el bombardeo de mediodía.

El sol deslumbraba en la calle y en el aire quieto se elevaban lentamente nubecillas rizadas de humo tenue. Sonaban algunas explosiones sordas a lo lejos en la misma Gran Vía. Me adelanté un poco a las mujeres para buscar los coches. Llegando a la misma esquina me abofeteó una bocanada de humo ácido, ya familiar. Con el rabillo del ojo vi algo extraño y viscoso pegado en el cristal del escaparate de la compañía del Gramófono. Se estaba moviendo. Me acerqué a ver lo que era.

Contra la luna estaba aplastado y aún contrayéndose convulsivo un trozo de materia gris, del tamaño del puño de un niño. A su alrededor, pequeñas gotas temblonas de la misma sustancia habían salpicado el cristal. Un hilillo de sangre acuosa se deslizaba por el cristal abajo, surgiendo de la pella de sesos, con sus venillas rojas y azules, en la que los nervios rotos seguían agitándose como finos látigos.

No sentí más que estupor. Miraba la piltrafa pegada al cristal y contemplaba absorto sus movimientos de autómata. Todavía viva. Una piltrafa de hombre. Una piltrafa de un cerebro humano.

Como un autómata también, cogí el brazo de la vieja dama que iba a mi lado y cuya cara rosada y simple estaba palideciendo, y la forcé a dar unos pasos para ayudarla a escapar de allí. En el empedrado de la esquina había una cicatriz nueva, blanca y gris, donde el obús había roto las piedras. El puesto de la vieja de los periódicos. Me paré. ¿Qué estaba haciendo? Estaba hueco por dentro, vacío, sin sensaciones. No parecía haber ruido alguno de la calle en el vacío que me rodeaba. Me forcé a escuchar. Alguien me estaba llamando. Ilsa se había cogido a mi brazo y estaba diciendo con una voz áspera y urgente:

—Arturo, ven. Sal de ahí. ¡Arturo!

Allí estaban aquellas extranjeras. Sí, teníamos que llevarlas a algún sitio. Ilsa estaba sosteniendo a la más pesada, llena de cabellos grises. El coche estaba justamente delante de mí. Pero mis pies estaban pegados a la tierra y cuando traté de levantarlos me escurrí. Miré hacia abajo, a aquellos pies míos, tan lejanos. Estaban estancados en un charco de sangre medio coagulada que se agarraba desesperadamente a ellos.

Dejé a Ilsa empujarme dentro del coche, pero nunca he sabido quién más iba en él. Creo que una vez froté las suelas de mis zapatos en la alfombra del coche y sé que no dije nada. Tenía el cerebro paralizado. Estúpidamente, miraba a través de la ventanilla del coche y veía edificios y gentes que pasaban. Nos paramos y estábamos a la puerta de un edificio alto de muchos pisos, en uno de los cuales Ortega había montado su observatorio con el telémetro del que estaba tan orgulloso. Él mismo estaba allí para hacer los honores. Sus muchachos me estaban gastando bromas, porque me había convertido en el guía de una duquesa. Todo era normal y era fácil contestar las bromas.

Nos condujeron al último piso. Las anchas ventanas dominaban un gran sector del frente y de la ciudad. Uno después de otro, nuestros huéspedes miraron a través del telémetro y dejaron a Ortega que les mostrara el emplazamiento de los cañones enemigos, las trincheras camufladas, los edificios blancos y rojos de la Ciudad Universitaria, las llamaradas y el humo de una batería disparando, y el sitio donde caían sus granadas. Mientras los llevaban al balcón para explicarles las líneas del frente, me dediqué a mirar por el telémetro.

Estaba enfocado sobre un edificio bajo envuelto en bocanadas de humo blanco. Lo estaban bombardeando y me quedé pensando y tratando de averiguar cuál era el objetivo. Ajusté el telémetro, y en el campo de visión del aparato apareció claramente la capilla del cementerio de San Martín. El mismo sitio donde yo había jugado cientos de veces mientras el tío José estaba allí en sus visitas oficiales. Veía el viejo edificio de ladrillo, los patios, las galerías blancas con sus hileras de nichos. Una de las vedijas de humo se disolvió y vi el orificio que la bala había hecho en la gruesa pared.

Como si hubiera estado mirando en uno de esos globos de cristal mágicos, las imágenes de mi niñez se me aparecían en el marco de los objetivos del telémetro:

El viejo cementerio con sus patios llenos de sol. Las hileras de rosales cuajados de flores. El viejo capellán y el sepulturero con su enjambre de chiquillos, poco más o menos de mi misma edad. El traslado de viejos cuerpos porque el cementerio estaba clausurado. Mi tío José inspeccionando la decoración de la capilla antes del funeral. Los huesos de color gris extendidos cuidadosamente en una sábana tan blanca que parecía azul. Los huesos apolillados e incógnitos echados en las fogaratas de hojas secas de los jardineros, junto con las tablas roídas de los ataúdes destripados. Yo mismo cazando mariposas y lagartijas entre las trepadoras y los cipreses.

—Nos tenemos que marchar —murmuró Ilsa en mi oído.

A través del balcón veía las calles llenas de sol y de gentes, y en los campos abiertos de Amaniel, verdes con el verdor de la hierba de primavera, una mancha oscura, las copas de los cipreses envueltos en otra nube blanca, todo muy lejos, infinitamente pequeño.

Teníamos que ir al té que Miaja daba a las damas inglesas.

El general había invitado a algunas personas del Ministerio de Propaganda para que le ayudaran con las extranjeras. En uno de los grandes sótanos habían preparado una merienda suntuosa. Las paredes estaban húmedas y desconchadas, pero los ordenanzas aparecieron con ramos de flores y sirvieron el exótico té con sonrisas burlonas. Mientras yo mantenía un tiroteo de bromas con los oficiales, Ilsa actuaba como intérprete en la conversación entre el general y la duquesa, suavizando preguntas y respuestas.

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