La forja de un rebelde (123 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Me enteré de que había muerto Louis Delaprée. Durante los últimos días de mi estancia en Madrid había tenido una cuestión seria con su periódico,
Paris—Soir
, porque éste se había negado a publicar una información sobre los bombardeos de Madrid y la matanza de mujeres y niños, con el título, prestado de Zola,
J'accuse
. Cuando yo me había despedido de él, estaba sentado en mi cama de campaña, la cara más pálida que nunca, un tapaboca color ladrillo alrededor del cuello. Me dijo que iba a tener unas palabras serias con sus amigos del Quai d'Orsay sobre la conducta abiertamente fascista del consulado francés: «Odio la política, como usted sabe, pero yo soy un hombre liberal y un humanista».

Se marchó a Francia por avión. Iban con él un corresponsal de la agencia Havas y un delegado de la Cruz Roja Internacional que había estado investigando el asesinato de prisioneros en la cárcel Modelo al principio de los bombardeos de Madrid. No lejos de la ciudad, el aeroplano francés fue atacado y ametrallado por un avión desconocido. Hizo un aterrizaje forzoso. El hombre de Havas perdió una pierna, el delegado de la Cruz Roja resultó ileso, el piloto lleno de cardenales, y Louis Delaprée murió en un hospital de Madrid con una muerte lenta y dolorosa. Se corrían rumores de que el avión atacante era un avión republicano, pero el mismo Delaprée lo negó en sus horas interminables de agonía lúcida. Yo tampoco podía creerlo.

Para atender al entierro, fue por lo que Rubio Hidalgo se había ido a Madrid sin avisar a nadie, con una corona de flores frescas en el coche. Cuando volvió me contaron esto y todas las historias acerca de la situación de Ilsa y de mi destierro inmediato en la censura de correos.

Venían a Valencia los periodistas para un descanso, y sus alabanzas efusivas de Ilsa me asustaron mucho más que los rumores. La veía expuesta a la envidia, enredándose ella misma en una telaraña de reglas burocráticas que no conocía ni podía conocer, lejos de mí, sola.

Comencé a escribirle una carta en francés, en forma de un diario; una cosa rígida y artificial que era más una justificación de mí mismo estúpida. Como había entrado en la censura con la recomendación del Partido Comunista y había tomado las riendas de este servicio el 7 de noviembre con su aprobación, me fui un día a la secretaría general que se había instalado en Valencia y pedí una entrevista con una de las primeras figuras. Me dijo que toda la confusión que existía en la censura tenía que aclararse por el Gobierno, que todos teníamos que soportar y que apoyar la reorganización de la maquinaria del Estado que estaba en marcha, que yo indudablemente tenía razón, pero que debía esperar una decisión oficial. Me resigné a esperar. Todo aquello era muy razonable y yo no era más que un intruso.

Llegó entonces una carta de Ilsa contestando una nota que yo le había enviado pidiéndole que viniera a Valencia. Iba a venir en unos días, después de Navidad, con un permiso corto que le había ofrecido Rubio Hidalgo. Tenía la esperanza de que yo volvería a Madrid con ella. Luis, nuestro ordenanza, me daría más detalles sobre ello, pues le mandaba al día siguiente a Valencia para que pasara unos días con su mujer y su hijita. Fui al ministerio a preguntar si esperaban algún coche de Madrid, pero no había llegado ninguno ni tenían noticias. Volví al atardecer y alguien dijo que había oído de un coche que había sufrido un accidente cerca de Valencia, y que dos periodistas y un ordenanza del ministerio estaban heridos, pero no sabían quiénes eran. Los habían llevado al hospital.

El hospital de Valencia era un edificio enorme de aspecto conventual, con salas abovedadas, paredes de piedra fría, rincones oscuros donde se ocultaba a los moribundos, y una baldosa con el nombre de un santo encima de la puerta de cada sala. El piso, de losas de piedra o de viejas baldosas de barro cocido, resonaba con el pataleo de una multitud habladora y gesticulante; había en el aire un tintineo constante de cristal y loza y el olor del ácido fénico lo impregnaba todo. La guerra había invadido el hospital destruyendo el viejo orden. No había nadie que pudiera oponerse a la voluntad de los visitantes y éstos habían invadido el hospital, se habían instalado en sillas y a los pies de las camas, a veces la familia entera, y hablaban y discutían incansables con enfermos y heridos. Bajo las bóvedas, el zumbido era como el de una colmena gigante.

Las enfermeras y los ordenanzas se habían vuelto groseros y estaban exasperados. Se abrían paso a empujones sin hacer caso a preguntas. Por fin pude encontrar un periodista inglés; no tenía más que unas contusiones y aquella noche iba a dormir al hotel. Me pidió que me ocupara de Susana, que era con quien había venido; ella tenía una brecha en la frente y la habían tenido que coser. Susana me dijo que Luis estaba gravemente herido, pero no podía decirme dónde le habían llevado. Nadie sabía dónde estaba, ni aun si estaba en el hospital. Alguien me guió a uno de los lechos escondidos en los rincones de las bóvedas; el lecho estaba vacío, deshecho y sucio de haber sido recién ocupado. Luis o había muerto o aquello era un error. Me lancé a través de un laberinto de pasillos, en los que estaban las dependencias del hospital, y le encontré, al fin, tendido sobre una camilla a la puerta de la sala de rayos X.

La ternura de su cara fue tan intensa cuando me vio que la emoción se me subió a la garganta. Vi instantáneamente que no tenía salvación. De la comisura de los labios le caía un hilito fino de baba mezclada con sangre, sus encías eran verdosas y parecían haberse contraído dejando los dientes desnudos, la piel era cenicienta y las piernas estaban insensibles y paralizadas. Lo único que vivía eran los ojos, los labios y los dedos. El doctor me dejó entrar con él y en silencio, en lo oscuro, me señaló las sombras que se dibujaban en la pantalla fluorescente: la columna vertebral, rota en su mitad, dos de las vértebras separadas una de otra tres o cuatro centímetros.

Después me senté a la cabecera de su cama. Luis hacía esfuerzos por hablar y por último consiguió decir:

—La carta. En mi chaqueta. —En la guerrera del uniforme que colgaba a los pies de la cama encontré un sobre abultado—. Ahora todo está bien. ¿Sabe usted que me voy a morir? —Se sonrió y la sonrisa se transformó en mueca—. Tiene gracia, yo que tenía tanto miedo de las bombas. ¿Se acuerda usted aquella noche del bombardeo? Quiere uno escaparse de la muerte y se cae de boca en sus brazos. Así es la vida. Lo siento por mi chica, no por mi mujer. — Acentuó el «no»—. Ella se quedará muy contenta y yo también. Deme usted un pitillo, ¿quiere?

Le encendí un cigarrillo y se lo puse entre los labios. De vez en cuando sus dedos se cerraban lentos y torpes alrededor del cigarrillo, lo retiraban de la boca y hablaba:

—Don Arturo, no deje perder esa mujer. Yo tenía razón. Es una gran mujer. ¿Se acuerda usted la noche que llegó a Madrid? Y está enamorada de usted. Hemos hablado, ya sabe hablar español. Bueno, por lo menos, nos hemos entendido los dos muy bien. Ella está enamorada de usted y usted lo está de ella. Lo sé. Hay muchas cosas que ahora las veo claramente: dicen que hasta que uno no está a punto de morirse no se ven. No la pierda, sería un crimen, por ella y por usted. Llegará el 26. Van ustedes a ser muy felices los dos y un día se acordarán del pobre Luis. Tiene usted la carta, ¿no? Es lo que me preocupaba todo el tiempo, que me la quitaran.

La agonía de la peritonitis es horrible. El vientre levanta la sábana hinchándose lenta e inexorablemente. Las entrañas se trituran bajo la tremenda presión y al final surgen expulsadas por la boca, en una masa repugnante de sangre y excremento, llena de burbujas que estallan soltando gas fétido. La mujer de Luis no pudo soportarlo y se marchó. Me quedé solo con él largas horas limpiándole incesantemente los labios. Hasta el último momento, sus ojos estuvieron vivos, llenos de resignación y de cariño. Me dijo adiós, muy bajito, atragantado de espumas.

Ilsa llegó a Valencia el 26 de diciembre. La sección de prensa llenó de flores su cuarto en el hotel, porque era una «heroína». Estaba rendida de fatiga, pero fuerte y llena de alegría. Cuando me reuní con ella, todas las cosas en el mundo volvieron a su sitio.

La mañana siguiente, cerca de mediodía, su amigo Rolf vino a buscarme en el
smoking room
del hotel: un agente de la policía política había venido a buscarla y se la había llevado detenida. Había encontrado a Rolf y le había encargado que me avisara y que avisara a Rubio Hidalgo.

Veía el Paseo de los Mataderos con sus arbolillos raquíticos y polvorientos, con los cuerpos desplomados en la luz gris del alba; me resonaban en los oídos las risitas nerviosas de los curiosos, las blasfemias horrendas de los cínicos. Recordaba a la vieja a quien había visto, tirando de la mano de un chiquillo adormilado y metiendo un trozo de churro en la boca entreabierta del hombre muerto. Veía al Manitas reclamando más víctimas a quienes dar el paseo. Veía a Ilsa ante un tribunal de hombres capaces de creer cualquier cosa de un extranjero y me la figuraba extendida en la playa, el mar mojándole los pies. El reloj del salón batía los segundos lentamente. Tenía una pistola. Todos teníamos pistolas.

Llamé a la oficina de prensa y pregunté por Rubio Hidalgo. No me dejó hablar. Le habían informado; haría todo lo que estuviera en su poder y averiguaría qué había pasado. Sí, le contesté, era mejor que lo averiguara pronto. Me dijo que vendría inmediatamente al hotel. Había otros extranjeros a mi alrededor: Rolf había traído a Julio Deutsch, el austríaco, que la conocía bien. Creo que él llamó al secretario de Largo Caballero. Llegó Rubio y se apoderó del teléfono. Puse la pistola sobre la mesa, ante mí. Todos me miraron como pensando si me habría vuelto loco y me dijeron que me calmara.

Yo les contesté que no se preocuparan; aparecería o no aquella noche, pero si no, había otros que iban a morir también en Valencia, y puse dos cargadores llenos lado a lado de la pistola. Rubio llamó al ministerio.

De pronto me dijeron que todo se había aclarado: no había sido más que una denuncia estúpida y dentro de un rato estaría allí. No les quería creer. El reloj seguía marchando lentamente. Llegó dos horas más tarde, sonriendo y muy dueña de sí. Yo no podía hablarle. Los otros se agruparon a su alrededor y ella les contó su historia con gusto e ironías. El agente que la había detenido le había hecho algunas preguntas en el camino que hacían; claro que se la había denunciado como una espía trotskista. No le habían hecho ninguna acusación concreta pero su amistad con el líder socialista Otto Bauer había pesado mucho. Mientras dos personas la estaban interrogando —en una forma muy insegura y torpe, dijo, lo cual la hacía sentirse el ama de la situación, y ésta más ridicula que peligrosa—, el teléfono había comenzado a sonar. Después de la primera llamada le habían preguntado si quería comer algo; después de la tercera o cuarta le habían presentado una comida verdaderamente suntuosa; después de la sexta o séptima le habían preguntado su opinión sobre un tal Leipen que, aparentemente, era quien la había denunciado, un periodista insignificante de Centroeuropa que por un tiempo había trabajado con Rubio Hidalgo y a quien yo no había llegado a conocer. Ella les había dicho la verdad, que le consideraba un tipo escurridizo, pero nada más. Al final la habían tratado muy cariñosamente, como una amiga de la familia.

No importaba que no se hubiera dado cuenta del peligro que había corrido. Había vuelto salva. Me quedé con ella.

Aquella noche, la luna sobre Valencia brillaba como plata fundida. Hay en Valencia jardines y fuentes, anchos paseos flanqueados de palmeras, viejos palacios e iglesias. Por miedo a los aviones, todo estaba sumido en la oscuridad y la luna era aquella noche la reina de la ciudad. El disco pequeño y brillante rodaba en un cielo de terciopelo azul—negro salpicado de llamitas blancas, temblonas, y la tierra era un campo de negro y plata.

Después de cenar nos fuimos a pasear a través de los trozos de luz y de sombra. El aire estaba lleno del olor de la tierra húmeda y fría, de las raíces sedientas chupando ansiosas el jugo fresco, de aliento de árboles, de flores abriéndose en lo oscuro o bajo la caricia de la luna. Paseamos entre las columnatas de palmeras cuyas hojas anchas crujían como pergaminos; y la arena crujiente bajo nuestros pies arrancaba chispas a la luna como si el mundo se hubiera vuelto de vidrio. Hablábamos bajito para que la luna no se asustara y cerrara los ojos y dejara ciego al mundo.

No sé lo que decíamos. Cosas hondas como las que se murmuraban en noches nupciales. No sé cuánto duró nuestro paseo. El tiempo había perdido su compás y se había quedado quieto, mirándonos marchar fuera de su órbita. No sé por dónde fuimos: jardines, luna, arena, fuentes saltarinas, crujidos de hojas secas en estanques de sombra; y seguíamos, las manos entrelazadas, sin cuerpos, persiguiendo el murmullo de una canción de cuna.

Por la mañana nos fuimos hacia el mar, hablando seriamente de la lucha que nos esperaba hasta que volviéramos a nuestros puestos en Madrid y volviéramos a trabajar juntos. Pasamos el Cabañal, blanco, con sus casitas de obreros y pescadores, y donde la playa se curva, lejos de hombres y casas, nos sentamos en la arena. Era amarilla y fina, caliente como una piel humana. El mar y el cielo eran dos tonos distintos de un mismo azul suave que se fundían en un resplandor lejano, sin líneas que los dividiera. El mar quieto lanzaba a la playa ondas dormidas que llevaban granos de arena en sus crestas de cristal. La arena cabalgaba sobre las crestas alegremente como legión de enanitos traviesos, hasta que la onda se rompía sobre ellos con un chasquido leve y los dejaba alineados en hileras inmóviles, en rizos que eran la huella de los labios del mar.

Tenía mi cuello sobre su brazo desnudo, piel sobre piel, y sentía las corrientes que corrían bajo ambas pieles, fuertes o imperiosas como las fuerzas bajo la azul superficie del agua.

—No sé más dónde acabo yo y dónde empiezas tú, como si fuéramos uno.

Era una paz profunda. No necesitábamos hablar de nosotros mismos. No habíamos dicho más que unas pocas frases: ella tenía que escribir a su marido y decirle que su matrimonio se había terminado. Yo tenía que arreglar mis cuestiones privadas con el menor daño posible para los que estaban envueltos en ellas.

—Tú, ¿sabes que vamos a producir daño a los otros y a nosotros mismos, para poder ser felices? Y esto siempre se paga.

—Lo sé.

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