La forja de un rebelde (121 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Verdaderamente yo resentía las mismas cosas y podía decir lo mismo, aún mejor, pero le recordé que teníamos a Rusia y a la Brigada Internacional.

—Bueno, sí. No los echo en saco roto, pero la Rusia soviética tiene la obligación de ayudarnos más que nadie. Estaría bueno que Rusia se encogiera de hombros y dijera: «Allá cuidados, a mí no me importa nada»

—Los rusos podían haberlo dicho. Al fin y al cabo están muy lejos de nosotros y no creo que tengan malditas las ganas de meterse en una guerra con Alemania.

—A mí no me cuente historias que usted mismo no cree, don Arturo. Rusia es un país socialista y tiene la obligación de ayudarnos, porque para eso somos socialistas; comunistas, si usted quiere, da igual. Y en cuanto a que Alemania le declara la guerra, Hitler es un perro ladrador que se le pega un cascotazo en las narices y sale corriendo con el rabo entre las piernas... Y ahora me tengo que marchar. Ya me he acostumbrado a los morterazos, pero esto de los cañonazos aquí no me gusta. Sobre todo en mitad de la calle, que le matan a uno como a un cochino. ¡Salud!

Se había formado un convoy de coches para llevarse a Valencia a las familias de los empleados del Ministerio de Estado. Aurelia y los chicos se iban con ellos y fui a despedirlos.

Aquello era mejor. Los chicos estarían seguros. Aurelia quería que me fuera con ellos a toda costa y los últimos días habían sido una batalla constante llena de discusiones tontas. Desde el principio ella estaba convencida de que la «mujer de los ojos verdes» —como ella llamaba a Ilsa— era la causa de mi actitud; pero aún tenía mucho menos miedo de la extranjera, que a su manera de ver no era más que una aventura pasajera, que de María, que en cuanto se quedara sola conmigo en Madrid se haría el ama de la situación. Se empeñó en que debería llevar a ella y a los chicos a los sótanos de la Telefónica que se habían convertido en refugio de cientos sin domicilio. La había llevado a que viera aquella miseria, ruidosa y maloliente, y le había explicado por qué no quería meter los chicos allí; pero aunque desistió de la idea, siguió con su empeño de que yo tenía que irme a Valencia con ellos como habían hecho los demás empleados del ministerio. Para ella yo quería quedarme solo en Madrid para estar más libre en mis juergas. Cuando me estaba despidiendo de los niños, me lo repitió una vez más.

Me volví a la Telefónica. En la estrecha calle de Valverde había una cola interminable de mujeres y chiquillos, empapados por la llovizna fría de la madrugada, pataleando para entrar en calor, abrazados a paquetes deformes. Cuatro camiones de evacuación, con unas tablas atravesadas de lado a lado por asiento, esperaban para llevárselos. Pero no, éstos esperaban entrar en la Telefónica. Precisamente cuando yo entraba en el edificio, surgía de él la fila de evacuados, mujeres, niños, viejos con las caras verdosas, con las ropas arrugadas oliendo a churre de ovejas, con los mismos bultos y paquetes que las gentes que esperaban fuera, con los mismos chiquillos asombrados, con los mismos chillidos y gritos y blasfemias y bromas. Gatearon a los camiones y se acomodaron como pudieron en una masa compacta de cuerpos miserables, mientras los chóferes ponían en marcha los motores fríos y catarrosos.

Ahora comenzaban a entrar las mujeres de la cola entre los centinelas de la puerta, una a una, vergonzosas y chillonas. La fuerza de la corriente me arrastró, pasado el Control Obrero, escaleras abajo hacia los sótanos, a través del laberinto de pasillos llenos de cables. Delante y detrás de mí se empujaban las madres, peleándose por apoderarse de un sitio libre. Voces chillonas gritaban: «¡Madre, aquí, aquí!». Se abrían los paquetes de ropa y vomitaban ropas de cama sucia en un rincón milagrosamente libre, y mientras los ocupantes de los jergones a uno y otro lado blasfemaban furiosos de la invasión. Inmediatamente, las ropas mojadas de la llovizna, con la calefacción del sótano, comenzaban a humear y el aire agrio y denso se hacía más agrio, más denso, más sofocante.

«¿Cuándo comemos, madre?», gritaban docenas de chiquillos alrededor de mí. Porque los refugiados tenían hambre.

A codazos me abrí camino escaleras arriba y volví al cuarto frío, gris, enorme, donde Ilsa estaba sentada en su cama de campaña, oyendo las quejas de tres personas a la vez, discutiendo y respondiendo con una paciencia que no podía comprender. Me volví hacia los ordenanzas y estaban renegando como yo.

Rubio me llamó desde Valencia y me dijo que tenía que incorporarme a la oficina allí. Le dije que no. Estaba a las órdenes de la junta de Madrid. Se conformó y me dio una larga lista de instrucciones. Media hora más tarde llamaba Kolzov y me daba otra larga lista de instrucciones. Comencé a gritar furioso en el teléfono: ¿qué órdenes eran las que tenía que obedecer? Ellos decían una cosa. Valencia otra. Ninguno de ellos, ni Valencia ni Madrid, dieron una solución. Era yo el que tenía que resolver en contra de uno de ellos.

En la desesperación cogí a Delmer, el único corresponsal inglés con quien me había encariñado, y me lo llevé a ver a dos amigos míos, dos clowns, Pompoff yTeddy, que actuaban en el teatro Calderón. Él sacó un artículo de la visita, yo un alivio de mis desesperaciones. Después hablé durante horas con Delaprée sobre literatura francesa y sobre la estupidez de la violencia como argumento. No me ayudó mucho. Seguía irritándome el ver a Ilsa aconsejando y ayudando a un recién llegado después de quince horas de trabajo, gastando su última onza de energía en una conversación idiota, volviéndose después a mí con la cara caída de cansancio y desesperación y sumiéndose en un silencio interminable.

No dormí. A las cuatro de la mañana, sin saber qué hacer, fascinado por las visiones de la mañana, bajé al segundo sótano, dormido bajo la luz de unas pocas bombillas y bajo la vigilancia de unos guardias. El silencio estaba lleno de ronquidos, gruñidos, toses y palabras de pesadilla. Los hombres de la guardia jugaban a las cartas.'! Me dieron un vaso de coñac; estaba caliente y olía a sueño. Los pasillos estaban llenos del olor de carne humana cociéndose en sus propios sudores, del olor de una gallina clueca; y el coñac olía a eso, y tenía el mismo calor.

Me quedé después un largo rato asomado a la ventana, lavando mis pulmones con aire frío. No podía dormir, estaba embrujado. Quería gritar a los generales que se llamaban ellos mismos «salvadores del país» y a los diplomáticos que se llamaban a sí mismos «salvadores del mundo» que vinieran. Yo los cogería y los encerraría en los sótanos de la Telefónica. Los pondría allí en los jergones de esparto, húmedos de nieblas de noviembre, los arroparía en mantas de soldados, pocas, y los haría vivir y dormir en dos metros cuadrados de pasillo, sobre un piso de cemento, entre mujeres hambrientas y trastornadas de histeria que habían perdido su hogar y que aún escuchaban explotar las bombas y retemblar la tierra profunda que rodeaba el cemento, pugnando por romperle. Los dejaría allí un día, dos días, muchos, que se empaparan en miseria, que se impregnaran de sudor y de piojos de pueblo, y que aprendieran historia, historia viva, la historia de esta guerra miserable y puerca, la guerra de cobardías, de los sombreros de copa brillantes bajo los candelabros de Ginebra, la guerra de generales traidores asesinando a su propio pueblo fríamente y cobardemente. ¡Ah! Arrancarles a tirones sus bandas militares, las levitas y los sombreros de copa de las recepciones, arrancarles a tirones sus cascos de pluma, sus espadas, sus bastones con puño de oro. Vestirlos de pana tiesa, de dril azul o blanco, como los campesinos, o los mineros o los albañiles, y luego, bien churretosos de miseria, tirarlos en medio de las calles del mundo con barba de tres días, con ojos pitarrosos de sueño...

No podía pensar en matarlos o en destruirlos. Matar es monstruoso y estúpido. Aplastar un insecto bajo la suela del zapato es repugnante: tiene un casquido y un churretón de vida que hace vomitar. Un insecto vivo es una maravilla que se puede contemplar horas y horas.

Todo a mi alrededor era destrucción, repugnante y asquerosa como una araña pisada; y era la destrucción de un pueblo; la destrucción bárbara de un rebaño de gentes, azotadas por el hambre, por la ignorancia y por el miedo de ser, sin saber por qué, espachurradas, destruidas.

Me ahogaba el sentimiento de impotencia personal frente a la tragedia. Era amargo pensar que yo era un entusiasta de la paz, amargo pronunciar la palabra pacifismo. Me había convertido en un beligerante. No podía cerrar los ojos y cruzarme de brazos mientras se asesinaba impunemente a mi propio país, sin más finalidad que el de que unos pocos se hicieran los amos y esclavizaran a los supervivientes. Sabía que había fascistas de buena fe, admiradores del pasado glorioso, soñadores de imperios que desaparecieron para siempre, conquistadores que se creían en una cruzada; pero no eran más que la carne de cañón del fascismo. Los otros, los otros, los herederos de la casta que había regido España durante siglos, los que yo había conocido manejando la guerra en Marruecos, con su corrupción estupenda, con sus glorias retiradas, cebándose en latas de sardinas podridas, en sacos de judías llenos de gusanos: esto era lo que había que combatir. No era una cuestión de teorías políticas, sino de vida o muerte. Había que luchar contra los enterradores; los Franco, los Sanjurjo, los Mola, los Millán Astray, que ahora coronaban su hoja de servicios cañoneando su propio país para hacerse amos de esclavos y a la vez convertirse para ello en esclavos de otros amos. Oh, ¿cómo un general puede tener tan poca vergüenza de sí mismo?

Teníamos que combatirlos. Para ello tendríamos que bombardear Burgos y sus torres, Córdoba y sus jardines, Sevilla y sus patios llenos de flores. Teníamos que matar para ganar el derecho de vivir.

Quería llorar a gritos.

Un obús había matado a la vendedora de periódicos en la puerta de la Telefónica. Ahora estaba allí su chiquita, una niña aún pequeñita y morena que zascandileaba saltando como un gorrión entre las mesas del bar Miami y del Café Gran Vía, vendiendo cigarrillos y cerillas. Apareció en el bar con un trajecillo negro de satén:

—¿Qué haces?

—Nada. Desde que mataron a mamá, pues vengo aquí... Ya estaba acostumbrada desde chiquitita.

—¿Te has quedado sola?

—No. Estoy con la abuelita. Nos dan vales de comida en el comité y ahora nos van a llevar a Valencia. —Se empinó hacia un soldado altote de las Brigadas—: ¡Viva Rusia! —La voz era aguda y clara.

No. No podía pensar en términos políticos, en términos de partido o de revolución. No podía escapar al pensamiento de que era un crimen el lanzar granadas contra carne humana y de la necesidad mía, mía, del pacifista, del enamorado de san Francisco, de ayudar a la tarea de terminar con esta cría de Caín. Luchar es como sembrar; sembrar para crear una España en la cual el artículo de la Constitución de la República que decía: «España renuncia a la guerra», fuera verdad real. Lo otro —perdonar—, lo pudo decir Cristo. San Pedro sacó la espada.

Más allá, el frente estaba vivo y nos mandaba el eco de sus explosiones. Había allí miles de hombres que pensaban vagamente como yo, que luchaban y que confiaban de buena fe en la victoria; ingenuos, bárbaros, rascándose piojos en las trincheras, matando y muriendo, soñando: soñando en un futuro sin hambre, con escuelas y limpieza, sin señores y sin casas de préstamos, un mundo lleno de sol. Yo estaba con ellos. Pero no podía dormir. ¡Qué difícil es dormir!

Cuando en el propio cerebro se amontonan todas las visiones y emociones, pensamientos y contrapensamientos; cuando día y noche las bombas sacuden las paredes, y el frente se acerca más y más; cuando el sueño es escaso y el trabajo largo, difícil y lleno de contradicciones, la mente se refugia en la fatiga del cuerpo. Yo no trabajaba bien. Sólo era claro y seguro cuando estaba con Ilsa, pero en cuanto me quedaba solo me sentía inseguro hasta de ella. Ella no sufría la guerra civil en su propia sangre como yo; ella pertenecía a los otros, a los que van a lo largo del camino fácil de la acción política. En las tardes bebía vino y coñac para azotar mi cansancio. Contaba historias a gritos hasta que desahogaba mi propia excitación. Regañaba con los periodistas que me parecía trataban a los españoles mucho más como «nativos» que los demás lo hacían. Cada día pedía instrucciones concretas para nuestro trabajo a Valencia y al Comisariado de Guerra; cada vez me contestaban, Rubio Hidalgo que estaba en Madrid en contra de sus órdenes, Kolzov y sus amigos que no hiciera caso y que eran ellos los que mandaban. Cuando llamó María, le contesté furioso; después me la llevé de paseo, porque había tanto dolor por todas partes que yo no quería causar un dolor más.

Ilsa me miraba con sus ojos quietos llenos de reproche, pero no me preguntaba nada sobre mi vida privada. Yo hubiera querido que me preguntara, hubiera querido estallar. Mantenía el trabajo de la oficina con manos firmes, y yo estaba lleno de dudas.

Así llegó el día en que Rubio Hidalgo me dijo por teléfono que tenía que comprender que estaba bajo la autoridad del ministerio y no de la Junta de Defensa. En el Comisariado de Guerra me dijeron lo contrario. Llamé a Rubio Hidalgo otra vez. Me dio órdenes estrictas de incorporarme a Valencia. Yo sabía que me odiaba y que no quería más que una oportunidad para destituirme del trabajo que yo le había usurpado, pero estaba cansado. Terriblemente cansado. Iría a Valencia y se terminaría aquello, cara a cara. En el fondo de mi mente estaba también el deseo de terminar con esta situación ambigua.

La junta se negó a darme el salvoconducto para ir a Valencia, porque mi trabajo era en Madrid y Valencia no tenía nada que ver con ello. Rubio Hidalgo no tenía poderes para darme un salvoconducto. Estaba en un callejón sin salida.

Y así, una tarde me encontré con mi amigo Fuñi—Fuñi, el anarquista, entonces uno de los responsables del Sindicato de Transportes me ofreció un salvoconducto y un sitio en un coche para ir a Valencia al día siguiente. Lo acepté. Ilsa apenas comentó. Aquel mismo día ella había rechazado una nueva invitación de Rubio Hidalgo para ir a Valencia.

El 6 de diciembre abandoné Madrid, sintiéndome como un desertor dispuesto a lanzarme en una batalla peor aún.

Capítulo 4

Retaguardia

El coche que me llevó a Valencia pertenecía a la FAI y conducía a tres líderes de las milicias anarquistas. Uno de ellos, García, era el comandante del frente de Andalucía. Aunque sabían que yo no era un anarquista y aunque les había dicho que había colaborado con los comunistas, me aceptaron como un amigo, puesto que sus compañeros en Madrid me habían proporcionado el uso de su coche. Y yo los acepté desde el principio porque no se mordían la lengua para censurar a los hombres que abandonaron Madrid vergonzosamente a su destino. Estaba convencido de que los que se habían escapado a Valencia el 7 de noviembre, ahora hacían todo lo posible para volver a apoderarse del mando de la capital, pero sin tener que volver a ella. Yo era uno de los testigos principales de su cobardía y de su falta de sentido de responsabilidad y era obvio que tratarían de deshacerse de mí de una manera impecable. Era por lo que se me llamaba a Valencia; y era también por lo que yo iba.

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