La forja de un rebelde (124 page)

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Authors: Arturo Barea

BOOK: La forja de un rebelde
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Pero todo parecía fuera de nuestra vida juntos, la única vida que podíamos sentir. Todas las cuestiones complicadas, revueltas, inescapables, que vislumbraba y conocía tan bien dentro de mi cerebro no pertenecían a mí, se referían a otro. Le conté cosas de mi infancia y de mi madre: la delicia con que enterraba mi cabeza entre sus muslos y sentía sus dedos ligeros acariciar mis cabellos. Aquello sí era yo. Pertenecía a mi mundo junto con la sonrisa de Ilsa, con las conchas pequeñitas que estaba ella desenterrando de la arena blancas como leche, tostadas como pan de campesinos, rosa agudo como pezones de mujer, suaves y pulidas como escudos, rizadas y abiertas en abanicos perfectos.

Teníamos hambre y nos fuimos a una tabernita en el borde de la playa, zanqueando lentos por la arena. Nos sentamos en el balconcillo de madera, una baranda frente al mar, y hablamos de Madrid. El camarero nos trajo una cazuela de barro colmada de arroz, amarillo de azafrán, y nos señaló dos langostinos extendidos encima:

—De parte de aquellos camaradas.

Se levantó un hombre con tipo de pescador de una mesa en el rincón opuesto; se quitó la gorra y dijo:

—Pensábamos que la camarada extranjera debería probar la real cosa. Hace un ratito que hemos cogido esos langostinos, así que no pueden estar más frescos.

El arroz olía a mar. Bebimos con él un vino rojo, áspero, también vivo.

—¿No ha empezado hoy el año?

—Faltan aún tres días.

—¿Sabes? Es extraño, pero es sólo hoy cuando he visto que podemos compartir una vida limpia, a la luz del día, alegres; una vida normal.

—¿Es que siempre me vas a decir lo mismo que estoy pensando?

Era hermoso sentirse infantil. Me sentía fuerte como nunca. Nos volvimos a la playa cogidos de la mano como niños, y como niños cogimos más conchas oro y rosa. Cuando volvíamos a la ciudad, en el tranvía abarrotado y ruidoso, las conchas en los bolsillos de Ilsa sonaban como castañuelas.

Capítulo 5

El frente

Le oí decir a un corresponsal extranjero: «Con esta pandilla de la no intervención las cosas se han movido de Madrid a Valencia. Claro que todo depende de si Madrid resistirá o no —he oído decir que los nacionalistas van a reanudar su ofensiva contra la carretera de La Coruña—, pero nosotros tenemos que estar en contacto con el gobierno de Valencia».

Era verdad: Madrid estaba en guerra, pero Valencia estaba en el mundo. El trabajo laborioso de reorganización administrativa y el tráfico diplomático se habían impuesto; era necesario, aunque alimentara a parásitos. Sin embargo, yo no podía convertirme en una parte de ello sin perder los últimos restos de mi fe. Tenía que volver a Madrid. Quería tener una parte en el manejo de la propaganda extranjera, pero desde allí. Significaba que tendría que aprender cómo ejercer influencia sobre el mundo exterior, convirtiendo lo que para nosotros era vida y muerte desnudas en materia prima para la prensa. Significaba también que tenía que volver a Madrid, no en oposición a los «conductos oficiales» del Departamento de Prensa, sino en armonía con ellos.

Esto último era lo más difícil de resolver dentro de mí mismo. Me revolvía contra ello, aun creyendo en el diagnóstico de Ilsa: se sentía completamente desamparada al pensamiento de tener que volver a enfrentarse con las autoridades españolas, ella, sola, a la cabeza de una oficina clave, sin el conocimiento más mínimo de las regulaciones oficiales. Y quería que fuera yo esta figura y que la ayudara a coleccionar los hechos que ella misma iba a suministrar a los periodistas en busca de material. Me parecía que valía la pena hacerlo. En Valencia me había sumergido en la lectura de periódicos extranjeros y me había forzado a observar sus métodos de información. Ilsa confiaba en que Julio Álvarez del Vayo, con su experiencia periodística, vería claramente su punto, pero a la vez estaba muy en dudas si la amistad del ministro hacia ella sería bastante para contrarrestar el odio venenoso que me tenía el jefe de prensa. Yo era escéptico, pero estaba dispuesto a dejarla intentar su acción.

De repente todos los obstáculos desaparecieron de la noche a la mañana. Estaba esperando en una antesala del ministerio cuando Ilsa salió de tener una entrevista con don Julio, con una expresión vacante que le sentaba extrañamente, y me dijo que Rubio Hidalgo nos esperaba a los dos. Nos recibió con mucho cariño y me dijo que me mandaba a Madrid como jefe de la censura de prensa extranjera, con Ilsa como mi segundo. Ignorando mi asombro, continuó suavemente con los detalles; se nos aumentaba ligeramente el sueldo; se nos pagarían los gastos de estancia; y no había mucho más que decirme; yo ya conocía los trucos mejor que nadie e Ilsa parecía haber embrujado a los periodistas extranjeros en una actitud constructiva, sólo que tendría que protegerla de un exceso de afectuosidad e indulgencia a las que era muy inclinada.

Estaba bien que hubiera entrado en el despacho con mi cara oficial porque no podía comprender el cambio. Ilsa parecía conocer algo de lo que había pasado detrás de las cortinas, porque charloteó con una animación estudiada, mencionó de pasada que estaba contenta de que Rubio hubiera realizado lo impracticable de su plan de mandar sus censores de Valencia a Madrid por turnos mensuales, y al final expresó su preocupación por el nombramiento del comandante Hartung. ¿Es que iba a ser nuestro jefe o un oficial de enlace con el Estado Mayor?

¿Quién diablos era aquel comandante Hartung?

—Ese hombre no tiene nada que hacer con ustedes —dijo Rubio—. Usted, Barea, tiene la responsabilidad del servicio en Madrid junto con Ilsa y los dos van a trabajar bajo mí directamente. Estoy seguro de que lo haremos aún mejor que antes. Yo le voy a mandar paquetes de comida y las cosas que necesiten. Y ahora lo siento, pero tienen ustedes que salir para Madrid mañana mismo.

Todo estaba arreglado: el coche, las raciones de petróleo, los salvoconductos, los papeles del ministerio, hasta cuarto reservado en el Gran Vía. No podía ser que siguiéramos durmiendo en camas de campaña en la oficina. Necesitábamos descansar. Esta vez el trabajo se haría funcionar «sobre ruedas». Le di todas las contestaciones que esperaba de mí. Me dio unos golpecitos en el hombro y nos acompañó a la puerta deseándonos buena suerte.

Ni aun Ilsa sabía exactamente lo que había pasado, pero al menos había cogido un hilo en aquel enredo: un austríaco, llamándose a sí mismo «el comandante Hartung», había aparecido en la Telefónica el día de Nochebuena, mandado a Madrid con coche oficial para alguna misión indefinida. Había hablado profusamente de la necesidad de una oficina de prensa militar, colocándose él mismo en el papel de oficial jefe de publicidad con el Estado Mayor de Madrid, haciendo hincapié en sus inmensos conocimientos periodísticos y presumiendo de su amistad con el ministro. Ilsa le había considerado un presuntuoso divertido y no le había tomado en serio. Ahora estaba en Valencia, al parecer a punto de ir a Madrid con un nombramiento en su bolsillo de algo relacionado con la prensa. Rubio Hidalgo había visto en él una amenaza para su propia oficina y había echado mano de nosotros para enfrentarnos con él y resolverle el problema. Así, aunque sin ningún mérito por parte nuestra, el camino para nuestro trabajo juntos se había abierto de golpe.

El camino de Madrid a Valencia había sufrido cambios profundos en las cuatro semanas escasas que habían transcurrido desde que yo había pasado por él: había menos puestos de control en la carretera, muchos de los centinelas que ahora existían tenían un aire mucho más firme y revisaban nuestros papeles escrupulosamente. Los cruces de carreteras más importantes estaban en las manos de los guardias de asalto. Sobrepasamos bastantes vehículos militares y una unidad de tanques ligeros que iban camino de Madrid. El aire de los cerros era fresco y vigorizante pero al anochecer, cuando llegábamos a las llanuras altas, el viento mordía en la piel. Desde los altos de Vallecas los blancos rascacielos de la ciudad surgían de la oscura neblina que la envolvía y el frente retumbaba a lo lejos. Nuestro coche se lanzó cuesta abajo cruzando los pilares de cemento de las calles con barricadas y de pronto nos encontramos en casa: en la Telefónica.

Dos días más tarde los rebeldes lanzaron dos ataques, uno en Las Rozas contra la carretera de La Coruña, que era el contacto con El Escorial, y el otro en el sector de Vallecas contra la carretera de Valencia. Capturaron Las Rozas y penetraron profundamente en el borde noroeste de la ciudad. Una nueva avalancha de gentes en huida invadieron las calles y los túneles de las estaciones del metro. Las Brigadas Internacionales contuvieron la brecha abierta en Las Rozas. El Gobierno intentaba organizar una evacuación en gran escala de los combatientes a la costa del Mediterráneo. Oíamos el rugido creciente de la batalla a través de las ventanas de la Telefónica durante nuestras horas de trabajo, y a través de las ventanas de nuestro cuarto en el hotel, durante las escasas horas de sueño. Aquellos días eran días de hambre y de frío. Los camiones que llegaban a la ciudad traían material de guerra, no comestibles. Apenas quedaba carbón y los cartones que sustituían a los cristales rotos de las ventanas no defendían contra las heladas crueles. Un día, una manta espesa de niebla helada se tendió sobre la ciudad y apagó los ruidos. El bombardeo se suspendió. La ofensiva estaba rota. Fue únicamente entonces cuando miré a mi alrededor y comencé a darme cuenta de las cosas.

Mientras había estado ausente, los periodistas extranjeros habían tomado como garantizado que la oficina de censura no era sólo para censura, sino para ayudarlos a ellos personalmente. Gente de las Brigadas Internacionales iban y venían, nos mostraban sus cartas y charlaban un rato con gentes que hablaran su idioma. Corresponsales que no tenían ayudantes que se encargaran de recogerles material venían y cambiaban impresiones e información con nosotros. Nuestra oficina proveía a los recién venidos con cuarto en el hotel y con vales para gasolina. Ilsa había establecido relaciones oficiales con Servicios Especiales, un departamento de la policía militar que a petición nuestra daba salvoconductos a los periodistas extranjeros para que visitaran algunos sectores del frente. Los comisarios políticos de las Brigadas Internacionales nos visitaban como cosa natural y nos suministraban información que podíamos pasar a los periodistas.

El general ruso Goliev, o Goriev, que estaba agregado al Estado Mayor del general Miaja como consejero, y a la vez como jefe de los destacamentos de tanquistas y técnicos rusos enviados al frente de Madrid, mandaba regularmente por Ilsa en las madrugadas y discutía con ella los problemas corrientes de prensa. Su apreciación por el trabajo de ella había fortalecido su posición precaria, y a la vez había neutralizado la enemistad de algunos comunistas extranjeros que la consideraban indeseable por su actitud crítica y por su independencia de ellos. Algunas noches, cuando el oficial ruso, infantimente orgulloso de su puesto de ayudante del Gobierno, venía a buscar a Ilsa, me marchaba con ella.

El general ruso me perturbaba y me impresionaba. Era rubio, alto y fuerte, con pómulos salientes, los ojos azules frígidos, la cara una superficie de calma con una alta tensión debajo de la piel. No se interesaba por las gentes a no ser que se le forzara a considerarlos como individuos. Y entonces era seco en sus comentarios. Su español era bueno, su inglés excelente; su capacidad de trabajo ilimitada, al parecer. Era muy mirado y correcto en su trato con los oficiales españoles, pero rudo y frío en su discusión de los problemas españoles en las cosas que le atañían, las únicas que tocaba, es decir, militarmente. Vivía, comía y dormía en un cuarto que no era más que un sótano sombrío y húmedo. Allí fue donde vi al comandante de los tanquistas, un mongol con la cabeza prolongada como una bala de fusil, siempre con un mapa cubierto por celofán bajo el brazo, y a los oficiales de la embajada soviética; y Goliev se entendía con ellos rápida y —a juzgar por el tono— bruscamente. Después se enfrentaba con nosotros y concentraba toda su atención en los problemas de prensa y propaganda. Nunca intentó darnos órdenes, pero se veía claramente que esperaba que sus consejos se siguieran; al mismo tiempo aceptaba una tremenda cantidad de discusión y contradicción de Ilsa, porque, según dijo un día, conocía su trabajo y no era un miembro del Partido.

Todas las mañanas escrutaba los despachos de prensa censurados el día anterior, antes de que fueran enviados a Valencia por un correo del Ministerio de la Guerra. Algunas veces no estaba de acuerdo con nuestro criterio, y al decírnoslo, explicaba puntos de información militar valuables de los que deberíamos tener cuidado, pero en general su atención se centraba mucho más en las corrientes de opinión extranjeras que revelaban los corresponsales y mucho más particularmente los de los periódicos conservadores y moderados. El cambio de tono que se hacía notar en ellos, de una abierta animosidad hacia la República a una honesta información, le había impresionado. Mostraba una predilección por los sobrios artículos del
New York Times
escritos por el corresponsal Herbert Matthews y por los del
Daily Express
que escribía Sefton Delmer. Los despachos de este último le divertían tanto por su espíritu burlón bajo el que se disimulaba una finura de intención cuidadosamente dosificada, como por lo errático de su mecanografía. Pero hacia los informes mandados por corresponsales del Partido no podía evitar un absoluto desdén.

De vez en cuando Goliev tanteaba las ideas políticas de Ilsa, las cuales encontraba inexplicablemente tan próximas y tan lejanas a las suyas propias, y le llevaban a quedarse mirando a Ilsa como se contempla un bicho raro. Una vez, después de una de estas miradas, dijo:

—No puedo acabar de entenderte. Yo no podría vivir sin mi carnet del Partido.

A mí no me hacía mucho caso; me había clasificado como un revolucionario romántico y emocional, bastante útil en un sentido, pero completamente irrazonable e intratable. No dudo que desde este punto de vista tenía razón. Era tan honesto y decente sobre ello que acabé aceptando sus maneras y correspondiéndole de una forma idéntica, con mi silencioso escrutinio de este nuevo ser, el oficial del Ejército Rojo, de ideas simples, fuerte, rudo, lejos de mi alcance. Me parecía un hombre caído de Marte. Era, poco más o menos, de mi misma edad y muchas veces trataba de imaginarme cuáles habían sido sus experiencias en 1917.

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