Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Cuando se marchó con una inclinación de cabeza completamente casual en mi dirección, me levanté y me fui a ella:
—Ése quiere acostarse contigo —dije.
—No exactamente. Mira, la Columna Internacional está metida de lleno en ello y él no es un soldado. Trata de escaparse de sus nervios pretendiendo que lo que él necesita es una mujer, y, claro, yo estoy aquí.
—Eres libre de hacer lo que te dé la gana —dije rudamente, y me senté en el borde de la cama. Por un momento puse mi frente sobre su hombro, después me enderecé y dije furiosamente—: Pero yo no estoy enamorado de ti.
—No. Ya lo sé. Deja que me levante. Yo me haré cargo del turno, ahora me siento descansada. Tú, échate un rato y duerme.
Durante la noche escuchábamos el anillo de explosiones de los morteros. En los amaneceres grises y sucios nos asomábamos a la ventana y escuchábamos cómo el horizonte de ruidos se apagaba. Uno de los hombres del Control Obrero vino y me mostró un fusil mexicano: México había mandado miles de fusiles. Los aviones de caza que volaban sobre nuestras cabezas procedían de Rusia. En la Casa de Campo estaban luchando camaradas franceses y alemanes y se dejaban matar por nosotros. En el Parque del Oeste se estaba atrincherando el batallón vasco. Hacía mucho frío y los cristales de nuestras ventanas estaban salpicados de agujeros diminutos. Los periodistas extranjeros comunicaban los avances lentos, pequeños y costosísimos de las fuerzas de Madrid, y los avances de los sitiadores, también pequeños y comprados a alto precio. Pero dentro de nosotros había una esperanza alegre, por debajo y por encima del miedo, de la amenaza, de la suciedad y de la cobardía mísera que nos acompañaban inevitablemente. Estábamos juntos en el miedo, en la amenaza y en la lucha. Y las gentes eran mucho más sencillas y mucho más llenas de cariño los unos para los otros. No valía la pena presumir, porque había muy pocas cosas que realmente importaran. Estas noches de batalla, estos días de trabajo machacón y aburrido nos estaban enseñando —por un tiempo muy corto, desgraciadamente— a marchar alegremente, lado a lado con la muerte, y a creer que a través de ello resucitaríamos a una vida nueva.
Habían transcurrido veinte días del sitio y defensa de Madrid.
El sitio
Se había terminado el ataque y había comenzado el sitio.
Una escalera estrecha llevaba desde el último piso de la Telefónica a la azotea de su torre cuadrada. Desde allí la ciudad se alejaba, el aire se hacía más transparente, los sonidos se percibían más claros. En los días de calma soplaba una brisa suave, y en los días de viento, estar allí semejaba estar en el puente de un barco barrido por una galerna. La torre tenía una galería cuyos cuatro lados hacían frente a los cuatro puntos del compás y desde allí se podía mirar, apoyado sobre la balaustrada de cemento.
Al norte aparecían las crestas agudas del Guadarrama, una muralla que cambiaba sus colores con la marcha del sol, de un azul profundo hasta un negro opaco. Cuando sus rocas reflejaban los rayos del sol, se llenaba de luz; a la caída de la tarde se inundaba de cobres e índigos; y cuando la ciudad, ya en tinieblas, encendía su luz eléctrica, los picos más altos brillaban aún incandescentes.
El frente comenzaba allí y seguía en curvas, invisibles, rodeando simas y barrancos perdidos en la lejanía. Después se torcía hacia el oeste, siguiendo los valles y doblándose hacía la ciudad. Se veía primero desde el ángulo de la galería entre su lado norte y su lado oeste; no era más que unas pequeñas vedijas de humo y unas chispas de las granadas que explotaban, que no parecían más que chupadas de un cigarrillo. Después, el frente se iba acercando a lo largo del arco brillante del Manzanares que lo conducía más hacia el sur, hasta los pies de la ciudad misma. Desde la altura de la torre el río aparecía sólido y quieto, mientras la tierra a ambos lados se sacudía en convulsiones. Se la veía y se la oía moverse. Nacían en ella vibraciones que llegaban subterráneas hasta el rascacielos, y allí trepaban las vigas de acero y subían, amplificadas, hasta vuestros pies con el tremor de trenes que pasaran lejanos. Los sonidos os llegaban a través del aire, desnudos y directos, zumbidos y explosiones, tableteos de ametralladora, restallar seco de fusiles. Se veían las llamaradas en la boca de los cañones y se veían oscilar los árboles de la Casa de Campo, como si hubiera monstruos que se rascaran contra sus ramas. Se veían figurillas diminutas como hormigas que moteaban las arenas del río. Después surgían ráfagas de silencio que os obligaban a mirar el paisaje, tratando de adivinar el secreto de aquella quietud súbita, hasta que la tierra y el aire temblaban en espasmos y la quietud brillante del río se rompía en arrugas de luz temblona.
Desde la torreta, el frente parecía mucho más cercano que la calle al pie del edificio. Cuando os inclinabais sobre el parapeto para mirar a la Gran Vía, la calle era un cañón profundo y estrecho y desde su fondo profundo el vértigo tiraba de vosotros. Pero cuando mirabais recto, frente a vosotros, todo era paisaje y la guerra dentro de él se extendía delante de vuestros ojos como sobre el tablero de una mesa, como si pudierais alcanzarla y tocarla. Era desconcertante ver el frente tan cerca, dentro de la ciudad, mientras la ciudad en sí permanecía intangible y sola bajo su caparazón de tejados y torres, gris, roja y blanca, cuarteada por el laberinto de grietas que eran sus calles. A veces los cerros al otro lado del río escupían nubecillas blancas y el mosaico de tejados se abría en cascadas de humo, de polvo y de tejas, cuando aún resonaba en vuestros oídos el ulular de las balas cruzando sobre vuestra cabeza. Porque todas parecían pasar por encima de la torre de la Telefónica. Entonces, el paisaje con sus bosques oscuros, con sus campos verdes, con su río brillante y los manchones amarillos de sus arenas, se fundía con las tejas rojas, con las torres grises, con el blancor de las azoteas, con la calle a vuestros pies, y os encontrabais sumergidos en el corazón de la batalla.
Los pisos encima del piso octavo estaban abandonados. El ascensor, cuando subía al piso trece, lo hacía generalmente vacío; allí no había nadie más que unos pocos artilleros que mantenían un puesto de observación. Las botas de los hombres resonaban en el entarimado de los grandes salones con un ruido hueco. Un obús había atravesado dos pisos y el agujero era el brocal de un pozo hondo, de paredes erizadas de varillas y vigas retorcidas y rotas, que colgaban paralíticas.
La muchacha que manejaba el ascensor, sentada en una banqueta como un pájaro, era guapa y alegre:
—No me gusta subir hasta aquí —me decía—. Está tan solo que siempre creo que el ascensor va a seguir subiendo y se va a disparar al aire en lo alto.
Desde allí se dejaba uno caer en Madrid como una piedra entre las paredes del hueco del ascensor, que se estrechaban rápidas sobre uno, envuelto en el encierro de las puertas metálicas, en el olor de grasa, de metal caliente y de pintura al duco.
La ciudad estaba tensa y viva, palpitando como una herida profunda de navaja de la que surge la sangre a borbotones y en cuyos labios los músculos se retuercen con dolor y con todo el vigor de la vida.
Bombardeaban el centro de Madrid y este centro desbordaba de gentes que hablaban, chillaban, se empujaban y se mostraban uno a otro que estaban aún vivos. Grupos de milicianos —ya comenzábamos a llamarlos soldados— venían del frente o marchaban al frente, vitoreados y vitoreando. Algunas veces la multitud rompía en un himno o una canción que inundaba las calles. A veces chirriaba y campaneaba el acero sobre las piedras cuando pasaba un tanque con su torreta abierta y una figura pequeña surgiendo de la abertura, las manos puestas sobre la tapa, como un muñeco de caja de sorpresa, escapando de un puchero gigante. A veces pasaba uno de los grandes cañones y se paraba en la esquina de la calle para que las gentes pudieran tocar con sus dedos su pintura gris y se convencieran de que era real. A veces era una ambulancia, un gran camión, pródigo de cruces rojas sobre círculos de leche, que pasaba y dejaba detrás de sí un surco lleno de silencios; hasta que la motocicleta que tejía su camino entre coches y gente y explosiones desgarraba el silencio. Alguien gritaba: «¡Vas a llegar tarde!» y el tumulto de la multitud estallaba de nuevo.
Todo era centelleante como una película sobre la pantalla, centelleante y espasmódico. La gente hablaba a gritos y reía a carcajadas. Bebían a tragos sonoros con gran estrépito de vasos. Los pasos en la calle resonaban fuertes, firmes y rápidos. A la luz del día todo el mundo era un amigo, por la noche cada uno podía ser un enemigo. Toda amistad tenía un tinte de borrachera. La ciudad había intentado lo imposible y había surgido del intento triunfante y en un trance.
¡Oh, sí! El enemigo estaba allí, a las puertas, a dos kilómetros de este rincón de la Gran Vía. A veces una bala perdida de fusil hacía un orificio estrellado en el cristal de un escaparate. Bueno, ¿qué? Si no habían entrado el 7 de noviembre, ¿cómo iban a poder entrar ahora? Cuando las granadas caían en la Gran Vía y en la calle de Alcalá, comenzando en el extremo más cercano al frente y trazando la «Avenida de los Obuses», hasta la estatua de la diosa Cibeles, las gentes se refugiaban en los portales de la acera que consideraban más segura y contemplaban las explosiones a veinte metros de distancia. Había quienes venían de los barrios lejanos a ver de cerca cómo era un bombardeo y se marchaban contentos y orgullosos con trozos de metralla, todavía calientes, que conservaban como un recuerdo.
La miseria de todo ello no se exhibía. La miseria estaba escondida en cuevas y sótanos, en los refugios improvisados del metro, en los hospitales sin instrumentos y sin medicinas para enfrentarse con un flujo constante e interminable de heridos. Las casas frágiles de los distritos obreros se derrumbaban como casas de naipes al soplo furioso de las explosiones; como las destruidas, donde se amontonaban las gentes. Miles de refugiados de los pueblos y de los suburbios eran empaquetados cada día en edificios vacíos, cada día miles de mujeres y niños salían en camiones, evacuados en convoy a la costa levantina. La tenaza del sitio se cerraba más y más; y más batallones de las Brigadas Internacionales, que ya eran dos, se volcaban en las brechas. A pesar de todo, el entusiasmo que nos había arrastrado, por encima de nuestros miedos y de nuestras dudas, no falló nunca. Éramos Madrid.
En nuestro nuevo cuarto de la censura, la vida se iba normalizando poco a poco. Nos mirábamos y nos veíamos ojerosos, flacos, sucios, pero sólidos y humanos. Los periodistas recién llegados trataban a los que estaban allí como veteranos, e Ilsa, la única mujer, se había convertido en una heroína. Los guardas de la Telefónica habían cambiado su nota: algunos de los extranjeros se habían cambiado en camaradas de la noche a la mañana. Otros estaban aún bajo sospecha, como el americano enorme, que un día desapareció del cuadro silenciosamente y fue sustituido por un hombre de un calibre diferente que inspiraba confianza y respeto.
A Ilsa se le concedía el derecho de ciudadana de la Telefónica por la mayoría de los hombres y se la rodeaba de un murmullo hostil por la mayoría de las mujeres. Yo la había dejado definitivamente entendérselas con los periodistas de habla inglesa, no sólo porque sus energías estaban frescas y yo estaba agotado, sino también porque tenía que admitir que ella estaba haciendo lo que yo nunca podría hacer: manejando la censura con mucha imaginación y criterio; mejoró las relaciones con los corresponsales extranjeros e influyó en su manera de informar. Algunos de los empleados de la censura resintieron esto y tuve que apoyarla con toda mi autoridad, hasta que a través de Luxana, en el Comisariado de Guerra, vino una aprobación oficial del Estado Mayor por el que pasaban las copias de los despachos antes de ser enviadas a Valencia. Pronto el método de Ilsa tuvo que sufrir una dura prueba:
La Alemania nacionalsocialista había reconocido oficialmente al general Franco y había enviado al general Von Paupel como enviado especial a Burgos. La mayoría de los ciudadanos alemanes habían sido evacuados por su embajada, y la embajada se había cerrado en Madrid. Pero no había declaración de guerra, sólo una intervención alemana a guisa de apoyo técnico y estratégico de los rebeldes.
En un día gris de noviembre, nuestra policía registró la embajada alemana en Madrid y confiscó armas y papeles allí existentes. Técnicamente, era una violación del derecho de extraterritorialidad, pero los corresponsales extranjeros que habían sido testigos del registro sometieron despachos detallando con extrema veracidad y detalle los vínculos entre la embajada y el cuartel general de la quinta columna. Sólo que, de acuerdo con las órdenes estrictas, teníamos que suprimir estos despachos y toda referencia a la investigación policíaca, a no ser que Valencia publicara un comunicado oficial. Los corresponsales estaban furiosos y nos acribillaban con preguntas y consultas. Se iba haciendo tarde y tenían miedo de no alcanzar el cierre de sus periódicos. Llamé al Comisariado de Guerra, pero allí estaba sólo Michael Kolzov y me dijo que me esperara a que se diera una declaración oficial.
Ilsa estaba furiosa y mucho más disgustada que los periodistas. Cuando se pasó otra hora de espera, me cogió aparte y me pidió que le dejara pasar los despachos en el orden que habían sido presentados. Los firmaría con sus iniciales para que la responsabilidad cayera sobre ella y estaba preparada a enfrentarse con la situación que se presentara por haber desobedecido una orden concreta, y que no podía por menos de ser una grave responsabilidad. Pero de ninguna manera estaba dispuesta a consentir que la buena voluntad de los corresponsales se trocara en antagonismo, ni a dejar que los alemanes monopolizaran la prensa del mundo con su versión. Un poco melodramática exclamó:
—Yo no soy responsable ante los burócratas de vuestra oficina de Valencia, sino ante la causa de los trabajadores; y no estoy dispuesta a permitir, si de mí depende, que se cometan errores como éste.
Me negué a que tomara sola la responsabilidad y entre los dos dimos curso a los despachos sobre el registro de la embajada.
Ya tarde en la noche me llamó Kolzov al teléfono y se desató furiosamente, amenazándonos a Ilsa y a mí con un consejo de guerra. Pero en la mañana siguiente volvió a llamar y retiró todo lo dicho: sus propios superiores —que no sé quiénes eran— estaban encantados con los resultados de nuestra insubordinación. Rubio, hablando desde Valencia, tomó la misma actitud, aunque haciendo hincapié en la seriedad de la decisión de Ilsa tomada en «su manera impulsiva», como él lo llamaba. Por lo tanto, ella se había salido con la suya, y consciente del hecho estaba dispuesta a sacar ventaja de ello en el futuro.